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Emma Bull: Oro Y Plata

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Emma Bull Oro Y Plata

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Se quedó un poco más junto al arroyo. Luego se quitó la mochila de la espalda y buscó en su interior hasta encontrar la bolsita de tela en la que guardaba sus cosas de más valor. De ella sacó un broche de plata que representaba una rana saltando. Lo había lucido en los días festivos, prendido en su chal verde. Era un regalo de Aliseda, aunque, pensándolo bien, todo lo era. Lo echó al manantial.

¿Había hecho bien? Sí, la rana era una criatura acuática, aunque respirara aire la mitad del tiempo. Y la plata era un metal del agua, a pesar de que se extraía de la tierra y se la trabajaba con fuego, y se ponía negra tan deprisa en el agua como en el aire. ¿Cómo podía estar basada la magia en la comprensión de la verdadera naturaleza de las cosas si hacía caso omiso de tanto?

Una burbuja subió a la superficie y estalló ruidosa. Se echó a reír.

– No hay de qué, e igualmente -dijo, y se puso otra vez en marcha.

El Mar de la Espesura le proporcionó lecho con su acopio de agujas, planas y secas, caídas a lo largo de cien años, y madera en abundancia para encender fuego. Hacía frío bajo su techo de ramas bajas, pero eso podía remediarlo. Mantuvo la hoguera bien alimentada con ese propósito, y también para defenderse de carnívoros demasiado debilitados por el invierno para ir tras los caballos de Burnton del Páramo.

Un día más de viaje, y otro más. Si trepara a la copa de uno de los pinos más altos, ¿ofrecería el Mar de la Espesura el mismo panorama que la inmensa pradera, ondulante, casi infinito? Al tercer día, cuando los contados rayos del sol que alcanzaban el suelo del bosque eran oblicuos y alargados, se levantó el viento. Luna oyó el crujido de los viejos troncos, allá arriba, y a las ramas bajas chascar y agitarse como escobas manejadas por unas manos furiosas, y decidió acampar.

En el Mar de la Espesura nunca se veía ponerse al sol. Para entonces, bajo el dosel de los árboles, ya estaba oscuro. En consecuencia, Luna preparó una hoguera y puso agua a cocer antes de sacar el tambor de Aliseda de su mochila.

Los árboles bramaban en lo alto, pero a nivel del suelo Luna sólo sentÍa una brisa racheada. Se arrebujó en su capa y golpeó el tambor.

No sonó, pero en lo alto Luna oyó una especie de trueno estrepitoso y sintió una ráfaga de aire en la cara. Se echó hacia atrás sobresaltada. El tambor se le escapó de las manos.

Una forma difusa se posó en una rama baja, al otro lado de la hoguera. La luz se reflejó de manera irregular en sus enormes ojos amarillos, en los altos penachos de plumas que le coronaban la cabeza, en el pálido pecho. Un búho.

– Uh -dijo, más fuerte que el atronador viento-. Uuju.

Sin quitarle los ojos de encima, Luna se inclinó hacia adelante y alargó la mano hacia el tambor.

El búho batió las alas con estruendo y abrió mucho el pico.

– Uuuh, pipooollo -gritó-. Milraaama. Milraaama.

Luna palideció. El búho descendió de la rama, veloz y recto, como

una piedra al caer. Sus garras se cerraron en las ataduras del tambor. Las enormes alas batieron una vez, dos, y el ave desapareció tragada por la oscuridad.

Luna cayó de rodillas, jadeante. La voz del búho resonaba todavía en sus oídos como un eco; el eco de otra voz. «Pimpollo. Milenrama. Milenrama.»

Unas lágrimas ardientes le humedecieron las mejillas.

– Oh, mi pimpollo, mi tallo de milenrama -repitió en un susurro-.

¡Vuelve! -gritó a la noche. No hubo más respuesta que el viento. Se llevó las manos a la cara y lloró hasta quedarse dormida.

Con la llegada del nuevo día, el Mar de la Espesura cerró filas a su alrededor como había hecho antes, rebosante de cantos de pájaros y placidez, pérfido y descarado. En una cosa, al menos, su espíritu compaginaba con el suyo. La luz bajo los árboles era grisácea, lúgubre, y se oía el golpeteo de la lluvia en las ramas altas. Luna atizó las cenizas de su fuego interno y esperó a que su corazón se deshelara. Iría a Hark Grande, y más allá si era preciso. Aún podía haber alguna esperanza. Y, si no era así, al menos cabía la posibilidad de un ajuste de cuentas.

A lo largo de todo el día, el sendero la condujo cuesta abajo, y caminó hasta que los muslos le ardieron y el estómago se le contrajo de hambre. La lluvia cayó con más fuerza, empapándola cuando el viento sacudía las ramas. Tenía intención de dejar atrás el Mar de la Espesura antes de volver a dormir, aunque para ello tuviera que caminar toda la noche. Pero los árboles empezaron a clarear al final del día, y poco después vio una elevación pelada al frente. La remontó y contempló el panorama que se extendía a sus pies.

El valle estaba cubierto con una niebla baja que se arremolinaba lentamente con la lluvia. Sobresaliendo de la niebla, asomaba la ciudad más grande que Luna había visto jamás. Estaba rodeada por una muralla de piedra, con los portones de roble y hierro; los tejados, de pizarra y tejas, hablaban de su prosperidad. En todos los torreones de la muralla ondeaban pendones, con los colores oscurecidos por la lluvia y apagados por la mortecina luz. En el centro de la ciudad había un edificio alto, blanco, y con tejados rojos, con cuatro torres redondas en las esquinas, iguales a las de la muralla.

El chico también tenía razón en que nunca encontraría información sobre una persona en un sitio así, a menos que esa persona fuera el rey o la reina. Luna se inclinó para resguardarse del azote de la lluvia, que había cambiado otra vez de dirección.

¿Por qué no? Aliseda había salido en busca del príncipe. Tal vez hubiese ido a palacio a exponer su propósito y proseguir con sus indagaciones desde allí. ¿Por qué no hacer lo mismo?

Se sacudió el agua que le empapaba la capa y echó a andar sendero abajo. Quedaba otra hora de camino para llegar a las puertas, y quería estar dentro de la ciudad al anochecer.

Por fin la muralla se alzó ante ella, opresivamente alta, oscura y reluciente por la lluvia. Encontró los enormes portones de acceso abiertos; el apresurado trasiego de carretas, caballos y gentes a pie en una y otra dirección la impresionó. Nadie pareció fijarse en ella cuando se unió a la oleada de gente que iba y venía. Se abrió paso entre la muchedumbre y, por más que miró y miró, no vio a nadie que tuviese una apariencia más oficial que el resto. De hecho, todo el mundo parecía muy ocupado e importante. «Así que ésta es la vida de ciudad», pensó Luna, y salió del aglomerado fluir de gente para echar un vistazo en derredor.

Sabía que, sin tenerlo a vista de pájaro, no encontraría el palacio a no ser por casualidad. En consecuencia, preguntó cómo llegar hasta él a una mujer y un hombre que estaban descargando un carro lleno de balas de heno.

La miraron y parpadearon, como si estuviesen demasiado agotados para pensar; estaban tan empapados como Luna, y parecían tener menos esperanza de encontrar lo que buscaban. Sus expresiones de sorpresa eran tan semejantes que Luna se preguntó si no serían parientes, y, de hecho, sus ojos eran muy parecidos, de un color verde grisáceo como la salvia. El hombre llevaba una chaqueta pardusca, con un roto en el codo; la mujer se cubría los hombros y la canosa cabeza con un chal negro y largo.

– Siguiendo la muralla, por allí -respondió el hombre finalmente-, hasta que llegue a una calle ancha, pavimentada con ladrillos. Siga por ella, colina arriba, hasta que lo vea.

– Gracias. -Luna miró de soslayo el carro de heno, que aún estaba casi lleno. «El trabajo es un bálsamo para el corazón», decía Aliseda-. ¿Quieren que les eche una mano? Podría subirme al carro y echar las balas.

– Oh, no -repuso la mujer-. No se moleste.

Luna sacudió la cabeza.

– Habla como mis vecinos. Con ellos estaría discutiendo sin parar quince minutos hasta convencerlos. En lugar de eso, vaya empezar a descargar balas de heno.

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