Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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2

Pasaban los días, todos iguales. Las olas devastadoras y el viento desatado los arrastraban sin que pudieran tener ningún control. Todos estaban más allá del límite de sus fuerzas y se turnaban en las bombas para achicar agua, que era lo único que mantenía la nave a flote. Cada golpe de viento hacía que la Taqwa se escorara de un lado a otro y estuviera a punto de darse la vuelta. Piri había ordenado despejar las cubiertas de cualquier objeto que dificultase la maniobra. Fueron arrojadas al agua las cosas más pesadas y las más elevadas. Por ello fue necesario cortar las superestructuras de la toldilla, el alcázar y el castillo de proa.

Lisán contempló, desesperado, cómo se perdían sus documentos y los delicados instrumentos de medición que él mismo había fabricado. Todo fue a parar al agua, junto a los restos de la toldilla. La nave se estaba deshaciendo. Las vías de agua se multiplicaban y era necesario taponarlas con trozos de vela embreados que se aplicaban como auténticos vendajes por el exterior. Los turcos realizaban estas reparaciones colgando de una cuerda por la borda, mientras las olas los golpeaban contra el casco. Muchos perecieron de esa forma, pero no era hora de llorar a los muertos, sino de seguir luchando contra el mar.

Al cuarto día que llevaban envueltos en aquella mortaja de oscuridad, sólo rota por los relámpagos, fue necesario ceñir el casco con los cables de las anclas, para intentar reforzarlo y evitar que se resquebrajara. Pero todos eran conscientes de que el siguiente golpe de mar podía hacerlos reventar en mil pedazos. La situación era más desesperada a cada momento que pasaba, y los tripulantes cada vez tenían menos fuerzas para enfrentarse a ella.

Las rachas de viento se volvían más duras y zamarreaban a su gusto los mástiles. Como éstos descansaban sobre la quilla, Piri temió que abriesen brecha en el casco y ordenó que cortaran el palo mayor. Un par de turcos empezaron a darle hachazos, como si talaran el tronco de un gran árbol.

– ¡Vamos a tener que cortar los otros palos! -gritó hacia donde estaba el mameluco.

– ¡No! ¡En ese caso estaremos condenados!

– ¡Mira a tu alrededor, Baba! ¡Ya estamos perdidos!

Empezó a caer el palo mayor, arrojando cabos y aparejos en medio de una asombrosa confusión. Una de las vergas se soltó y se abatió sobre la cubierta, alcanzando a uno de los hombres que manejaban las hachas. Le reventó el cráneo.

– ¡No debes derribar los otros palos! -le gritó Baba al joven capitán-. ¡Antes de eso, más valdría que nos arrojáramos todos al mar!

Sus ojos se habían vuelto extraños, extraviados, miraban algo que estaba más allá de todo aquel caos. Le dio la espalda a Piri y se dirigió hacia la proa. Allí se encaramó sobre los restos astillados del castillo y abrió los brazos frente a la tormenta.

Lisán apartó el agua de sus ojos enrojecidos por el salitre y contempló atónito a Baba, con la certeza de que finalmente había enloquecido. El mameluco se mantenía en la proa, en un precario equilibrio, mientras las olas golpeaban como un ariete y la espuma saltaba por encima de su cabeza. Sus ropas daban trallazos agitadas por el viento, mantenía los brazos abiertos y la cabeza echada hacia atrás. Las venas de su cuello hinchadas, mientras gritaba hacia el vendaval en una lengua desconocida.

– Allah clementísimo y misericordiosísimo -musitó Lisán con un estremecimiento que lo recorrió de pies a cabeza-, ayúdanos.

Piri y dos de sus hombres sujetaban con fuerza la caña del timón. Aunque ya les dolía todo el cuerpo no aflojaron su presa. Allí, desde donde aguantaba el joven capitán, había contemplado la extraña acción del mameluco. Escupió el agua salada que cubría su rostro y había penetrado en su boca y siguió luchando contra el mar.

La calma llegó tan rápida e inesperada como había llegado la tormenta. De repente, el viento y la lluvia cesaron por completo.

Lisán miró a su alrededor y vio a los hombres destrozados por el agotamiento. Siete de los tripulantes turcos se habían perdido en las aguas, mientras intentaban reparar las grietas que se iban abriendo en el casco. Quizá ya era demasiado tarde, porque ni siquiera entonces se podía bajar el ritmo de achique de agua por las bombas. La Taqwa estaba resquebrajada y tenía varias vías que era imposible sellar. A popa se alejaba la pared de la tormenta. Seguían rodeados de nubes por todos lados, pero estaban en medio de una calma asombrosa.

– Estamos dentro -dijo Baba-. Aún no hemos salido de ésta.

Lisán se volvió hacia él y le preguntó:

– ¿Qué quieres decir?

– Mira. -Baba señaló a su alrededor con el brazo extendido, hacia donde la barrera de nubes trazaba una nítida curva sobre el mar-. La tormenta nos rodea, estamos en su centro. Pero, por algún milagro, aquí reina la paz.

– ¿Crees que podemos escapar de ella? -Los ojos se le cerraban.

Durante los cinco días que permanecieron en continua alerta, apenas había podido dormir unas pocas horas refugiado en una sentina medio inundada, aunque consideraba que más que sueño fueron desvanecimientos de puro cansancio.

– Nos estamos hundiendo, faquih. Ésa es la verdad. ¡Quién sabe hasta dónde hemos sido arrastrados durante estos días a la deriva! ¿Tienes tú alguna idea?

– No.

– En ese caso estamos perdidos y sin poder salir de este anillo de nubes y vientos que nos rodea. La situación no es buena, pero vamos a seguir luchando.

El andalusí tenía muchas cosas que preguntarle, pero se sentía demasiado agotado y apenas podía seguir despierto. Buscó un rincón tranquilo y se echó a dormir.

Al día siguiente, debido al poco viento, se decidió cambiar la vela gavia de los dos masteleros menores por otras mayores que llevaban empaquetadas en la sentina. Fueron ceñidas dos perchas cortas que, una vez unidas por medio de cabos, pasaron a formar la nueva verga. Los cabos fueron ajustados y se dejaron listos para recibir a las nuevas gavias, mucho más anchas que las anteriores para compensar la del mástil que había sido derribado. Se izaron las velas y se sujetaron a los masteleros con unas racas.

Desde los restos del alcázar, Lisán observó fascinado estas operaciones, preguntándose si iban a tener una esperanza después de todo. La idea era aprovechar el tenue viento para dirigirse hacia el centro de la tormenta. Si conseguían mantenerse allí, quizá sobrevivirían.

– No va a ser fácil -le dijo Baba, que parecía haber leído sus pensamientos.

Lisán se volvió hacia él. El mameluco estaba demacrado, pálido, con las mejillas hundidas por el cansancio. Sus ojos estaban rodeados de manchones oscuros.

– Esas nuevas velas parecen funcionar bien… quizá…

– Estamos en el centro de la tormenta, faquih -dijo Baba-, y ésta se mueve mucho más rápido que nosotros; tarde o temprano seremos alcanzados por esa pared de nubes que nos rodea y entonces será el fin para la Taqwa. El casco ya no puede soportar más castigo. Nos hundiremos.

Lisán asintió con amargura, pero su pensamiento fue para Ahmed, su hermano, al que había arrastrado a aquella desdichada aventura.

– Están pasando cosas muy extrañas -dijo-, debe de haber una explicación para todo esto. Esta calma, por ejemplo, cuando estamos rodeados por ese torbellino de vientos y lluvia.

– Lo ignoramos todo sobre la naturaleza en esta zona del mundo.

– Te vi durante la tormenta, cuando te situaste en la proa -dijo Lisán-. Ahora sé que eres un brujo. ¿Era ése tu secreto?

Baba lo contempló durante un momento antes de decir:

– No sé a qué te refieres.

– Durante la tormenta. Encaramado en la proa, gritabas algo en una lengua incomprensible. Todos te vieron…

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