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Emma Bull: Oro Y Plata

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Emma Bull Oro Y Plata

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Bien, entonces se sentiría libre de pensar cuanto quisiera. Se centró en el sonido del tambor, imaginando que la envolvía por completo, como un cobertor de plumas.

Un árbol demasiado grande para verlo entero con una sola mira da; uno más de un bosque de árboles iguales. Un árbol con una copa tan ancha como un cielo nocturno visto desde la cima de una colina. Entonces era de noche. Era un roble, llegó a la conclusión, pero verde fuera de temporada. Imaginó las hojas correosas, de color verde plateado, a su alrededor, y la áspera y negra corteza, centelleante con el rocío a la luz de la luna. La luz venía del final de la rama. Abrazado por las hojas, había un semicírculo blanco plateado, una nueva luna liberada de la sombra de la vieja. Le proporcionaba luz para seguir su viaje.

La áspera calzada de corteza se ensanchó a medida que se acercaba al tronco. Imaginó pájaros que rebullían en sueños, y el corto y quejumbroso chillido de una ardilla al despertar en su nido. El viento soplaba a través del dosel de hojas y las hacía titilar. Luna escuchaba sus pisadas sobre la madera, regulares y constantes: la voz del tambor.

Avanzó tronco abajo, hacia la maraña de raíces: el intrincado reflejo de las ramas en lo alto. Los troncos de otros árboles la rodeaban por doquier, y las ramas entrelazadas interceptaban la luz de la luna. Avanzar costaba más trabajo ahora, al ir a contracorriente de la vida del árbol, que siempre se movía hacia arriba. El latido de su corazón era un golpeteo apagado y regular en sus oídos.

Estaba demasiado oscuro para distinguir en qué dirección se iba hacia abajo; demasiado oscuro para distinguir nada. Luna no sabía si había llegado a las raíces o no. Quería gritar, llamar a Grandeva, pero había dejado su cuerpo atrás, y su lengua con él.

Una luz diminuta apareció frente a ella y creció lentamente. Tenía dibujos, colores, formas… Distinguió la puerta de la cerca del jardín, y el camino que se dirigía al bosque. En el camino -¿era el que tan bien conocía?; ahora estaba bordeado de salvia- vio una figura, hecha con el ondear de un viejo paño negro y descuidados mechones de cabello blanco, que se alejaba de ella. Una forastera, pensó Luna; intentó dad e alcance, pero parecía estar clavada en el mismo sitio. Al llegar a la linde del bosque, la figura se volvió, alzó una mano, y la llamó por señas. Después desapareció bajo el dosel de la espesura.

El espíritu de Luna, como un pajarilla asustado, se puso bruscamente en movimiento, hacia arriba. Sus ojos se abrieron en el cuarto de estar de la cabaña. Estaba de pie, tambaleante, sobre la piel de oveja, con el tambor de viaje a sus pies. El corazón le palpitaba contra las costillas como un palo arrastrado contra las tablas de una valla, y se sentía dolorida, irritada y febril. Trastabi1ló hacia atrás, perdido el equilibrio, y tomó asiento.

– Bueno -dijo, y el sonido de su voz la hizo dar un brinco. Se pasó la lengua por los labios y añadió-: Eso no ha sido en absoluto como se supone que debe hacerse.

Temblando, recogió los objetos utilizados y lavó el cuenco de madera, y lo guardó todo. Ya había cogido la piel de oveja y giraba hacia la pared para colgada de nuevo en su sitio, cuando su voz volvió a sorprendida:

– Pero funcionó -dijo. Se quedó muy quieta, apretando contra sí las guedejas de lana-. Funcionó, ¿verdad?

Había viajado y había hecho una pregunta, y se le había dado una respuesta; y aunque ni la una ni la otra se hubiesen producido en unos términos conocidos para ella, no por ello dejaban de ser una pregunta y una respuesta. Yeso era todo cuanto necesitaba. Luna se apresuró a colgar la piel de oveja. De repente, había mucho que hacer.

A la mañana siguiente llenó su mochila con provisiones y ropas, yesquero y medicinas, y colocó el tambor de fresno, el tambor de Aliseda, encima de todo. Se calzó sus botas más fuertes y se puso su capa de fieltro. Apagó el fuego de la chimenea, cerró todos los postigos, y dejó una nota a Tansy Aguavasta en la que le pedía que cuidara la casa.

Finalmente se cargó la mochila y recorrió en cuatro zancadas el camino, cruzóla puerta de la cerca, bajóla colina, y entró en el bosque.

Luna ya había viajado antes, con Aliseda. Sabía cómo orientarse y cómo hacer una buena hoguera y cocinar sobre ella; había dormido al raso y también en posadas y granjas. Estas cosas eran lo mismo si se viaja a solas. No tenía motivo para sentirse rara, pero no lo podía remediar. Se sentía como una impostora, y esperaba que cualquier viajero con el que se encontrara por casualidad le preguntara si era lo bastante mayor para andar sola por los caminos.

Creía que había estado sola en la cabaña; creía que había aprendido el significado de la soledad en todo su alcance. Ahora sabía que sólo había explorado un pequeño rincón de aquélla. Caminar le daba tiempo para pensar y para contemplar el paisaje: retoños de helecho asomando entre la tierra esponjosa, corolas amarillentas de azafranes silvestres, sorprendidas por el sol, y unos cuervos cortejando a las hembras. Pero no tenía sentido señalar y gritar, «¡mira!», porque los únicos ojos presentes ya lo habían visto. Su aislamiento hacía que todo tuviera un cierto aire de irrealidad. Cada noche se le hacía más penoso encender un fuego, y se sentía inapetente. Pero cada día, al anochecer, golpeaba el tambor de Aliseda. Cada anochecer, seguía callado, y resurgía en ella la misma congoja, consecuencia de ese silencio.

Caminó durante seis días a través de pueblos, bosques y tierras de cultivo. El tiempo se había mantenido seco y claro, algo atípico en primavera, durante las primeras cinco jornadas; pero al sexto día se levantó un viento muy frío y el cielo se encapotó. La calzada era más ancha ahora, y más llana, y estaba más transitada: carretas y carros, jinetes, otros caminantes que iban en una y otra dirección. A mediodía se detuvo en una posada, más grande y más concurrida que cualquiera de las que había visitado hasta entonces.

El chico que puso una taza de té frente a ella tenía una mata de pelo rubio que enmarcaba un rostro alegre y cansado.

– La empanada fría es buena -dijo, sin darle tiempo a preguntar-. Es de conejo y setas. Por otra parte, hay sopa de calabaza. Pero no pida jamón. Creo que es de un verraco que no se curó bien. Está asqueroso.

Luna no sabía si reír o quedarse boquiabierta.

– Entonces, la empanada, por favor. No quiero parecer estúpida, pero

¿dónde estoy?

– En Hark Pequeño -respondió-. Pero no se haga ilusiones. Hark Grande está a una semana de distancia hacia el oeste, a pie. ¿Se dirige hacia allí?

– No lo sé. Supongo que sí. Estoy buscando a alguien.

– ¿En Hark Grande? Ja. Bueno, también puede encontrar una hormiga en un hormiguero, si no busca una en concreto.

– ;-¿Tan grande es? -preguntó Luna.

El asintió con gesto compasivo.

– A menos que busque al rey o a la reina -comentó.

– No. A una mujer… más bien anciana, con el cabello algo más canoso que negro, y cara redonda y sonrosada. Más baja que yo. Regordeta. -Le resultaba difícil describir a Aliseda Búho; era una mujer de aspecto corriente-. Llevaba una capa de color berenjena. Es bruja.

La expresión del chico cambió lentamente.

– ¿Es de esas de «hazme caso y obedece por tu propio bien», un poco marimandona? ¿Con una mochila de mimbre? ¿Que trata los granos de la cara con hamamelis y rábano picante?

– Parece ella, sí… ¿Qué otra cosa se utilizaría para los granos?

– No lo sé, pero el rábano picante funciona bastante bien. Estuvo aquí, si es que era ella. Pero de eso hace varios meses.

– Sí, en efecto -dijo Luna.

– Iba hacia Hark Grande, así que va por buen camino. Buena suerte. Cuando el chico volvió con la empanada de conejo, le dijo:

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