– ¿Has calcado esto directamente de las planchas de plomo?
– Así es.
Baba se detuvo a observar los caracteres tirios reproducidos.
– Es maravilloso -dijo.
– ¿Los… entiendes? -preguntó Lisán con cautela.
Baba alzó la vista y lo miró a los ojos.
– No. Si así fuera no hubiera tenido la necesidad de traerte en este viaje. ¿No crees?
– Ya había pensado en eso. Pero afirmaste que podías leer los caracteres del Antiguo Egipto.
– Ciertamente.
– ¿Cómo aprendiste?
– De una forma diferente de como lo hiciste tú. Alguien me enseñó.
– ¿Quién?
Baba hizo un gesto vago con la mano.
– Carece de importancia ahora. Está muerto…
– Para mí sí la tiene. ¿Quién era?
– Es difícil de decir. Un hombre que guardaba memoria de tiempos muy remotos.
– ¿Cómo es eso posible?
– Me habló de una serie de plagas que asolaron la nación de Egipto, y de cómo un destacamento de soldados del faraón pereció ahogado mientras perseguía a unos esclavos fugados, cuando una gran ola barrió la costa…
– ¿Se trata de los mismos acontecimientos que citan el Corán y la Biblia?
– Es posible. Él me habló de la destrucción de Thera y afirmó que las plagas allí mencionadas tienen su explicación en esa catástrofe que sacudió el mundo antiguo: las tinieblas que cubrieron el cielo, las aguas rojas, la lluvia de piedras…
– Pero eso sucedió hace miles de años. ¿Cómo podría un hombre ser testigo de ello y seguir viviendo?
Baba no le respondió. Sólo lo miró enigmáticamente.
– También me entregó esta joya… -dijo, mientras tiraba de la cadena de oro que siempre colgaba de su cuello. Descubrió un gran medallón dorado con forma de disco y con el borde dentado-. Fíjate en esos grabados… ¿Dirías que tienen relación con los caracteres que tú descifraste?
Lisán estudió el medallón haciéndolo girar entre sus dedos. Era de oro y por lo tanto parecía que el tiempo no lo hubiera rozado, que hubiera sido tallado sólo unos días antes. Pero algo le decía que era el objeto más antiguo que jamás habían tocado sus manos. Contó doscientas sesenta muescas en su borde, cada una de ellas marcada con una combinación de símbolos sencillos. Un sistema de numerar, supuso de inmediato, un punto, dos puntos… y la raya horizontal significaba cinco. En la superficie había otros cuatro símbolos que estaban formados por círculos con círculos menores intersecados. El primero por su lado superior. El siguiente por el derecho. Otro por su lado inferior y el último por el izquierdo. Cuatro dibujos diferentes, que se repetían una y otra vez, hasta formar un anillo. En su centro estaba engarzada una piedra de lapislázuli.
– No es escritura egipcia…
– Eso ya lo sé.
Lisán alzó el disco de oro y miró a través de la gema azul.
– Parece un instrumento para situar estrellas en el cielo, semejante al que yo he construido.
– ¿Es posible? -preguntó el mameluco.
– Pero no logro entender su propósito -dijo Lisán mientras le devolvía el disco de oro a Baba.
– No, quédatelo. Quizá si lo estudias con más calma puedas descubrir algo sobre él.
El faquih asintió y se colgó el disco del cuello.
– Ahora, dime: ¿quién era ese hombre del que aprendiste tantas cosas?
– Es cierto que aprendí mucho de él -dijo Baba sin responder a la pregunta-, pero no el modo de viajar hasta la tierra situada al otro lado del mar. Por eso fui muy afortunado al encontrarte.
– ¿Te habló de la tierra hacia la que nos dirigimos?
– Así es -dijo el mameluco-, un mundo desconocido que está frente a nosotros, esperándonos. Y tú sabes cómo llegar a él.
– Dime quién era ese hombre. Dime quién eres tú.
Baba negó moviendo su cabeza.
– No lo haré, faquih. Si supieras quién soy, te negarías a continuar este viaje en mi compañía. Antes te arrojarías al mar que seguir respirando el mismo aire que yo respiro.
– Eso es absurdo.
– Piensa lo que quieras -respondió Baba atusándose el bigote-. De momento, basta con saber lo que ya te he contado. Tú tienes tus secretos guardados en esos caracteres que sólo tú entiendes, y yo tengo los míos. Debemos continuar nuestro viaje y quizás algún día podamos confiar plenamente el uno en el otro.
Así lo haré , asintió Lisán para sí. Para bien o para mal, ya he elegido mi camino.
Cualquier posibilidad de reconsiderarlo había quedado muy atrás.
Y se alejaba más a cada instante que pasaba.
Y ¿cómo sabrás qué es la calamidad?
El día que los hombres parezcan mariposas dispersas
y las montañas copos de lana cardada.
Al carea, 3-5
Tras un mes de navegar por el mar Tenebroso, siempre hacia Poniente, los gritos del vigía anunciaron que al fin tenían algo frente a ellos.
Era la puesta del sol, y Lisán, esforzando los ojos, apenas logró distinguir una silueta oscura recortarse contra el ocaso. Distaba unas veinticinco leguas de su posición y podía tratarse sólo de una gran masa de nubes. Últimamente habían visto turbiones tan espesos que parecían de granito, pero éstos, en ocasiones, podían señalar la presencia de tierra, por lo que valía la pena investigar un poco más.
Trajeron una de las jaulas llenas de pájaros y los soltaron. Inmediatamente volaron en aquella dirección, lo que les demostró que allí, realmente, había algo. Navegaron durante toda la noche y con las primeras luces pudieron confirmar que se trataba de una costa. Lisán se preguntó si era la de aquel Otro Mundo hacia el que se encaminó Talos el Rojo.
Habían recorrido más de tres mil millas a través del océano desconocido, estaban al límite de sus fuerzas y con la moral tan agotada como sus cuerpos, por eso no fue extraño que las voces de alegría se transformaran en gritos de furia cuando el mameluco dio la orden de mantenerse lejos de aquella playa desconocida. Por un momento, Lisán creyó que la fidelidad con la que los turcos acataban cada orden de Baba iba a acabar en ese preciso instante. Obedecieron, como tantas otras veces, pero con malos gestos y murmuraciones.
– ¿Qué pasa? -le preguntó al mameluco.
– Fíjate en eso -señaló-. Arrecifes.
Lisán distinguió varias manchas de espuma blanca sobre la superficie verde oscuro del mar. Sin duda estaba algo picado, pero no parecía haber peligro.
– Podemos sortearlos. Los hombres necesitan pisar tierra firme.
El mameluco alzó los ojos hacia el cielo y dijo:
– Se prepara una gran tormenta. Nada comparable a las que hemos sufrido hasta ahora. Nuestra única oportunidad está en mar abierto, cerca de una costa seremos destrozados cuando las olas nos lancen contra los arrecifes.
El faquih estudió los cúmulos de nubes que se iban formando sobre sus cabezas, como gordos y negros intestinos retorciéndose entre espasmos. A lo lejos se abatían algunos rayos sobre el mar.
– Si la situación es tan grave, deberíamos atracar… ¿No crees?
– En ese caso perderemos la nave y quedaremos varados en esa costa para siempre. Y es posible que se trate sólo de una isla.
– ¿Por qué piensas eso?
– Es Piri quien lo cree, por la forma del banco de nubes que hay prendido a ella. Y yo también tengo esa sensación.
Lisán dio unos pensativos pasos por la cubierta antes de decir:
– ¿Cuánto tiempo calculas que tenemos antes de que empiece la tormenta?
– Es difícil saberlo, pero no más de seis horas.
– Iré con unos hombres en el batel. Buscaremos agua y víveres frescos. Eso los tranquilizará.
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