Hubo un silencio, en el que decidí que estaba tratando de averiguar qué había querido decir con aquellas últimas palabras. Si me preguntaba, pensaba decirle que lo averiguara solo.
-Habla como si no creyera en los Jinetes.
A veces me asalta una profunda y devastadora sensación de pérdida por algo que nunca he tenido: el mundo, tal como era antes. Esta fue una de ellas.
-Por supuesto que creo en los Jinetes. Lo que no creo es que alguien tuviera la mala suerte de grabarlos en una película.
-¿Rechaza el trabajo?
Sacudí la cabeza.
-La buscaré. Llevo años haciéndolo. Pero no voy a encontrarla. Ahora no. Si alguna vez hubiera existido, ¿cree que quedaría alguna copia?
-Quinientos -dijo.
Levanté las cejas.
-Mil, en metálico. Y puede dar gracias a que no le pida la mano de su primogénito y la mitad de su reino.
-Nadie le pagaría mil por una condenada película.
-Entonces, si la encuentro, nadie la tendrá.
Un largo y oneroso silencio.
-Si la encuentra -dijo al fin, con una voz tan ronca que parecía oxidada-, tráigamela.
Sonreí y reprimí el impulso de hacer una reverencia. No habíamos acordado el precio, pero coincidíamos en que aquella cifra marcaba la frontera de un país en el que estábamos dispuestos a librar la batalla, si surgía la necesidad.
Abrió uno de los cajones de un escritorio, guardó Cantando bajo la lluvia en él, lo cerró y echó la llave. Como ocurre en ocasiones, cuando una gran cantidad de dinero cambia de manos en una atmósfera de escasa tolerancia, de repente se volvió cordial. Con un gesto, señaló una esquina de la sala, situada a menor altura, y dijo:
-Ahí abajo hay gente que considera que doscientos en oro es una fortuna, hijo. ¿Qué piensa hacer con el dinero?
Sonreí. Si no lo veía, seguro que lo oiría en mi voz.
-Oh -dije-. Creo que me tomaré un buen desayuno.
Y ese tendría que haber sido el fin del asunto, pero puede que, con una fortuna en el bolsillo, mi mente no pensara con la misma claridad que de costumbre.
-¿La ha visto? -le pregunté.
La pregunta lo sorprendió tanto que metió la cara en la luz. Entornó la mirada y sus ojos se perdieron bajo la carne pastosa y blanquecina.
-¿Cómo dice?
- Cantando bajo la lluvia. ¿La ha visto? -Gente bailando sobre los sofás, colgándose de las farolas y apilando muebles sobre el tutor de dicción. ¿Es que sentía una pasión secreta por las estupideces?
-No.
-Entonces, ¿cómo sabe que la quiere?
Su respuesta apareció en su cara, despectiva y estupefacta al mismo tiempo. El dinero me hace formular preguntas estúpidas. La quería, naturalmente, porque nadie más la tenía.
-Al final Debbie Reynolds muere -le dije.
Cinco minutos después estaba en el ruidoso ascensor, bajando del último piso del edificio más alto de la ciudad, con más dinero en el bolsillo que en toda mi vida, en el centro, literalmente, de la riqueza y el poder. Y si todo esto me hacía sentir algo era, más que nada, náuseas y miedo. Cuando volviera a estar en la calle, en un lugar que hubiera recibido alguna vez los rayos del sol, me repondría.
Pasé junto a la mesa de la entrada, saludé con la cabeza al hombre que estaba sentado detrás y salí, tratando de aparentar que no estaba huyendo como alma que lleva el Diablo. Me volví hacia la derecha y, mientras me sumergía en el animado pandemonium matutino de las calles, sentí que la tensión de mis hombros remitía.
Había hecho un buen trabajo, decidí después de pensarlo un poco. Aquel edificio, aquella oficina y aquel cliente, siempre me hacían sentir una mezcla de claustrofobia y pequeñez, pero a pesar de ello, con la mente centrada en el Negocio, había conseguido que todo marchara como la seda. Puede que hubiera imitado un poco al Humphrey Bogart de El halcón maltés, pero hay papeles peores en el mundo.
Compré huevos, pimientos y un poco de queso desmenuzado en tres puestos diferentes, me los llevé a una barbacoa ambulante y encargué una tortilla con ellos.
Después de desayunar, cogería un bici-taxi y pagaría el largo, larguísimo trayecto a las afueras del oeste de la ciudad, donde, según un carroñero de cultura que conocía, había un almacén sellado que contenía lo que quedaba de una empresa de edición de vídeo. Sería, desde mi punto de vista, un día perfecto.
Pero había caos en su interior. Así es como empieza el cáncer: una célula o dos, mutadas, empiezan a dividirse, en secreto durante semanas o meses hasta que, de repente, la transformación se anuncia a sí misma y el organismo entero empieza a marchitarse por su causa. Las células mutaron aquel día, aunque yo no lo supe hasta varias semanas después.
Envoltura
Muerte, regreso
Waite: inercia, sueño, letargo, petrificación, sonambulismo, esperanza frustrada.
Gray: estancamiento. Fracaso de la revolución o de otra forma de cambio violento.
Crowley: transformación y frustración del desarrollo lógico de las condiciones existentes. Su arma mágica es el dolor de la obligación. Su poder mágico es la nigromancia.
1.0: voy a ir al centro
Desperté de espaldas sobre la tierra. Apretaba el sol, pero debajo de mi cuerpo el suelo estaba fresco. Llevaba un tiempo allí, pues. El cegador cielo estival, teñido de blanco y azul, me hizo llorar los ojos. Tenía la boca como la tumba de una de esas culturas en las que se entierra a los sirvientes con el muerto.
Volví la cabeza lentamente y vi que me rodeaba la ribera del río, desierta, con una peste a peces muertos flotando en el aire. En la distancia, más allá del barro endurecido y reseco y los restos de hormigón, una cuadrilla trabajaba en un puente. Se oían los gritos lejanos que marcaban la cadencia de su trabajo y el estruendo que hacían los pesos al descender sobre los pilotes.
Rodé sobre mi espalda y traté de decidir cómo me encontraba. Esta vez, lo único que sentí fue un cardenal hinchado y sensible en una mejilla. Traté de recordar dónde podía habérmelo hecho: en el callejón de atrás de «La ofensiva del Tet», donde había ido a comprar un poco de sucedáneo de pato picante y había conseguido dos Charlies petites en su lugar. Lo último que recordaba con claridad era a una de las chicas lanzando una patada y su tacón volando hacia mi cara desde la oscuridad. Supongo que fue entonces cuando perdí el sentido.
Como el único daño importante se había producido en un momento que podía recordar, supongo que no me había pasado nada horrible mientras estaba inconsciente. ¿Cuánto tiempo habría sido? ¿Y qué me habría perdido?
Cuando me incorporé, tuve que revisar el informe de daños. Mi cabeza era el Santo Sepulcro de las resacas. Oh, sí que había sucedido algo horrible. Al menos, esperaba habérmelo pasado bien. Tardé un rato en volver a la calle paralela a la Orilla, y para entonces el mareo no había hecho sino empeorar.
Antes de perder el conocimiento llevaba treinta pavos en metálico, pero ahora tenía los bolsillos vacíos. Si no me lo habían quitado las chicas, debía de haberlos utilizado para pagar aquello cuyos efectos estaba sintiendo ahora en la cabeza. Ojalá pudiera recordar lo que había sido. No es que eso fuera a impedir que volviera a consumirlo. Más tarde o más temprano sucedería de nuevo: mi mente se apagaría de repente y, como de costumbre, mis buenos propósitos resultarían tan útiles como una lámpara en un ataúd.
La próxima zambullida sería la número cinco. La primera vez había creído que se trataba de algo que había comido, bebido o consumido en general. La segunda vez me pregunté si sería obra de alguien, un coup n’âme. A la tercera, empecé a darme cuenta de que era cosa mía. La consecuencia inevitable de mi peculiar origen, que se manifestaba al fin para rectificar un error que llevaba demasiado tiempo sin resolverse. Pero de ser así, ¿por qué no me mataba sin más?
Читать дальше