PESTE EN EL BOSQUE
Una mosca grande y verde vuela por el bosque. Huele lo que le gusta, lo que desea todo el tiempo. Así se guía. Pero choca, de todos modos, contra los árboles, sus ramas y hojas llenas de bichos más extraños que ella. El bosque es denso. El bosque es oscuro.
La mosca avista lo que quiere en medio de un claro. Avista la carne. Otros se le han adelantado. Ya se la comen. Ya la desaparecen. La mosca babea, suelta ácido por su probóscide. Pero antes de posarse sobre la carne, una lengua la cubre toda. Le rompe las alas, la jala dentro de un estómago.
El estómago del Rey Sapo.
El Rey Sapo mastica y se traga la mosca verde que nunca llegó a probar el manjar que se encontraba en medio del bosque. El Rey Sapo se soba el vientre y sube una pata para indicarle a su séquito que se detenga. Baja de su silla hecha de musgo y ramas, su silla sostenida por dos de sus esposas de espaldas llenas de hoyos donde crecen sus hijos, los renacuajos.
El Rey Sapo es un sapo grande. Las hojas de pino crujen bajo su peso. Su piel húmeda parece hecha de la misma madera que la de los árboles más viejos. Visto desde arri-ba, parece un montículo más de la vegetación que lo rodea.
El Rey Sapo mira la carne en descomposición. Se preocupa, sus ojos de pupilas rectangulares se entrecierran. Los sapos más pequeños y verdes de su séquito murmuran. Solo una vez lo han visto hacer ese gesto. Por eso saben que el Rey Sapo está muy dentro de sí mismo, piensa una solución, maquina un plan milagroso, para contener lo que se halla frente a él.
Se escucha un crujir de ramas y se revelan unas figuras que entran caminando. El séquito del Rey Sapo huye, se esconde, pero no él porque sigue en sus cavilaciones. Una bota negra lo pisa. Le exprime los ojos y las vísceras. La bota sigue su camino. La siguen otras. Son hombres, aunque los animales y los seres del bosque los llaman de otra forma, imposible de pronunciar para gargantas de dicha especie. Los hombres cargan un cuerpo. Parece un niño. Lo arrojan junto al otro que se pudre, lleno de gusanos y alimañas que se alimentan con su piel, que se dan un enorme festín.
—¡Mira qué bueno! —dice uno de los hombres—. ¡El bosque se los come más rápido que cualquier ácido! Así no tendremos problemas.
Un duende y un hada miran la escena, preocupados. Han visto la muerte de la mosca y el Rey Sapo. Temen acercarse, temen a los hombres que arrojan a los muertos en la profundidad del bosque. Pero no se van porque no pueden dejar de ver, porque tienen que saberlo todo para contárselo al Sátiro. Él sabrá qué hacer, pero primero tiene que saberlo todo acerca de la situación. Los hombres traen otro cuerpo. El hada y el duende sienten presencias a su alrededor. Son más animales que se acercan, que quieren la carne. El hada y el duende no pueden mirar más.
El Sátiro penetra un ciervo. El hada y el duende se hincan ante él y esperan que termine. El hada tiembla. El duende lo nota y la entiende. El Sátiro, después de todo, es el dueño del bosque. O al menos eso se dice. Que por eso los cuida. El duende alguna vez preguntó, entonces, quién cuidaba del Sátiro, pero nadie se lo dijo.
Este los nota y deja que el ciervo huya.
—¿Qué venir? —dice el Sátiro.
—Venir gran problemancia. Corpos aventado in claro —dice el duende.
—Corpos destruyen nosotros. Corpos vuelven insanos —dice el hada.
El Sátiro se agacha, toma un puño de tierra y lo mastica. Lo escupe con asco. La tierra es un bolo que chilla y se retuerce.
—Álfar, cumple tres deseas al liderazgo; Yosei, vini acá —dice el Sátiro.
El hada se acerca al Sátiro. El Sátiro le susurra algo y ella comienza a llorar y se va volando hacia arriba, hacia el cielo. El Sátiro y el duende la miran hasta que ya no se ve.
—Yo estaré con ti —dice el Sátiro y le hace un ademán para que se vaya—. Vamos a arreglar los bosque. Hay que somos pacientes.
El duende ya ha cumplido deseos antes. Por diversión. El órgano en su nuca que le permite materializar los sueños de los humanos se agita y despierta cuando sabe que no habrá más consecuencias para él que el placer de ver sufrir al otro. Pero esto es diferente. Esto es algo serio. Siempre debió haberlo sido. El órgano que concede deseos es su arma. Los suyos, los otros duendes, debían usarlo para que los humanos murieran por sus propias añoranzas y así aquellos pudieran comer la carne. Era su naturaleza. Pero también su naturaleza bromista los hizo utilizarlo nada más para divertirse. Y terminaron usando el órgano nada más para eso y comiendo animales pequeños, con excepción de los días festivos, cuando comían recién nacidos.
El claro está lleno de cuerpos. Infestado. Una marea de moscas se mueve sobre ellos. Un incendio de larvas se revuelve entre los muertos. Ardillas, mapaches y osos se pelean por pedazos que aún tienen carne. El duende ve más criaturas, unas ninfas, agazapadas entre la maleza. Su piel está seca. Su belleza desaparece, envejecen por no estar en el agua, pero parece no importarles. Siente una intranquilidad extraña: no ha visto a ninguno de los suyos acercarse a la alfombra de cuerpos. De hecho, hace tiempo que no ve a ninguno. Eso, sin embargo, no significa que no haga nada por las otras criaturas.
—Especies naturalas, no atreverte a probarla —le dice a la ninfa más cercana mientras la sacude, pero parece que le pide lo contrario, porque ella se lo quita y se abalanza al festín putrefacto. Los demás la siguen. Un par de hadas se unen a la corriente de moscas y bichos. Gnomos salen del suelo para atragantarse también. ¿Todo es culpa del duende?
Y peor: más cuerpos son arrojados al claro. Ya lo desbordan. No paran. Y peor aún: escucha risas. Los humanos se ríen. Se burlan. Señalan a las criaturas que se dejan ver, cosa inusual. Se burlan porque las controlan con los cadáveres. Y se van por más. El duende los sigue. Su órgano concededeseos palpita. Podría interceptarlos y hacer que se destruyan entre ellos. Pero piensa en las palabras del Sátiro. Pacienci. Hemos que ser pacienci.
Los hombres llegan a su campamento, que más bien es una serie de sillas y mesas. Otros hombres están sentados en ellas. Beben y ríen. El duende tiene la impresión de que se encuentra en el límite del mundo. Más allá parece haber humo negro. Pero bien podría ser niebla. Los hombres que el duende sigue caminan hasta el límite del campamento, donde hay una silla más grande que todas las demás. Tiene unos cuernos. En ella está sentado un hombre raquítico. Se ve enfermo. Los sujetos llegan con él y le cuentan sobre las criaturas que salen de sus escondites con tal de probar la carne rancia.
El hombre en la silla comienza a sollozar.
—Muy buen trabajo —dice sonriendo, con lágrimas en los ojos—. Sigan así. Tenemos permiso.
El duende no entiende. Pero espera. Paciencia, le dijo el Sátiro.
El hombre en la silla les pide que sigan llevando cuerpos. El duende quiere seguirlos para ver de dónde los sacan, pero sabe que su prioridad es otra. Cambia de forma, a la forma que los humanos conocen de los duendes. Repta por el suelo y se enrolla en una de las patas de la silla enorme. Tiembla. Nunca ha hecho eso. ¿Se lo tendrá que comer para completar el ritual? Se ve enfermo. ¿Y si también lo contagia de lo que sea que sufre? Pero, como una medicina para su miedo, el duende recuerda a sus compañeros, sus compañeros cambiados por la peste de los cadáveres humanos, los cadáveres que no pertenecen al bosque.
—Psst, psst —dice el duende al oído del hombre, quien se sobresalta y mira hacia todos lados.
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