Emma Bull - Danza de huesos

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América se encuentra sumida en el caos. Cincuenta años atrás, experimentos en bioingeniería dieron como resultado Jinetes con la capacidad de “cabalgar” las mentes de otros humanos, modernos vampiros que fueron utilizados como arma en guerras y espionaje, lo que desembocó en el Desastre. Tras servir de involuntario anfitrión a dos de estos telépatas supervivientes, Gorrión (Sparrow, en la contraportada del libro), descubre que está implicado en una compleja trama de poder, por lo que decide encaminar sus pasos en la resolución del misterio que entraña su propia existencia. Sin embargo, en una sociedad implacable donde todo tiene un precio, revelar un secreto o buscar ayuda puede ser tomado por un síntoma de debilidad y, quizás, una sentencia de muerte.
Al margen de la exótica presencia del vudú, tal vez el elemento más original de la novela sea su estilo narrativo. En apariencia burdo y caótico, hace gala de una fuerte carga expresiva y un original enfoque indirecto caracterizado por un irónico pesimismo, todo ello acorde con la personalidad del protagonista. Pero nadie mejor que la propia Emma Bull para describirlo quien, en un alarde de naturalidad metaliteraria, utiliza a sus personajes para ello: “mas que una narración es una cadena de imágenes sin sentido” o, referido al punto de vista del narrador, “un desapasionado y cínico observador que gobierna la cabeza”. Especial atención merecen a mi juicio los afilados diálogos, auténticas luchas de personalidades contrapuestas que denotan una negociación constante (y una latosa querencia por el melodrama). No obstante lo anterior, en el citado epílogo la autora torna hacia una escritura más convencional, lo que demuestra la voluntariedad de todo el proceso y su versatilidad de registros.
«Danza de huesos» fue finalista de los principales galardones del género: Hugo, Nebula, World Fantasy y Philip K. Dick. Con el tiempo ha adquirido una pátina de obra de culto que, sinceramente, no alcanzo a comprender, aunque no carezca de valores como un sorprendente enfoque de la identidad sexual (buena parte de la novela bascula alrededor de la incógnita que supone el sexo del protagonista, el traductor la resuelve de forma salomónica: unas veces le asigna el género masculino y otras el femenino.) y una pintoresca hibridación de tarot, vudú y alta tecnología que añaden un nota de color y convierten la narración en algo más cercano a la fantasía oscura que a la ciencia ficción.

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-Ajá. Y yo puedo ayudarte.

-Puede -respondí, obedeciendo a mi vieja prudencia, que volvía al fin a asomar la cabeza.

- Chica *, no va a salirte gratis.

-Estoy trabajando en ello, Sher.

-¿Qué quieres decir -preguntó en un tono ominoso- con eso de que estás trabajando en ello?

-Una de las cosas que me pasó mientras no estaba consciente es que mi dinero desapareció.

-Pues consigue más.

-Lo tengo en mis… ah, otros pantalones. Que están guardados en la Feria Nocturna.

-¿Desde dónde me llamas?

-Del Corazón.

-¿Con qué has pagado a Beano?

-Con amenazas y promesas -respondí.

Sherrea dijo algunas cosas en un idioma que yo no hablo. Luego continuó:

-Es una larga caminata y te la mereces. ¿O acaso estás pensando en timar a algún desgraciado para que te lleve?

Doce manzanas y cuatro pisos. Bueno, después del reparador viaje de antes…

-Iré andando.

-Luego me deberás una, Gorrión, ¿estamos?

-Sí, te deberé una. -Sentí una oleada de inesperada, servil e indecente gratitud. Otra deuda para los libros…, pero esta con Sherrea. Que yo supiera, nunca se había cobrado las deudas en carne.

-Como llegues en menos de veinte minutos, me preparo tu culo para desayunar.

Tardé treinta. Seguí la ruta que rodeaba el flanco oriental de la Feria Nocturna, aprovechando la poca sombra que ofrecían unos arbolillos raquíticos. Varias veces, cuando la curva del mundo se volvió demasiado pronunciada como para escalarla, tuve que ayudarme de la valla para continuar. Otras me limité a sentarme en la acera, jadear y sujetarme la cabeza con las manos. Dos niños negros, con pendientes de cobre de la Sociedad Leopard en las orejas, se dedicaron a tirarme fragmentos de pavimento. Cogí un poco de tierra de las plantas del bulevar, escupí en ella y cerré el puño a su alrededor, mientras canturreaba en una mezcla bastarda de español, criollo y Iao *. Entonces me quedé mirando a los chicos. Respondieron haciendo grandes exhibiciones de valor, pero se marcharon. Cosa que fue una suerte. ¿Qué iba a hacer cuando hubiera soplado la tierra hacia ellos y no se convirtieran en arcilla, cogieran la lepra o lo que fuese que temían?

Más lejos de la Feria, el tráfico era más denso. Tuve que sortear bicicletas, alguna que otra moto y peatones más resueltos que yo, esto es, todos. Un sedán plateado con ventanas tintadas y la insignia de un greenkraal ** de la zona norte estuvo a punto de terminar con mis problemas en mitad de LaSalle. Salté a la isleta mientras sus ruedas chirriaban sobre el asfalto. En fin, bien está lo que bien acaba.

Mientras tanto, buscaba un polvoriento triciclo con la mirada y trataba de captar su apagado gruñido en medio del ruido. No tenía la menor idea de lo que haría si lo encontraba.

La fachada del edificio de Sherrea estaba hecha de baldosines amarillentos y una fila tras otra de diminutas ventanas, con una puerta que originalmente había sido de cristal y ahora era de acero de color gris, infinitamente más práctico. Lo habían construido en el pasado siglo, cuando la prosperidad debía de excusar la fealdad. Antes los pasillos eran negros e idénticos y las escaleras, tubos hechos de bloques de hormigón sin el menor rasgo distintivo, con escaleras de hierro. Ahora la hiedra trepaba hacia el cielo que se veía al final de las escaleras, donde alguien había convertido una trampilla en un tragaluz. Las glicinias le salían al encuentro desde el tejado. Desde los aleros asomaban cosas variadas: grotescas caras de madera tallada, fotografías viejas de gente que parecía estar sonriendo, postales desteñidas… Una serpiente pintada ascendía enroscándose por el pasamanos de la escalera: roja, negra y amarilla en el primer piso; azul, gris y verde en el segundo; púrpura, verde y naranja en el tercero; azul, roja y amarilla en el cuarto. En todos los descansillos había lámparas de pie con gruesos cirios encima.

Las puertas de las escaleras estaban todas numeradas, como si los residentes no fueran capaces de identificarlas al llegar a casa. El «4» era un hombre verde y alargado, ataviado con un taparrabos y con un brazo extendido y plegado. Cuando finalmente llegué hasta él, me sentí muy feliz de verlo. Tras él, el pasillo estaba decorado con frescos de patios romanos desiertos. La puerta de Sher era el centro de una fuente: llamé golpeando con los nudillos la barriga de una ninfa pintada.

Me recibió el rostro de Sherrea, y una capa tras otra de ropa de color púrpura. El color astral de los hechiceros, según me había dicho en una ocasión. Tenía el negro cabello húmedo, peinado y pegado a la cabeza, pero esto no duraría mucho. Había un cigarrillo entre sus labios teñidos de blanco, consumido casi hasta el filtro.

Al verme, sus grandes ojos oscuros se abrieron un poco más, lo que hizo que pareciera casi tan joven como era.

-Gorrión. Santa Madre Virgen -dijo, sin quitarse el cigarrillo de la boca-. Entra y túmbate.

-Ya he estado un buen rato tumbado -dije, acordándome de la orilla del río.

-Pero no te ha sentado nada bien. Algo malo te pasa, chica. ¿Qué es?

O bien es una auténtica médium o bien yo no tenía tan buen aspecto como de costumbre.

-No lo sé. No estaba allí cuando ocurrió. Supongo que también tengo un poco de insolación.

- Oya. ¿No hace falta una nota que explique esto? ¿Es una simple exclamación? Bueno, pues no pienso dejar que te sientes en mi salón así.

Me preparó un baño. Estaba más que dispuesta a dármelo ella misma, pero me negué en redondo. Insistió en que dejara la ropa fuera para poder lavarla (un gesto inesperadamente práctico de su parte). Lo hice y luego cerré la puerta.

El baño era el lugar del apartamento que más se parecía a su propietario. Oscuro -probablemente fuera allí donde se maquillara-, chales de cachemira, helechos con forma de visitantes del espacio exterior, incienso, cuencos de bronce. Diferentes tarros de cristal (de mermelada y mantequilla de cacahuete y salsa picante, elevados por encima de su condición) llenos de hojas y flores secas, y polvos, con una mezcla de aromas que inducía a pensar en medicinas y guisos calientes. El espejo era como un estanque atisbado entre la vegetación. Estaba casi tapado por colgaduras de terciopelo decoradas con imágenes borrosas de flores que parecían carnívoras.

Pasé mucho rato en el baño. Puede que incluso llegara a dormirme. Lo que sí sé es que cuando Sherrea aporreó la puerta y gritó: «¿te has muerto en mi cuarto de baño?» me incorporé dando un respingo, con el corazón golpeteándome el pecho como una polilla contra una ventana. La bañera se desbordó y cayó agua al suelo. Ya no estaba caliente.

Cuando salí de la bañera, mi reflejo apareció entre las colgaduras de terciopelo que rodeaban el espejo, como un doppelganger * en el claro de un bosque. Había luz suficiente para ver el cardenal descolorido que tenía en la mejilla. El resto de mi cara lucía una interesante tonalidad espectral. Como si me hubiera desangrado. Decidí que lo que le pasaba a Sher era que estaba celosa. Ella siempre había querido parecer un vampiro en período de instrucción. No me extraña que la mujer del triciclo, la del nombre vulgar, creyera que me había atropellado. Parecía que lo hubiera hecho y luego hubiese vuelto a pasarme por encima. Encontré un peine entre la cristalería y lo usé para desenredarme el pelo pero no pude encontrar nada con lo que recogerlo.

Tuve que ponerme una sábana para salir al salón. Tenía rayas rojas, blancas y azules y me pregunté para qué la usaría Sher cuando no estaba envolviendo a un cliente mojado. No podía imaginármela durmiendo en ella. El salón tenía una alfombra de nylon/celulosa reprocesado de color verde y paredes que recordaban a la piel de una berenjena, negras y de un intenso color púrpura. No sé de qué color era el techo: estaba cubierto con un paracaídas que colgaba como una tienda de campaña. Uno de verdad, con las manchas que había adquirido en las festividades anteriores al Big Bang. No sé por qué lo tenía Sher allí. A mí me gustaba pensar que era como un icono de la segunda Caída, una nueva manzana. Había cosas cosidas y cosas colgando: un mitón de niño, un rosario azul, un disco de 45 rpm medio fundido, un puñado de estrellas de cartón brillante…

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