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Emma Bull: Oro Y Plata

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Emma Bull Oro Y Plata

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Emma Bull Oro Y Plata Luna Muy Fina estaba sentada en la chimenea el único - фото 1

Emma Bull

Oro Y Plata

Luna Muy Fina estaba sentada en la chimenea el único sitio del cuarto de estar - фото 2

Luna Muy Fina estaba sentada en la chimenea -el único sitio del cuarto de estar en donde no estorbaba- con la mejilla apoyada en los nudillos. Le habría gustado hacer algo más, pero las cosas que se le ocurrían eran fútiles, y la mayoría indecorosas. Siguió con la mirada a Aliseda Búho, que iba y venía sobre el suelo de pizarra entrando en el cuarto de estar, la despensa o el lavadero para salir de inmediato. Aliseda llevaba en las manos un montón de cosas en cada una de sus idas y venidas: ropas limpias, un queso, viburno y matricaria secos, un yesquero, un manto de lana. Su rostro, redondo y sonrosado, tenía un leve gesto ceñudo, y Luna comprendió que estaba repasando listas para sus adentros.

– No puedes meter todo eso en la mochila -dijo Luna.

– Tú no podrías -repuso Aliseda-. Pero yo tengo cincuenta años más de práctica. Ah, no te olvides de secar las calabazas antes de meterlas, o sólo habrá cebollas para comer durante todo el invierno. Y, si las ardillas anidan en el bálago del tejado, hay un conjuro que…

– Ya me lo dijiste -suspiró Luna. Se movió un poco para que la lumbre le tostara otra parte de la espalda-. Si lo olvido, puedo buscarlo. Es una insensatez que partas ahora. Puede que nieve la semana próxima.

– Si fuera así, entonces caminaría a través de ella. Pero no nevará hasta dentro de un mes, por lo menos. -Aliseda envolvió tres jarras de gres en franela y las metió en el cesto de mimbre.

Luna abrió la boca, y lo que tanto empeño había puesto en no decir durante tres días salió a relucir:

– Lleva perdido desde antes del solsticio de verano. ¿Por qué tienes que irte ahora? ¿Por qué tienes que ir, en primer lugar?

Aliseda Búho se irguió y la contempló severamente.

– Tengo responsabilidades. Deberías saberlo.

– Pero ¿qué tienen que ver con él?

– Es el príncipe del reino de Hark Final.

Luna se puso de pie. Era más alta que Aliseda, pero bajo su fiera mirada se sintió muy poquita cosa, y frunció el entrecejo para disimularlo -y vivimos en Hark Final. Como cientos, miles de personas más. Incluso muchas de ellas son brujas, y no han ido todas a recorrer los caminos como una cuadrilla de niños aventureros.

Aliseda tenía muchas arrugas en el rostro, que se marcaban más cuando estaba a punto de sonreír, como ocurría en estos momentos.

– Para empezar, los niños nunca se marchan a la aventura en cuadrilla. En segundo lugar, todas las brujas que valen han intentado encontrarlo del modo que mejor les ha parecido. Todas, menos yo. No lo hice antes porque quería estar segura de que podrías arreglártelas sin mí.

Luna Muy Fina guardó silencio un momento, asimilando sus palabras. Después volvió a sentarse con un ruido sordo y enlazó los dedos sobre las rodillas dobladas.

– Oh -exclamó, a medio camino entre un respingo y una risa.

Qué injusto. ¡Te vales de mi amor propio para ganarme!

– Sí, mi pimpollo, y tienes mucho. Sabes que he de ir. No me lo hagas más difícil.

– Ojalá pudiera hacer algo para ayudarte -dijo Luna al cabo de un momento.

– Espero que hagas todo tu trabajo, y además el mío. ¿No es suficiente?

– Aliseda echó la solapa de la mochila y tensó la cuerda que la cerraba.

– Sabes que no. ¿No podría acompañarte?

Aliseda sacó un taburete de debajo de la mesa con el pie y se sentó; puso las manos sobre las rodillas.

– Cuando mi espíritu viaja para pedir un favor a Grandeva -dijo-, no puedes ir conmigo.

– Por supuesto que no. Entonces ¿quién tocaría el tambor para guiarte de vuelta?

– Mi pimpollo, qué lista eres -sonrió Aliseda-. Abre el armario de 'encima de la repisa y tráeme lo que encuentres dentro.

Lo que encontró Luna era un tambor. No se parecía en nada al tambor de viajes, ancho y bajo, de piel de vaca, cuyo lenguaje retumbaba en sus huesos y era como el latido de un corazón bajo sus dedos, cuya voz podía oírse en el mundo donde no había voces. Este era un cilindro vertical, no mayor que un jarro de litro. Estaba hecho con una clase de madera blanca, y las pieles de los dos extremos eran muy suaves y estaban adornadas con mechones de pelo blanco muy fino alrededor de las ataduras. Tenía un lazo de cuero para sostenerlo, y un palillo con el percusor de piel sujeto por el lazo. Luna sacudió la cabeza.

– Éste no sonaría lo bastante fuerte para hacerte volver desde la aguatocha, cuanto menos desde… ¿Adónde vas?

– Adondequiera que tenga que ir. Tráemelo.

Luna le llevó el tambor, y Aliseda Búho lo sostuvo por el lazo de cuero y lo golpeó una vez. El ruido que hizo fue un toc fuerte, resonante, como el golpe de un pájaro carpintero.

– La madera es de un fresno plantado cuando nací. Las pieles son de una oveja nacida el mismo día. Crié a la oveja y regué el fresno, y en mi decimosexto cumpleaños les pedí que me dieran sus vidas y ellos accedieron de buen grado. Por muy lejos que vaya, la voz del tambor llegará hasta mí., Cuando no pueda oírla, dejará de sonar.

»Mañana, al amanecer, partiré -continuó Aliseda-. Mañana, al crepúsculo, cuando el último filo del sol se meta tras la línea de las Colinas Abundancia, y todos los anocheceres sucesivos, golpea el tambor una vez, como yo lo he hecho.

Luna estaba un poco asustada por la solemnidad de todo el asunto.

Pero recobró la presencia de ánimo y repitió:

– Cada día, al anochecer. Una vez. Lo recordaré.

– Ajá. Bien. -Aliseda levantó los hombros, como si la solemnidad fuera un chal del que pudiera desprenderse con ese leve movimiento-. Mañana siempre llega pronto. Es hora de acostar al fuego.

– Iré a recoger las cosas del jardín -se ofreció Luna. Se echó la capa y salió del cuarto de estar a la noche.

Su tocaya estaba fuera, y creciente. Aliseda tendría buena luz si necesitaba viajar por la noche. Pero haría frío; la escarcha tapizaba las hojas, las enredaderas y las baldosas del camino como si fuera talco. Luna se estremeció y suspiró.

– ¿De qué sirve tener una aprendiza joven y fuerte si no sacas provecho de todo ese vigor? -rezongó al frío de la noche. El viento se llevó sus palabras, que se perdieron en la oscuridad.

Cortó un capullo del crisantemo amarillo, y un tallo de hepática de su abrigado arriate. Cuando regresó a la casa vio que Aliseda ya había atizado el fuego, asentado los troncos con el atizador, y traído un cuenco con agua. Luna echó las flores en él.

– Procurador de bienestar, protégenos de la oscuridad invernal-dijo Aliseda al fuego, como siempre, como si estuviera hablando con un viejo amigo. Removió el agua con los dedos y continuó-: Compañero y colaborador, nutriente de cuerpo y espíritu, acecha y vigila, y no dejes que ninguna chispa errabunda salte del hogar hasta que el sol ocupe tu lugar.

El resplandor del fuego acarició el arrugado paisaje del rostro de Aliseda Búho, arrancó un destello dorado de sus oscuros y penetrantes ojos, tornó el blanco de su pelo en marfil. «Mañana por la noche -pensó Luna-, no estará aquí. Estaré sola.» Só10 una parte de su ser lo creía, donde se guardan las cosas no experimentadas. El resto de su ser, mente y corazón y plantas de los pies, lo negaba.

Aliseda sacudió la mano mojada de agua sobre la chimenea, y las gotitas se evaporaron. Después tendió el cuenco a Luna, y ésta echó las flores al fuego.

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