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Emma Bull: Oro Y Plata

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Emma Bull Oro Y Plata

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Tras un respetuoso silencio, Luna dijo:

– Es agua. -Era la reanudación de una vieja controversia-. Y los troncos eran árboles que crecieron de la tierra y se nutrieron con agua, y el fuego mismo se alimenta de ellos y del aire. Eso significa los cuatro elementos. No puedes separarlos.

– Es la hora del fuego, y es a él al que honramos. En las horas adecuadas honramos a los otros tres, y, si dices cosas así en público, ninguna persona comedida del pueblo te dirigirá la palabra. -Aliseda retiró el cuenco de las manos de Luna y le apretó los dedos con fuerza entre los suyos, todavía húmedos-. Mi pimpollo, mi tallo de milenrama, ya no eres una niña. Cuando me marche, serás una mujer adulta a los ojos de los demás, ya que no a los tuyos. Lo que la gente interpreta en boca de los niños como una bobería, se convierte en algo más en labios de una mujer ya adulta: sacrilegio, o rencor, o locura. Haz lo que tengas que hacer del modo que creas más conveniente, pero sé discreta con tus opiniones, y mantén a distancia el fuego del agua y la tierra del aire.

– Pero…

– Vacía el cuenco, y ve a la cama.

Luna salió al jardín otra vez y arrojó el agua del cuenco, hacia el sur, porque estaba consagrada al fuego. Después se quedó un rato en el frío, sintiendo un dolor espantoso en el pecho; un dolor que estaba más allá de la tristeza, más allá de las lágrimas. Aspiró hondo para congelarlo y exhaló fuerte para expulsar sus fragmentos. Pero era inmune al frío y al viento.

– Me gustaría ser mujer -musitó-. Pero preferiría seguir siendo una niña, aquí contigo, que una mujer separada de ti.

El sonido de las palabras, la certeza de que eran verdad, hizo lo que el frío no logró. El terrible dolor saltó en pedazos, se licuó, y se vertió en angustiadas lágrimas. Poco a poco, el reconfortante orden que la rodeaba, los arriates y cuadros de jardín que había hecho Aliseda, detuvo su fluir, y el amable viento frío las enjugó de sus mejillas.

Al alba, cuando los primeros rayos de sol se enredaban en las copas de los árboles, Aliseda se colocó la mochila a la espalda y salió por la puerta delantera. Luna fue con ella hasta la puerta del cercado del jardín. En medio del indefinido entorno del neblinoso amanecer, Aliseda era una figura só1ida, real, arrebujada en la raída capa de lana púrpura, su cabello plateado y negro metido bajo el sombrero verde ladeado.

– Creo que no deberías llevar el sombrero -dijo Luna, forzando a pasar la voz a través del nudo que tenía en la garganta-. Pareces una berenjena.

– Me gusta. Soy una anciana y puedo llevar lo que me plazca. Se marchaba. ¿Qué decirle, salvo «adiós», que era lo que menos deseaba decir Luna?

– ¿Cuándo volverás?

– Cuando lo encuentre. O cuando sepa que no es posible encontrarlo. -Siempre me dices que no intente demostrar las negaciones. -Hay formas de probar ésta -repuso Aliseda, con una mirada de soslayo.

Luna Muy Fina se estremeció bajo el débil sol. Aliseda la miró con los ojos entrecerrados mientras le pellizcaba suavemente la mejilla. Luego cerró tras ella la puerta del cercado y echó a andar colina abajo. Luna la siguió con la mirada -verde y púrpura, ridícula y firme- hasta perderla de vista tras los árboles.

Secó las calabazas antes de guardarlas en el sótano. Honró a los elementos, cada uno a su hora. Hizo queso y vino, y colgó las últimas hierbas. Sacudió las alfombras, enceró los suelos para protegerlos del barro del inminente invierno. Reparó el techo de bálago y la cerca, podó los manzanos y removió los cuadros del jardín, encontrando consuelo en mantener el orden que Aliseda había establecido.

Luna se ocupó también de otras cosas establecidas. Para cuando cayó la primera nevada, sus vecinos habían empezado a acudir a ella con sus dolores y malestares, a buscarla cuando un niño tenía fiebre, a llamarla para entablillar la pierna rota de un perro o coser la herida abierta en el flanco de un caballo. Le preguntaban qué día era mejor para firmar un contrato, y si había algún conjuro para evitar que creciera el beleño en el campo de heno. A cambio, le llevaban muérdago y corteza de sauce, un saco de harina de centeno, una cubeta de mantequilla.

No le importaba el trabajo. La habían educado para ello; era algo tan natural como levantarse de la cama por la mañana. Pero descubrió que le molestaba el pago. Cuando el chico del vecino más próximo, Fell, entró trotando por la puerta de la cerca montado en su burro, con un saco de harina echado sobre las ancas del animal, y le dio las gracias y se lo entregó, faltó poco para que Luna lo rechazara con brusquedad. Aliseda Búho le había dado la destreza y la había dejado allí para prestarles servicio. El pago debería haber sido el de Aliseda. Pero quién sabía cuál aparecería primero, si Aliseda o el fondo del saco. -Qué pinta tienes -dijo Fell.

– La tuya es peor -replicó Luna, porque ella le había enseñado a trepar a los árboles y a pescar, yeso le daba el privilegio-. ¿Conoces esas cosas hechas de madera o hueso, con una hilera de dientecillos colocados muy juntos? Se llaman «peines».

– Ja, ja. -Señaló la harina-. Espero que la uses toda para hacer pasteles y te pongas gorda. -Sonrió con malicia y volvió hasta donde estaba el burro a grandes zancadas. Levantaron la nieve a su paso mientras subían la colina, y el chico agitó la mano desde la cima.

Luna se sintió mejor. Aliseda Búho nunca habría tenido esa conversación.

Cada tarde, al anochecer, cogía el pequeño tambor del armario de encima de la repisa. Lo miraba y lo acariciaba para imaginársela abrigada, a salvo, y bien, con una comida caliente ante ella y una compañía agradable cerca. Por fin, cuando el último resquicio de sol se metía tras la lejana línea de las colinas, golpeaba con el palillo la fina piel de la base, y el tambor emitía su sonido de pájaro carpintero.

En cada ocasión Luna se preguntaba: ¿podría Aliseda oírlo realmente? y si podía, ¿qué pasaría si Luna lo golpeaba otra vez? Si lo golpeaba tres veces, ¿pensaría Aliseda que algo iba mal y regresaría a casa?

Pero nada iba mal, y Luna guardaba el tambor hasta el siguiente ocaso.

Llegó la Noche Larga, y visitó a sus vecinos, como también sus vecinos la visitaron a ella. Les llevó ramas de abeto atadas con dulcamaras, y caramelos de miel, y pronunció el conjuro de felicidad y de prosperidad a las puertas de sus casas. Vio el paisaje deshelarse y congelarse, deshelarse y congelarse. Llegó el Día de las Velas, y fue al pueblo, que estaba empapado y reanimado con una racha de tiempo más cálido, para presenciar el encendido de las lámparas del año nuevo con la llama de las viejas. Tal vez, decían los aldeanos, nadie encontrara al príncipe jamás. Tal vez, el Rey de las Piedras lo había llevado bajo tierra, y ahora yacía allí, sin respirar, en silencio, para siempre. Y ¿había sabido algo de Aliseda Búho? y ¿no hacía ya mucho tiempo que se había marchado?

Sí, decía Luna, hacía mucho tiempo.

El jardín empezaba a despertar, casi de modo imperceptible, como un gato pensando en el desayuno mientras aún duerme. El rumor del fluir del agua se oía por todas partes, aunque la nieve parecía no haber sufrido alteración y el hielo era tan espeso como antes. De pronto, como si la naturaleza hubiese abierto una puerta de par en par, llegó la primavera, y Luna se encontró agobiada de trabajo. El nacimiento de nuevos corderos la hizo recorrer una y otra vez los caminos embarrados de las colinas entre la cabaña y las granjas de los alrededores. Las yeguas empezaron a parir también. Dio gracias a la sabia naturaleza de que las mujeres y los hombres, al menos, no tuvieran temporada de cría.

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