Me volví.
-Espera. Lo olvidaba -continuó-. ¿No habías dicho que ibas a pagarme por traerte?
Por supuesto, se había acordado. Las cosas siempre son susceptibles de empeorar, a fin de cuentas.
-Eso dice el Negocio.
Volvió a examinarme de arriba abajo.
-¿Qué es eso con lo que te sujetas el pelo?
Era un cordel de cuero con algunas cuentas. La había olvidado en mi primer inventario, pero tampoco habría importado que no lo hiciera: no valía lo que una carrera desde la Orilla.
-Tiene un gran valor sentimental para mí -mentí, un acto reflejo-. No puedo separarme de ello.
-Sí, sí que puedes. -Y alargó la mano, con la palma hacia arriba.
Una vez más, había derribado los rituales del Negocio con brutal simplicidad, desollando la última capa de urbanidad de una transacción ya de por sí dudosa. Me invadió una mezcla de fatiga y consternación. Me arranqué el cordel del pelo y lo deposité en su mano. Sus dedos la apresaron con perturbadora determinación y asintió.
-Muy bien. La atesoraré eternamente. Adiós, Gorrión, y cuidado con los gatos.
Con una nueva y vívida sonrisa, cerró la escotilla.
La seguí con la mirada hasta que se perdió de vista y más aún, hasta que se hubo posado el polvo de gravilla levantado por su vehículo. Luego, doblé cuidadosamente la esquina y me dirigí a Del Corazón, para mendigarle cinco minutos de teléfono a Beano.
1.1: un empacho de transacciones
Del Corazón olía a pachuli, cuero e incienso Fast Luck, y dentro hacía un calor asfixiante. De no haber sido viernes, habría estado cerrado para que no entrara el calor del mediodía. Pero algunos negocios se hacen mejor cuando la gente está durmiendo. Del Corazón estaba abierto, aunque no fuera para mí.
Beano era una estatua de cera viviente a la luz tenue de la tienda, cubierta por una resplandeciente, fina y regular capa de transpiración. El sudor oscurecía la parte delantera de su ajustado top rojo. Le pedí el favor.
Puso sus dos blancas manos sobre el mostrador de cristal, entre una bandeja de dermatintes brillantes y un estante de ligueros de cuero patentados y me dirigió una larga mirada de color rosa desde detrás de sus marfileñas pestañas.
-Nada es gratis -dijo en voz baja. Beano nunca levantaba la voz.
Sentí una oleada de brusco e incauto alivio. Había escapado del bosque de las hadas y había regresado al mundo real, donde volvía a estar a salvo. Nada es gratis. El propio Beano era un peligro al que estaba acostumbrado. Hice acopio de fuerzas y me lancé a la refriega.
-Bueno, y cinco minutos al teléfono es eso, nada. De hecho, estoy haciéndote un favor. Beano, mi hermano *. Mientras yo esté usándolo, nadie podrá llamarte.
-No hay más que un centenar de teléfonos en toda la ciudad. No me llaman mucho.
-Sí, pero sé lo mucho que odias que te molesten en viernes. – Arrugué la nariz como un conejo de dibujos animados-. Mmmm. Un olor nuevo. Qué interesante. Casi como… -dejé que mi voz se fuera apagando diplomáticamente. Tosco, pensé, pero eficaz.
Beano aceptaba tres tipos de moneda: contante y sonante, carne y hueso e información, y prefería las dos primeras. Yo usaba sobre todo la tercera, a menudo en la dirección opuesta a la que él pensaba. No solía llevar buenas cartas pero a menudo me sentía como si estuviera en manos de la Providencia, y eso me nublaba el juicio. (También le había dado dinero cuando lo había tenido y había podido permitírmelo. Pero nunca la segunda alternativa. Carne nunca. Nunca.)
-¿Casi como qué? -dijo.
Fruncí los labios.
-No, perdóname, no puede ser eso. Y si lo fuera, estoy seguro de que sería perfectamente legal.
Beano se inclinó y abrió la parte trasera del expositor. Seguí con la mirada el movimiento delicado de sus grandes y blancas manos, con el dorso cubierto de un vello escaso pero asombrosamente largo y las uñas largas, gruesas y afiladas, sobre la mercancía. Era como estar viendo a una araña de las cuevas. Las yemas de los dedos pasaron sobre unos cuchillos con inscripciones españolas en la hoja, un collar hecho con la piel de una serpiente de cascabel con los colmillos intactos, un par de brazaletes de plata, grabados y entrelazados y con la cara interior erizada de pequeñas espinas. Aparté la mirada.
-Mira -dijo Beano y dejó algo sobre el mostrador. Volví a mirar. Era una cajita cubierta de terciopelo rojo oscuro y forrada de satén negro. Sobre el satén descansaban seis agujas de hueso, perfectamente ordenadas, con el extremo grueso rebordeado e irregular, como recuerdo de la articulación de la que habían formado parte en su día, y las alargadas puntas brillantes y pulidas-. ¿Sabes para qué sirven? -me preguntó.
-No.
-¿Quieres saberlo?
Tragué saliva, incapaz de evitarlo, aunque sabía que él me vería hacerlo.
-No.
Cerró bruscamente la caja registradora y yo di un respingo. Sus manos aferraron el borde del mostrador. Los músculos de sus antebrazos se tensaron como cables.
-Algún día -dijo- puede que te lo enseñe.
-¿Eso quiere decir que puedo usar el teléfono?
Beano sonrió lentamente.
-Claro. Claro que puedes.
Es posible echar en falta cosas que nunca has tenido. Cabinas telefónicas, teléfonos fijos, móviles, teléfonos rojos para hablar con Moscú… En las películas se dan por hecho. No sé lo que hacía falta en aquella edad de oro para instalar un teléfono, pero no puede ser algo tan complejo como el sistema de influencia, chantaje y sobornos de la ciudad. Y seguro que ofrecía un servicio mejor que la penosa colección de líneas compartidas de A. A. Albrecht.
El teléfono se encontraba en la pared de una sala que había detrás de la tienda, donde se almacenaba la mercancía extra. La cosa que había en la parte delantera del estante estaba hecha de un cuero negro tan fino como el papel, con un forro de seda rosa. Era un material tan liviano que colgaba sin forma, imposible de identificar. Un traje, probablemente. Pero tenía unas finas cuerdas de cuero a intervalos regulares y un alambre metálico colgado de uno de sus lados. Traté de no mirarlo mientras escuchaba el timbre del teléfono del último piso de Sherrea. Ocho tonos. Si no respondían… En fin, podía intentarlo después. Pero no me sentía con ganas. La conversación que acababa de mantener con Beano parecía haber agotado todo mi crédito. De repente, era desesperadamente importante escuchar la voz de Sherrea, aunque solo fuera para decirme que me fuera al Infierno.
Y entonces oí el esperado clic .
-¿Qué pasa? -No era ninguno de los vecinos, sino la propia Sher. Su voz sonaba más cascada de lo que podía achacarse a la línea telefónica. Claro, la había despertado. Apenas pasaban de las doce.
-¿Sher? Soy Gorrión -dije casi gritando.
-¿Mmmh? ¿Y qué ocurre?
-Necesito que me eches las cartas.
-Ah, mierda. ¿ Tú qué te has creído, que he hecho un juramento hipocrático? -Hubo un momento de pausa antes de que prosiguiera-. Llámame cuando haya salido la luna.
-Sher… -Abrí la boca para replicar, ofreciéndole todos los incentivos, míticos y reales, que acudieron a mis pensamientos. En aquel momento me parecieron todos frágiles y poco interesantes. Cerré la boca, volví a abrirla y, casi sin darme cuenta, me oí decir-. Sher… por favor.
Hubo otra pausa repleta de estática.
-¿Qué pasa? -Había alarma y suspicacia mezcladas en su tono, pero la suspicacia llevaba la voz cantante.
-Me he despertado en la orilla del río. Entre ahora mismo y las nueve más o menos de la noche de ayer, hay un vacío donde debería de estar mi vida.
Silencio al otro lado. Era una negociante dura, pero no muy rápida, en especial cuando acababan de sacarla de la cama. Pude oír cómo trataba de calcular lo que podía valer mi desesperación.
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