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Emma Bull: Oro Y Plata

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Emma Bull Oro Y Plata

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– La siguiente población que encontrará es Burnton del Páramo; está a dos días andando. Después de eso no tardará en dejar atrás las praderas. Entonces tendrá suerte si ve el sol antes de encontrarse a tiro de piedra de Hark Grande.

Luna se tragó un trozo de empanada sin apenas masticarlo.

– ¿De veras? ¿Por qué?

– Bueno, tiene que cruzar el Mar de la Espesura, ¿no?

– Ah, ¿sí?

– No sabe mucho de geografía -comentó entristecido.

– Sé que nunca he oído decir que ese bosque es tan tupido que el sol no penetra en él. ¿Has estado allí alguna vez?

– No. Pero todos los que han estado dicen que es verdad. Y, trabajando aquí, escucho lo que hablan los viajeros.

Luna abrió la boca para comentar que había oído más insensateces en las salas de las posadas que las que caben en todo el mundo, cuando una voz de mujer gritó desde la cocina:

– ¡Estornino! ¿Trabajas aquí o vas a alquilar un cuarto esta noche?

El chico rubio esbozó una sonrisa de disculpa.

– Buena suerte, de todos modos -le dijo a Luna, y se fue corriendo a la cocina.

Luna terminó su comida y la pagó con una moneda en la que estaba acuñado el rostro del príncipe. La miró ceñuda cuando la dejó sobre la mesa. «Todo es culpa tuya», le dijo. Después cogió su mochila y se encaminó hacia la puerta.

– Empiezan a caer gotas -le advirtió el chico desde lejos-. Estará lloviendo a cántaros dentro de una hora.

– Entonces me mojaré -respondió-. Pero gracias de todas formas.

Hacía frío en el camino, pero al menos estaba en marcha. La información la impulsaba a continuar adelante.

El chico tenía razón con lo del tiempo. La lluvia venía de distintas direcciones, arrastrada por las ráfagas de viento, de manera que entró bajo la capa, dentro de la capucha y por todas las costuras de sus botas. Cuando, a fuerza de tenacidad, llegó por fin a lo alto de los cerros cercanos a Hark Pequeño, estaba empapada y helada, y soñando con techos abrigados, fuegos crepitantes y camisones limpios y secos. El panorama que la aguardaba en lo alto del sendero dispersó sus fantasías.

Había esperado otro valle. Esto no era una cuenca, sino un paraje llano henchido de hierba ondulante, dorada, y ella se encontraba al borde. A través de la lluvia, Luna miró con los ojos entrecerrados al frente y a ambos lados, buscando el extremo opuesto, pero la hierba continuaba hasta perderse en el horizonte, sin que nada rompiera su uniformidad salvo las ondulaciones del terreno. Presumió que, aun en el caso de que hubiese hecho buen tiempo, no por ello habría alcanzado a ver el final de la pradera.

Aquella tarde-acampó en medio del océano de hierba, puesto que era la única alternativa. No había leña para el fuego. Había tenido en cuenta esta posibilidad antes de internarse en la llanura, pero toda la leña que podría haber recogido estaba empapada. Así pues, levantó una especie de cobertizo con una lona untada con grasa para resguardarse un poco de la lluvia, recogió un montón de hierba húmeda y reluciente, y se puso manos a la obra. Tampoco perdía de vista el sol; en el momento oportuno, sacó el tambor de Aliseda y lo tocó, acurrucándose bajo la lona para que no se mojara. El instrumento no tenía nada que decir.

Al cabo de media hora tenía trenzado un grueso aro de paja. Lo puso en el círculo de suelo que había dejado limpio de hierba, y sacó de la mochila el yesquero y tres manzanas, arrugadas y dulces después de estar almacenadas durante el invierno. Eran los últimos víveres de las provisiones que tenía de casa.

– Todo procede de ti -dijo Luna mientras colocaba las manzanas dentro del aro de paja y ponía más hierba mojada encima, haciendo un pequeño cono-. He cogido alimento y sostén, hálito y calor, agua para calmar la sed. Todo te lo ofrezco, con mi amor y mi respeto, a cambio de que me otorgues de nuevo tu amparo.

Dicho esto, hizo saltar una chispa sobre el cono de hierba. Por un instante, creyó que el trueque no había sido aceptado. Había invocado a todos los elementos, en lugar de sólo al fuego, y el fuego podía haberse ofendido. Entonces una minúscula llama azulada prendió un tallo, y luego un segundo. En pocos minutos cuidaba una pequeña y agradable fogata abrazada por el aro de paja y alimentada a lo largo de la noche con las manzanas de Aliseda.

Estuvo sentada largo rato, acurrucada bajo el cobertizo de lona, envuelta en su capa, y con el pequeño fuego entre los pies. Iría a Hark Grande porque pensaba que Aliseda se habría dirigido allí. Pero también cabía la posibilidad de que no lo hubiese hecho. Aliseda podía haberse encaminado hacia el sur desde aquí, por Cystegond. O al norte, a las frías y escarpadas formaciones rocosas de los Huesos de la Tierra. Podría haber tomado cualquier dirección, y Luna nunca lo sabría. Había preguntado, pero no había insistido en que le dijera su punto de destino ni que la llevara con ella, y tampoco había intentado seguirla. Sólo le había dicho adiós. y ahora no sabía qué camino tomar.

– ¿Qué estoy haciendo aquí? -susurró Luna. No tuvo respuesta, salvo el constante sonido de la hierba agitada por el viento, un susurro imperativo que la instaba a guardar silencio. Finalmente, entró en calor y pudo dormir.

Por la mañana el sol regresó, desvaído y tímido. A su luz pudo ver en toda su extensión el inmenso océano ocre y dorado a través del cual se abría paso. A su espalda divisó los montes tras los que estaba Hark Pequeño. Al frente sólo había hierba.

Fue un día largo, sin otra cosa que mirar que el monótono paisaje, y se obligó a buscar algo distinto. Vio los nuevos brotes de hierba al pie de los tallos de la vieja, las hojas todavía enrolladas prietamente unas en torno a las otras, como el abrazo de unos amantes. Un cardo abría su roseta de hojas punzantes reclamando la tierra, pero todavía no había crecido su tallo. También vio las huellas de cascos de caballo, y estiércol, y una vez se cruzó en su camino una ancha franja de hierba aplastada, como el cauce de una corriente excavado en el pasto, la tierra fangosa y marcada con huellas de cascos. Mientras caminaba, el sol subió en el cielo y evaporó la lluvia de su capa.

Por la tarde llegó a la ciudad de Burnton del Páramo. Sí, le dijo el dueño de la hostería, otro día de camino la llevaría bajo las ramas del Mar de la Espesura. Tendría que ir con cuidado, porque estaba lleno de ladrones, fantasmas y animales salvajes.

– Los ladrones no se molestarán en parar a alguien como yo -repuso Luna-, y no creo tener ninguna pendencia con los muertos, así que me concentraré en los animales salvajes. Pero muchas gracias por la advertencia.

– Mal sitio es ése, el Mar de la Espesura -añadió el posadero. Luna pensó que era normal que la gente que vivía en medio de una inmensidad de hierba tuviera miedo de un bosque, pero se limitó a decir:

– Busco a alguien que quizás haya pasado por aquí hace unos meses. Se llama Aliseda Búho, e iba en busca del príncipe.

Después de que Luna la describiera, el posadero frunció los labios.

– Me suena familiar. Es posible que pasara por aquí, y siguiera hacia el oeste. Pero, como usted bien dice, han pasado meses y creo que no la he vuelto a ver.

«Qué manera de animar a la gente. Da una de cal y dos de arena», pensó Luna, taciturna, y reanudó su cena.

Al día siguiente, por la tarde, llegó al Mar de la Espesura. Todo cambió: los olores, el color de la luz, la temperatura del aire. A despecho de la advertencia del posadero, Luna no pudo negar la sensación de gozoso alivio que le levantaba el ánimo. El subrepticio aroma de los restos orgánicos de pinos se levantaba a su paso, y las oscuras ramas bajas de los árboles estaban llenas de pájaros alborotadores. Oyó el sonido cercano de una corriente de agua; se dejó guiar por él hasta un riachuelo y el manantial que lo alimentaba. El agua estaba fría y tenía un vivificante sabor ácido a pino; llenó su cantimplora y se lavó la cara.

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