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Emma Bull: Oro Y Plata

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Emma Bull Oro Y Plata

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Había estado con la baya pura sangre de Tansy Aguavasta desde últimas horas de la mañana. El porro se había dado la vuelta en el vientre de la yegua y se había enredado en el cordón, y Luna casi se quedó paralizada pensando en el valor de los dos animales cuyas vidas estaban en sus manos. Estaba manchada de sangre hasta los codos y ronca de tanto entonar conjuros, pero, por fin, Tansy y ella intercambiaron una mirada triunfante por encima de la cruz del potro que estaba amamantándose.

– Ven a casa a tomar una taza de té caliente -le ofreció Tansy mientras Luna se aclaraba el jabón de las manos y los brazos-. De todas formas, no querrás atravesar el bosque hasta que salga la luna.

La joven alzó los ojos, sobresaltada, hacia la puerta abierta de la cuadra. Las Colinas Abundancia ceñían el sol como un cíngulo.

– Tengo que irme -dijo-. Lo siento. No me pasará nada. -Se dirigió a la senda a todo correr.

Las piedras rodaban bajo sus botas, y el hielo a medio derretir estaba resbaladizo como mantequilla en las sombras. Bajo los árboles era ya casi de noche. Se lanzó colina abajo y remontó la siguiente, y de nuevo cuesta abajo, resbalando, a veces avanzando a gatas. Sentía los huesos quebradizos como ramas quemadas, los tobillos frágiles y expuestos a sufrir una torcedura. Le daba miedo mirar otra vez el sol.

La puerta de la cerca, al final del camino, estaba ya a su alcance. Sollozó de alivio. Tan cerca… Atravesó corriendo el jardín; el aire frío era como fuego en sus pulmones. Se debatió frenética con la puerta principal, hasta que recordó que estaba cerrada por dentro, que había salido por el cuarto de estar. Entró por la puerta trasera con tanta violencia que los cacharros de las baldas tintinearon. Corrió a la chimenea y abrió la puerta del armario de un tirón…

El tambor ya estaba en sus manos, y a través de la ventana el borde del sol, fino como un hilo, asomaba sobre las colinas. Había llegado a tiempo. Cuando el horizonte se cerró como el párpado de una serpiente sobre el disco dorado, Luna golpeó el tambor.

No hubo ningún sonido.

Luna miró de hito en hito el tambor, el palillo, sus manos. Había errado el golpe; tenía que ser eso. Volvió a tocar la piel tensada. Le habría dado igual golpear lana contra lana. No hubo golpe de pájaro carpintero, no sonó la clara y penetrante llamada. Había sentido el palillo entrar en contacto con la piel, lo había visto. ¿Qué había hecho mal?

Lentamente, las palabras de Aliseda acudieron a su memoria: «Cuando no pueda oírlo, dejará de sonaD>. Luna siempre había pensado que el tambor se oiría con dificultad. Pero nunca que enmudeciera. «Dime que no puedes oír esto», pensó enloquecida. Algo más habían dicho cuando se marchaba, algo sobre demostrar las negaciones: que había maneras de probar que el príncipe no podía ser encontrado.

Si estuviese muerto, por ejemplo. Si no fuera más que un montón de huesos bajo la tierra y Aliseda, fuera del alcance de la voz del tambor, podría haberlo seguido incluso en eso, bajo el dominio del Rey de las Piedras.

Pensó en tocar repetidamente el tambor; podía imaginarse a sí misma haciéndolo, golpeándolo hasta que sonara o se rompiera. Pensó también en ponerse a llorar; podía gritar y chillar y romper cosas, y finalmente caer agotada, exhausta y abatida.

Lo que hizo fue quedarse sentada ante la mesa, con el tambor sobre las rodillas, contemplando la creciente oscuridad que se filtraba en el cuarto y lo llenaba todo a su alrededor. La tristeza y la desesperación aumentaban y disminuían en su interior a un ritmo lento, como los días se alargan y se acortan. Cuando la pesadumbre alcanzaba su apogeo, estaba a punto de estallar en llanto, a punto de gritar, a punto de arrojar el tambor. Después empezaba a atenuarse, y pensaba, «no, puedo soportarlo», hasta que volvía a crecer otra vez.

N o haría nada, decidió, hasta que se le ocurriera algo que fuera de utilidad. Si era preciso, esperaría hasta que las arañas la envolvieran con sus blancas telas. Pero haría algo mejor que llorar, que romper cosas.

Las ataduras de cuero del tambor de Aliseda se clavaban en sus dedos crispados. A la mortecina luz del fuego moribundo, el objeto de madera y piel no era más que una mancha informe y pálida sobre su regazo. ¿Cómo era posible que la magia de Aliseda hubiese quedado reducida a esto: un tambor sin voz? ¿Qué voz llegaría ahora hasta ella? y Luna se respondió a sí misma, sobrecogida: «Grandeva».

No podía. Nunca había ido a hablar con Grandeva. ¿Y cómo iba a viajar ella allí, sin nadie que tocara el tambor para ella cuando se hubiera ido? Podría perderse para siempre, deambulando a través de las enmarañadas raíces de los árboles de Grandeva.

Aun así, se puso de pie y echó a andar, entumecidas las articulaciones, hacia el cuarto de estar. Cogió carbón, mirto seco y cedro. Vertió sidra en una taza de madera, y echó dentro una semilla de jazmín azul. Era una serie de pasos preliminares que le eran familiares. Lo había hecho antes para Aliseda. Descolgó la piel de oveja de lana negra de la pared, junto a la puerta, la extendió en el suelo, y colocó al lado la sidra y el incienso; la sidra hacia el este, el carbón hacia el sur. Otro viaje, para coger sal y el pequeño cuchillo con mango de hueso: tierra al norte, el montoncito cónico de sal; y el cuchillo al oeste, por el aire. (La sal procedía del mar, dijo su mente rebelde, y el metal del cuchillo se había extraído de la tierra y había sido templado con el fuego y el agua. Pero temía caer en la herejía ahora, temía dudar del conocimiento en el que debía confiar las vidas que estaban a su cuidado, de modo que hizo las cosas como le habían enseñado.)

Por último sacó el tambor grande, el tambor de viajes, de su caja de mimbre y lo puso sobre la piel de oveja. Le serviría de ayuda durante parte de su viaje. Pero, cuando cruzara la frontera, tendría que dejar cuerpo, dedos, tambor, todo, al cruzarla, y el tambor se callaría. Necesitaba tan poco… Sólo un tap, tap, tapo En fin, tendría que bastarle con su corazón.

Luna se sentó cruzada de piernas sobre la piel de oveja. Con la mano derecha cogió el cuchillo y trazó una línea en el suelo a su alrededor, como si fuera un compás. Se pasó el cuchillo a la mano izquierda por detrás de la espalda, con cuidado, y la punta del cuchillo no perdió contacto con la pizarra del suelo ni un solo momento. Hubo un tiempo en que le resultaba difícil, cuando aprendía a coger el cuchillo que Aliseda le pasaba. Dibujó el círculo por segunda vez, en esta ocasión con los granos de sal que iba soltando con ambas manos; lo repitió con el cedro y el mirto, que humeaban y chisporroteaban al arder sobre el trozo de carbón. Por último, trazó el círculo mojando los dedos en la sidra y sacudiéndolos, y se bebió el resto. A continuación cogió el tambor.

Intentó captar el ritmo de su respiración, de su corazón, el ritmo que siempre estaba en su interior. Sólo cuando estuvo segura de ello, dejó que sus dedos se movieran al compás, golpeando el tambor. El instrumento vibró bajo sus dedos, emitiendo notas graves. Cuando sus manos se sintieron seguras sobre la piel tensada, Luna cerró los ojos.

Un árbol. Luna sabía que ése era el inicio del viaje; tenía que empezarlo en la punta de una rama del enorme árbol. ¿Pero qué clase de árbol? ¿Era de día o de noche? ¿Debería imaginarse a sí misma como un pájaro o un insecto, o como era en realidad? ¿Y cómo podía pensar en todo eso y al mismo tiempo tocar el tambor?

Tenía el cuello tenso, y empezaba a dormírsele un pie. «Piensas de masiado», se reprendió. Aliseda nunca había tenido este problema. Aliseda tampoco le había sugerido nunca que hubiese cosa tal como pensar demasiado. Si se pensara más, habría dicho, se arreglarían la mayoría de los problemas que había en el mundo.

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