Hay gente que los compara con los conejos en primavera. Puede que le tengan miedo a los conejos. Los Turbados son pálidos y flacos, como si estuvieran hechos de alambre, y cuando bailaban, sus brazos y piernas se entrecruzaban como celosías hechas de piel y hueso. La ropa que llevaban no era apropiada para el calor, pero tengo entendido que no lo notan, ni el frío, ni en realidad cosa alguna aparte de la pasión de los tambores que resuenan por sus venas.
Los niños de la noche, que todos los días, al ponerse el sol, traen el dinero de sus padres desde los últimos pisos de las torres o de las fincas valladas de los parques que jalonan la ciudad, siguen a los grupos de Turbados como gaviotas detrás de un carromato de basura. Tratan de copiar sus pasos. Pero su baile no tiene patrón, ni repeticiones y lo que lo provoca es el mismo defecto o enfermedad que hace palpitar la sangre de los Turbados y une su mente en comunión. Los gafes dicen que los Turbados son algo así como unos parientes suyos pero, que yo sepa, los Turbados no se dan cuenta de ello. Los niños de la noche los siguen en busca de profecías, de cualquier palabra que puedan repetir luego en los clubes nocturnos para revestirse de un barniz de elegante fatalismo durante unas pocas horas, hasta que aparece cualquier otra novedad.
Pero yo nunca abría las galletas de la suerte, ni metía dinero en la máquina de Sopesa-tu-Suerte en la Galería de Juegos * , ni les pedía profecías a los Turbados. A mí nadie podía convencerme de que el futuro estaba ya previsto. Y si lo estaba… En fin, el mejor amigo del futuro es el pasado, y con este no me hablaba. Las profecías son fe para los ignorantes y diversión para los ricos, y yo no era ninguna de las dos cosas. Los Turbados no podían saber nada sobre mí.
-Retoño -dijo uno de ellos-, cosa ancestral, muy lejos de casa.
Los aciertos casuales no cuentan. Cuando quería, sabía cómo volverme tan invisible como le es posible a una criatura de carne y hueso. Un Don Nadie en una calle llena de gente idéntica. En aquel momento mi magia no parecía estar surtiendo efecto.
-¡Largo! -grité.
-A un solo paso de casa -dijo otra voz, más aguda.
-A un lado. -Un tercer Turbado.
El cuarto:
-Y al otro.
-No tiene casa.
-¿Y vosotros no tenéis casa? ¿No tenéis familia?
Todos parecían encontrarlo hilarante. Teniendo en cuenta que se supone que poseen una sola mente, era como cuando uno se ríe de sus propios chistes.
A estas alturas, no habría sabido decir si alguna de las voces la había oído ya.
-Alejaos de mí -dije-, si no queréis que haga daño a alguno de vosotros. -La parte de mi mente que se encargaba en aquel momento de pensar, alejada del resto de mí, se sorprendió al reparar en el tono chirriante de mi voz-. O puede que a más de uno -añadí, sólo para probar que podía.
-Eres el concepto inmaculado -canturreó un Turbado, mientras acercaba su rostro, masculino o femenino, al mío. La piel, entre las rayas de pintura gris que la tapaban, era opaca y parecía agrietada; el aliento que arrastraba las palabras era espeluznantemente dulce-. Eres la carne hecha verbo. ¿Qué piensas hacer al respecto?
-¿Adónde lleva tu camino?
-Este es el camino, mira, este.
Me rodeé la cabeza con los brazos, como si estuviera protegiéndome de una bandada de aves furiosas.
-¡Largo! -grité, y esta vez ni siquiera a la parte pensante de mi mente, acobardada en su rincón, le importó si me oía todo bicho viviente en el puente. Así supe que estaba empezando a asustarme.
-¡Camino!
-¡Camino!
Estaba encerrado en una valla de huesos que cantaban con voz de cuervos y si no escapaba de ella inmediatamente, iba a obligarme a caer de rodillas golpeándome con mis propios secretos. Cerré los ojos y la emprendí a puñetazos.
Los Turbados respondieron lanzando gritos de alegría y transcurrió un momento antes de que comprendiera que no los había alcanzado con los puños. Abrí los ojos. Había una abertura en el círculo, así que me lancé hacia ella a toda prisa y escapé por el bosque de peatones y sombrillas. Si no hubiera tropezado con una manta llena de cazuelas y sartenes y no hubiese resbalado en el bordillo de la acera, no estaría escribiendo esto. O puede que sí. Ya he mencionado lo de los hilos… Con un tintineo de aluminio y hierro forjado, caí de espaldas sobre el pavimento, a escasos centímetros de la trayectoria de un vehículo de tres ruedas que estaba dispersando el tráfico de peatones a derecha e izquierda. El conductor tocó el claxon, viró y, con un patinazo, se detuvo bruscamente.
Los Turbados estaban gritando y… ¿vitoreándome? ¿Quién sabe qué cosas vitorean los Turbados? ¿Acababa de emprender el «camino de regreso a casa» o el «camino de no regreso a casa»? ¿ O tenía algún significado todo aquello?
El triciclo llevaba un equipo de viaje completo, capota anti-lluvia incluida, y un acabado de barro y polvo recubriendo el techo. Cuando se abrió la escotilla, el sello despidió una lluvia de copos de barro y el conductor salió de la abertura con asombrosa velocidad y economía de movimientos. Habría costado decir qué pronombre le correspondía a la persona que se ocultaba debajo de las gafas tintadas, el casco, el arrugado mono y la capa de polvo. Él o ella se había arrodillado junto a mí antes de que tuviera tiempo de incorporarme.
-¿Te has golpeado? -Una voz rápida y concisa, cuyas tonalidades medias emergían crepitando de la ronquera para cobrar resonancia. La piel de la angulosa barbilla, por debajo del polvo, nunca había necesitado un afeitado y cuando la mano derecha se libró del guante de cuero teñido, vi unos dedos maltratados pero relativamente finos. En mi fuero interno, aposté por una «ella». Los dedos me cogieron la barbilla antes de que pudiera esquivarlos.
Todo se inclinó cuarenta y cinco grados. Mi visión estaba clara pero, por un momento, me sentí como si estuviera en cuclillas sobre un tejado sin ningún sitio donde sujetarme. Entonces, el mundo regresó en tropel. Las gafas oscuras de la conductora me devolvieron sendas imágenes de mí, con los ojos ligeramente hinchados. ¿De qué coño era aquella resaca?
-No -dije-. No me has dado.
Se quitó las gafas, las cerró y se las guardó en el bolsillo del pecho. Tenía unos ojos negros, rodeados por un cerco de piel morena y limpia, gracias a las gafas, que la habían protegido del polvo más que la capota del triciclo. Me miraba con el ceño fruncido, como si yo acabara de confesar algo peor que no haber sido atropellado por su vehículo. Entonces una expresión amable y despreocupada reemplazó la hostilidad… O no, más bien la cubrió, como si fuera una máscara.
-Supongo que podría hacer otro intento -dijo con tono reflexivo-. ¿No? Pareces tan ofendido…
-No por tu puntería, te lo prometo. Perdóname -dije, y me levanté. Demasiado deprisa. Ella me sujetó por el torso.
-Uau, calma, chico. Arriba es por ahí. Pon un pie aquí, y luego el otro… Eso es. -Se apartó un paso y yo me tambaleé, pero nada más-. Y ahora, ¿hay alguien que se te pueda llevar o estás condenado, como un proyecto de obras públicas grabado en cemento, a decorar este puente para toda la eternidad?
Es cierto que nada de lo que yo había dicho o hecho hasta el momento inducía a pensar que pudiera andar por las calles sin ayuda.
-No, estoy bien. Sólo voy a las Profundidades. -Eso sí que no tenía el menor sentido. No obstante, era cierto que si lograba llegar a las Profundidades, todo estaría bien. O al menos eso me decía mi instinto de supervivencia. Miré a mi alrededor y vi que los Turbados habían desaparecido. Supongo que ya no les resultaba interesante.
La mujer enarcó las cejas: pregunta delicada al canto.
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