Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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– ¡Venecianos, vais a morir! ¡Sentid el temor de Allah!

Yusuf ibn Sarray había alineado a sus guerreros junto a la borda de estribor, listos para defender la carraca. Algunos esgrimían alfanjes turcos para cortar los garfios de abordaje y los agitaban desafiantes sobre sus cabezas. El tufo a zafarrancho había acabado de alejar los últimos vapores de sueño entre la tripulación.

Mientras tanto, Piri fue dando cuerpo a la maniobra con nuevas órdenes. La Taqwa desplegó sus alas al completo. Se inflaron las velas y el viento tamborileó sobre las lonas como un tambor guerrero. Rechinó la arboladura, la nave dio un violento quiebro y varió su ruta. La carraca, con su velamen forzado al máximo, revoloteó sobre el mar como un gordo pato sobre el que planeara un gavilán. Intentaba escabullirse, pero era pesada, torpe como una vieja agarrotada y fondona. Lisán casi creía poder oírla jadear por la falta de resuello. La ágil carabela genovesa se aproximaba, implacable, sobre su flanco.

Baba gritó haciendo bocina con sus manos:

– ¡Ah de la carabela! ¿Cuál es vuestro destino?

– ¡Parad! -gritaron los genoveses, y esto era una orden sin lugar a dudas. Una orden que contenía todas las amenazas posibles para aquel que se atreviese a desobedecerla.

Y así fue. En ese momento, Lisán vio aparecer un fogonazo cerca de la proa de la carabela, acompañado de una nubecita de humo. El estampido le llegó casi a la vez que el estruendo de madera astillada en la cubierta de la Taqwa y los gritos de dolor de un hombre herido. Una sección de la borda había volado. Sus fragmentos, reducidos casi a serrín, seguían lloviendo por todas partes. Vio a uno de los Sarray en el suelo, sujetándose con fuerza una mano de la que goteaba abundante sangre sobre la cubierta.

– ¡A los gerifaltes! -ordenó Baba con voz seca.

Lisán corrió hacia el herido. El Sarray tenía el rostro lívido de dolor. Junto a él estaba tirada su cimitarra, retorcida porque era la que había recibido el impacto de lleno.

– Déjame ver -le dijo mientras separaba sus manos para estudiar la herida.

Dos dedos, el meñique y el anular, habían desaparecido. El pulgar estaba muy magullado, pero Lisán pensó que quizá pudieran salvárselo.

– Has tenido mucha suerte. -Le vendó la mano con un pañuelo para contener la hemorragia-. Allah te ha protegido.

Mientras tanto, el duelo entre los dos barcos continuaba. La carabela no estaba en un ángulo adecuado de tiro y disparar sólo serviría para desperdiciar munición. Sin embargo, Baba, dirigiéndose al turco que empuñaba uno de los gerifaltes, le ordenó:

– Abú… ¡Fuego!

El estampido y la nube de humo debieron de dejar bien claro a los genoveses que no estaban indefensos, pero eso no los iba a detener si su determinación era abordarlos. Lisán pudo distinguir en la cubierta de la carabela a un grupo de hombres en perfecta formación y con los ganchos de abordaje listos para ser lanzados. No tenían el aspecto de simples piratas.

Siguiendo las precisas órdenes de Piri, la Taqwa giró para aprovechar hasta la última brizna de viento en sus velas y sesgó con una hábil maniobra que obligó a los genoveses a replegarse hacia la costa que, en aquellos momentos, estaba demasiado cerca de ellos.

– Baba -dijo Lisán-, ¿no crees que…? ¿Baba?

El mameluco estaba paralizado, los ojos fijos en aquella carabela que maniobraba en una compleja danza con la Taqwa. Aquella nave era más ágil, pero la carraca tenía una masa mayor. Si ambos barcos llegaban a chocar, los genoveses llevarían las de perder. Y Baba observaba aquello con una expresión perdida en su rostro. Está aterrorizado , pensó Lisán. Pero no tenía sentido. Un corsario debería estar acostumbrado a esas situaciones.

La carabela, huyendo de la embestida de la carraca, se fue encerrando ella misma en un estrecho fondeadero de la costa de lecho arenoso. Lo asombroso fue que los tripulantes de la nave genovesa no variaron el rumbo en ningún momento. De modo que la carabela acabó por estrellarse contra el banco de arena. Su quilla se hundió ciegamente en el lecho con un horrible crujido. Las velas se plegaron hacia delante con el aburrido movimiento de un abanico que se cierra. Uno de los palos se quebró, derrumbándose como un árbol talado sobre la cubierta.

El grito de victoria de la Taqwa se superpuso a los distantes gritos de terror de los genoveses. Baba respiró profundamente, parpadeó y recuperó la compostura. Por un instante, el mameluco se unió al júbilo de sus hombres. Luego regresó junto a Lisán.

– Esto demuestra que todas nuestras precauciones eran justificadas -le dijo- y que el albergo genovés sigue detrás de ti. Nos hemos librado de nuestro primer escollo, faquih , pero aún tenemos un largo camino por delante. Te sugiero que empieces a trazar la derrota.

13

Lisán se encerró en la toldilla y fue desplegando sus cartas navales, que eran calcos sobre buen papel de las planchas plúmbeas. Estudió aquel tesoro que sólo él podía comprender. Leyó:

Nuestro Mar ocupa el Centro del Mundo. Tiene una hechura ovalada y posee una única salida, abierta por el dios Melqart en tiempos remotos, llamada «Boquete del mar inmenso» por los de Keftiú, y «Las Columnas de Melqart» por los de Tiro.

Allí atracamos la nave, y los hombres gritaron de terror al contemplar la infinita extensión de agua que se abría ante nosotros, envuelta en desgarrones de nieblas tenebrosas.

«¡Redondo el mar, circulares sus aguas!», exclamaban admirados. Porque así lo veían, rodeando la Tierra como un río infinito que siempre retorna sobre sí mismo.

«Océano de la Muerte», lo llamaron también.

Uno de los varones de Cattarim aseguraba que, a partir de las Columnas de Melqart, se abría el Océano interminable y sus aguas se extendían hasta el infinito. Decía que nadie había visitado esos parajes, que nadie llevó jamás sus naves por aquella inmensidad.

«Las tinieblas cubren con su manto el cielo», decía, «la niebla envuelve el mar y el día permanece siempre oscurecido. Un gran número de monstruos nadan por ese Océano y el terror de fieras sin nombre acecha más allá de los mares».

«He aquí el límite sagrado impuesto por el cielo, y no podemos atravesarlo.»

Sus palabras causaron un gran temor entre los hombres, pero mi señor Talos dijo para que todos pudieran oírlo:

«Una tierra nos espera al otro lado del mar. Os conduciré seguros hacia ella igual que os he guiado a través del fuego de los dioses».

Nos establecimos cerca de una de las Columnas de Melqart y allí nos aprovisionamos de alimentos y esclavos para el sacrificio. Y, antes de abandonar la factoría para internarnos en el océano, mi señor me ordenó dejar indicación de nuestra ruta para que otros supervivientes vinieran detrás de nosotros…

A continuación estaban los datos precisos para guiarse por las estrellas. Y la situación de las tres grandes corrientes que, como ríos que discurriesen por dentro del mar, llevarían cualquier nave hacia la Otra Tierra. Pero ¿para quién dejó Talos esas indicaciones?, se preguntaba Lisán. ¿Para los supervivientes de Thera? Le costaba creerlo. Talos era un extranjero en el imperio Keftiú y no tenía motivos para preocuparse por la vida de aquellos que, al volverle la espalda, provocaran la ira de los dioses, tal y como en el texto se afirmaba que había sucedido. Quizá dejó las planchas plúmbeas para sus compatriotas de Tiro, y por ese motivo estaban escritas en la lengua de esa ciudad y no en la del Imperio del Mar.

Si fue así, no fueron encontradas hasta muchos siglos después, cuando la providencia decidió que su antepasado romano diera con ellas para enterrarlas en los cimientos de su nueva casa. El destino sujeto por Allah había permitido que él las obtuviera al final de esta larga cadena y que dispusiera de los medios para traducirlas.

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