Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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Nadie es más elegante que un Banu Sarray , pensaba Lisán, admirando el porte de aquellos hombres. Siempre andaban perfectamente ataviados con sus exquisitos brocados y sus turbantes de muselina, lo que era un poco incongruente en aquella cubierta atestada. Ante la imposibilidad de lavarse a diario, usaban perfumes que habían traído en diminutos y preciosos frascos. Los turcos se burlaban pinzándose las narices al acercarse a los Sarray, como si fueran incapaces de soportar aquel olor.

Ahmed se había ido recuperando poco a poco del malestar que le ocasionaba la inquieta superficie de la nave, pero sabía que nunca se acostumbraría por completo, pues hay hombres cuya naturaleza parece ser contraria al mar. Al menos había aprendido a mantener la comida en su interior, y eso, de momento, era más que suficiente. Lisán intentaba animarlo conversando largas horas con él, tumbados en la cubierta de popa, suspirando por que se levantase algo de brisa.

– Se diría que estamos solos en el mundo, ¿no crees? -Ahmed señaló a lo lejos con el brazo extendido-, que el resto de las cosas han desaparecido y que sólo quedamos nosotros a bordo de esta vieja nave…

Ciertamente, era extraño descubrir los límites de lo humano que establecía la propia carraca. Cuerda, madera, nudos y seres humanos… y más allá un inmenso azul donde éstos no podrían sobrevivir ni un instante sin la ayuda de aquel artefacto.

– Cada vez estamos más lejos de la tierra conocida… -añadió-, y la desolación parece extenderse sin fin frente a nosotros… Se diría que estamos entrando en un universo vacío.

– No, hermano -dijo Lisán. En medio de la inmensidad del mar todo cobraba un nuevo sentido-. Tal cosa no es posible. Fíjate en esta nave -dijo mientras miraba hacia la selva de jarcias que sostenían los mástiles y a los turcos que trabajaban en lo alto-, es sin duda una de las máquinas más complejas inventadas jamás por el hombre, un laberinto de cabos, de centenares de juegos de poleas usados para levantar las vergas y enfocar las velas hacia los vientos. Cada pieza tiene su importancia en función de las demás; ninguna está aislada; ninguna trabaja sola; todas son la Taqwa , la máquina que nos mantiene vivos. La inmensidad nos rodea, es cierto, pero también es tranquilizador pensar que todos y cada uno de nosotros…, incluso el vizcaíno -sonrió-, participamos de Allah, como las olas forman parte del océano. Somos pequeños, es cierto, pero existimos. Y, en nuestra pequeñez, somos capaces de enfrentarnos a los mayores desafíos. Gracias a Allah, alabado sea.

Ahmed le devolvió la sonrisa y apretó con cariño la mano de su amigo.

Siguieron hablando. Algo más tarde, Jamîl se puso en pie, interrumpiéndolos.

– ¡Mirad, señores! -gritó.

Lisán y Ahmed se volvieron hacia la dirección que señalaba el muchacho y ambos dejaron escapar una exclamación de sorpresa. Un grupo de ballenas se agitaban hacia el sur, delatando su ruta las vistosas bandadas de aves marinas que las seguían para aprovechar cualquier resto de sus cacerías. Una de gran tamaño nadó directa hacia la nave, con su cuerpo dibujado por manchas blancas y negras y unos ojos malévolos que todos pudieron distinguir con claridad. Parecía que su intención era chocar contra la Taqwa , pero empezó a sumergirse cuando llegó a un tiro de piedra de la proa. Turcos y andalusíes corrieron hasta el alcázar y la vieron hundirse tranquilamente a través del agua, hasta que desapareció en el abismo verde.

Algunos turcos habían gritado nerviosos desde lo alto de las jarcias, cuando pareció que el monstruo marino iba a cargar contra la nave. Yusuf ibn Sarray rió con los brazos en jarras, rodeado por sus hombres.

Están tan asustados como los turcos , comprendió Lisán, pero son demasiado orgullosos para demostrarlo.

De repente fue sobresaltado por el violento remolino que había aparecido junto a la nave. Se volvió en aquella dirección, a tiempo para ver cómo la ballena surgía de las profundidades. Dio un salto impresionante, sacando casi todo su cuerpo fuera del agua, y al caer chocó con violencia contra la superficie del mar, produciendo un tremendo ruido. Se sumergió y empezó a nadar alrededor de la carraca. Todos corrieron de una borda a otra para observarla y uno de los turcos le lanzó un palo que la bestia atrapó con los dientes y partió en dos.

– ¿Con qué os perfumáis, andalusíes? -gritó Dragut entre carcajadas-. Debe de ser una esencia muy cara, pues hasta los peces salen del agua para oleros.

– Me pregunto qué se ponen sus mujeres -dijo otro de los turcos.

– Sí -rió Dragut-. No me imagino que puedan oler mejor que ellos.

Yusuf ibn Sarray había saltado en busca de su arco. Colocó una flecha en él y lo tensó. Apuntó a la bestia. Disparó. El dardo se clavó en el lomo de la ballena. Ésta no pareció darse cuenta de la herida, pero los Sarray vitorearon entusiasmados a su capitán. Yusuf volvió a tensar el arco y disparó una nueva flecha que también se clavó en la criatura, que se alejó entonces del barco con los dos dardos sobresaliendo de la superficie del agua.

– ¡Menudo monstruo! -exclamó Lisán admirado.

El mameluco, que estaba junto a él, lo miró y dijo:

– Pensé que no creías en los monstruos, faquih.

Bajo su mostacho asomaba una sonrisa cínica. Lisán recordó su conversación en el alcázar, antes de que Ahmed regresara con los Sarray. No habían vuelto a tocar el tema desde entonces, pero la alusión de Baba era una clara invitación a hablar.

– Bueno -dijo Lisán-, de esas cosas quizá tengas mayor conocimiento que yo.

– Es posible, faquih.

– Muy bien. -Lisán se cruzó de brazos y lo miró desafiante-. En ese caso, dime si sabes algo de la tierra a la que nos dirigimos que yo ignore.

– Creo que sí.

– ¿Me hablarás de ello ahora?

Baba se atusó el mostacho y preguntó a su vez:

– ¿Me permitirás ver tus cartas de navegación?

Lisán estuvo a punto de negarse, pero reconsideró su postura. Había tenido buen cuidado de no traducir las anotaciones que contenían las cartas, así que eran incomprensibles para todos excepto para él, que era el único hombre a bordo capaz de leer los caracteres tirios.

Pero Baba le había asegurado que podía leer los símbolos egipcios…

Claro que, en ese caso, ¿por qué se preocupaba? Cuando estuvo en la playa, solo con el mameluco y los turcos, bien podrían haberse apoderado de sus documentos sin ninguna dificultad. No tenía sentido que Baba hubiera esperado a estar en alta mar para hacerlo. ¿O sí?

Necesitaba tiempo para pensar en todo aquello.

– Mañana temprano -le dijo al mameluco-. Ahora hace demasiado calor dentro de la toldilla.

– Cuando gustes -dijo antes de dar media vuelta y regresar con sus hombres.

15

Como cada mañana, Lisán se levantó una hora antes de la primera oración y atravesó la cubierta sorteando a los durmientes. Parecía atestada, a pesar de que un tercio de la tripulación debía permanecer en pie, de guardia nocturna. Pero, al tenderse, el cuerpo humano ocupa más espacio, y la superficie disponible sobre la Taqwa era escasa.

En la caña del timón, iluminado por la luz de un candil de aceite de oliva, montaba guardia uno de los turcos. La ampolleta situada junto a él era un reloj de arena destinado a controlar la duración de la guardia y, más importante aún, a calcular el tiempo para la estima de la navegación, pero el faquih le había añadido un ingenioso mecanismo que le permitía contar las vueltas que la ampolleta había dado. Las anotó con cuidado y devolvió el contador a su posición inicial.

La noche era fresca y el aire muy agradable, pero pronto amanecería. Hacía varios días que soportaban tanto calor que el alquitrán hervía en las junturas de la cubierta. El sol calentaba implacable, el mar estaba tranquilo y ni el viento más frío hubiera podido disipar por completo la calina que reflejaban las aguas. Era una delicia cuando al fin llegaba la noche y la nave se deslizaba en silencio por aquellas aguas negras.

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