– Es posible -dijo Baba-. Pero tú no irás.
– ¿Por qué?
– Si la tormenta nos alcanza antes de lo previsto, o la cosa empieza a ponerse realmente mal, me dirigiré a alta mar y abandonaré a los que hayan bajado. No puedo permitirme perderte a ti.
– Debo ir yo -dijo Lisán con tozudez-. Debo comprobar si hemos llegado o no a nuestro destino.
Al cabo de un buen rato de discusión, Baba aceptó que el faquih fuera hasta la playa, pero se aseguró de que Dragut lo acompañara para cuidar de él.
Acercaron el batel hasta el costado de la carraca ayudándose de unas pértigas. Bajaron seis turcos y cuatro Sarray, que fueron tomando los remos. Lisán se situó en el timón.
Poco a poco la carraca fue quedando atrás. Al volverse hacia ella, vio la delgada figura de Baba, apoyada sobre uno de los gerifaltes, que los observaba desde el alcázar. El mar se había ido picando y su estrecha barca era arrastrada arriba y abajo por el oleaje, haciendo que la playa apareciera y desapareciera como por arte de magia ante sus ojos. Sobre ellos pendían grandes y desgarrados jirones de nubes. El tiempo estaba empeorando rápidamente.
Saltaron a la playa y caminaron con torpeza sobre la arena. Les costaba mantenerse rectos, ahora que el suelo no se bamboleaba bajo sus pies. La isla estaba rodeada por una espesa barrera de nubes que ocultaban por completo el sol. Un calor húmedo los obligaba a respirar pesadamente. Frente a ellos, la selva rezumaba vapores, como el cuerpo de un enorme animal en descomposición, la masa verde y humeante llegaba hasta el mar y se apoderaba por completo de la arena.
¿Qué lugar es éste? , se preguntaba Lisán, sin dejar de mirar aquella vegetación que les cerraba el paso como una empalizada oscura.
Silencio. Un silencio que era más inquietante que la vibración de un volcán. Hasta que Dragut aplastó un mosquito contra su cuello sudoroso y el ruido los sobresaltó a todos.
Apartándose de los demás, Lisán caminó hacia el linde de la jungla. Se asomó a su interior, apoyando sus manos contra una palmera. Incluso a pleno sol sería un lugar muy oscuro, la vegetación era tan tupida que impediría que los rayos de luz llegaran hasta el suelo, pero con aquel cielo encapotado era como mirar en las entrañas de una cueva profunda y negra.
Tras él, los hombres deambulaban por la playa invadida por las palmeras. Había multitud de cocos esparcidos por aquella arena como polvo de diamante. Dragut partió uno con un mandoble de su cimitarra y bebió el agua de su interior. De repente se quedó quieto con su mano sujetando el coco en lo alto. Se volvió hacia el mar y entrecerró los ojos. A lo lejos, la carraca aparecía y desaparecía de su vista, bamboleada por un oleaje cada vez más intenso.
¿Había oído un grito desde la Taqwa ? Con el ruido de las olas era imposible decirlo. En ese momento vio el fogonazo de uno de los gerifaltes al ser disparado, y al cabo de un instante le llegó el estampido.
– ¡Debemos regresar! -gritó a sus compañeros.
Todos se dirigieron hacia el batel, excepto Lisán, que permaneció donde estaba, en el mismo borde de la jungla, mirando hacia su interior. Había sido como un relámpago, muy breve, pero podría jurar que había visto unos ojos grandes y amarillentos abrirse, mirarlo fijamente, para luego cerrarse y desaparecer. Se preguntó si sería una bestia peligrosa y sintió el impulso de echar a correr. Pero una morbosa fascinación ante aquella mirada amarilla desde la oscuridad, lo retuvo allí donde estaba. Alguien lo cogió del brazo y tiró de él. Se volvió y se enfrentó al rostro hosco y sudoroso de Dragut.
– Vamos -dijo el turco.
Lisán intentó soltarse.
– No. Hay algo ahí dentro… Debemos investigar…
Eso no le importaba al turco en absoluto.
– Ahora debes venir con nosotros.
Los Sarray los rodearon indecisos. Lisán también dudaba qué hacer. Su primer impulso fue resistirse, aunque era evidente que Dragut no tenía intención de ceder. Y, a pesar de su delgadez, era tan fuerte que muy bien podría cargarlo sobre su espalda y llevarlo así hasta la orilla. Pero no fue necesario, porque en ese momento algo revoloteó hacia ellos.
Era una mariposa enorme, con unas alas tan amplias como las dos manos de un hombre juntas. Al abrirlas, mostró esos fascinantes ojos amarillos dibujados en ellas. La mirada que Lisán había visto relucir en la oscuridad.
– ¡Vamos! -insistió Dragut, tirando de nuevo de su brazo.
– De acuerdo. Vamos -dijo el faquih sintiéndose estúpido.
Con dificultad remaron hacia la carraca, a través de una mar que se iba embraveciendo por momentos. Cuando ya estaban junto a ella oyeron los gritos de sus compañeros amontonados junto a la borda.
– ¿Qué sucede? -preguntó.
– ¡Rápido, subid!
Les largaron una red de cabos para que treparan por ella. Una vez arriba, Lisán se encontró con Ahmed en primer lugar.
– ¿A qué vienen tantos gritos? -le preguntó.
– ¡Hermano! -Ahmed lo abrazó. Parecía a punto de llorar-. Ese loco estaba dispuesto a partir sin vosotros… ¡Iba a dejaros en la isla!
Lisán alzó la vista y vio a Baba en la borda de estribor, de espaldas a ellos, recortándose su delgada silueta contra una mancha de tinta negra que estaba tragándose el cielo.
– ¡Allah misericordioso! -exclamó Lisán.
– Uno de los vigías la divisó a lo lejos -le explicó Ahmed-. ¡Y se mueve muy aprisa!
Lisán se acercó a la borda. Varios Sarray también contemplaban cómo se aproximaba.
Sin apartar la vista, Baba se dirigió a Lisán:
– Nunca he visto nada igual, faquih…
– Yo tampoco -admitió éste.
Era algo terrorífico. Una pared de nubes en rotación, con sus límites bien definidos, arrastrándose sobre el mar hacia ellos. Un torbellino nublo, salpicado por los chasquidos de relámpagos que recorrían toda su superficie, iluminándola con sus fogonazos. En el cielo, las nubes se estremecían al paso de aquel monstruo, se estiraban y se fundían con sus límites superiores. Mientras se acercaba, el mar se agitaba más y más, y la cubierta de la Taqwa se bamboleaba y crujía de un modo horrible. Pronto llenó todo su campo de visión, como una losa de piedra negra lanzada contra ellos para aplastarlos.
– Pero… ¿qué es?
– Es una tormenta, faquih. Sólo eso -dijo Baba-. Pero si no conseguimos ganar más profundidad esas olas nos van a destrozar.
Piri empuñaba la caña del timón y gritaba sus órdenes a los turcos.
Algunos marinos ayudaban desde el batel a izar el ancla, otros trepaban a los mástiles que se bamboleaban entre el mar y el cielo tormentoso, descalzos por las cuerdas frías y resbaladizas, para desplegar algunas de las velas menores. La idea era alejarse lo antes posible de la costa para evitar que el oleaje los lanzara contra las rocas. Pero el viento estaba aumentando su velocidad y podía destrozar las velas en un instante. Ya había algunas rifaduras que amenazaban con extenderse y rasgarlas.
Lisán contempló todos estos trabajos, sus ojos saltando de un hombre a otro, sintiendo cómo la tensión aumentaba en la cubierta de la Taqwa. Entonces algo lo golpeó por la espalda y lo lanzó de bruces contra el suelo. Se puso de rodillas y comprendió que había sido una ráfaga de viento que se había estrellado contra ellos a una velocidad inconcebible. Su espalda sentía, en ese momento, los aguijonazos de las gotas de lluvia empujadas por aquel vendaval. Cubriéndose los ojos con las manos, para protegerse, se volvió hacia la tormenta. No la vio. Sólo oscuridad brumosa. Estaban dentro de ella.
La Taqwa fue alcanzada entonces por una gran ola que la hizo escorarse hasta que su velamen rozó la agitada superficie del océano. Las cuadernas de la nave emitieron un largo crujido que sonó como el lamento de un animal herido. Sus tripulantes también gritaron, pues el crujido había sonado como si el casco fuera a partirse en dos. Y eso es lo que sucedería si la obra viva de la nave llegaba a quedar en seco. Otro golpe de viento destrozó varias velas, que se rasgaron con un estampido seco, semejante al de un barril de pólvora reventando. Sus restos colgaron hechos jirones, como pellejos en los brazos de un cadáver. Olas de tres veces la altura del palo mayor lavaban la carraca de popa a proa. La lluvia azotaba la cubierta con torrencial regularidad. Los truenos se sucedían, simultáneamente con los rayos que caían a su alrededor. Sus ecos hacían retumbar la atmósfera, como si navegaran bajo el techo de una caverna a punto de derrumbarse. Lisán sintió que la tormenta era un gran monstruo. Los había tragado y ahora los llevaba en el interior de su estómago.
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