Philip Pullman - La maldición del rubí

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La maldición del rubí es el primer número de Sally en donde se nos presenta a una chica de 16 educada para ser una mujer independiente, en un siglo donde la mujer no lo era tanto. Sus conocimientos en economía, finanzas e inversiones igualan y superan a los mejores en su tiempo, como lo fué su padre.
En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.

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Le costó concentrarse de nuevo. Volvió a pensar en la obscuridad de la Pesadilla, en la señora Holland. Tanto la vieja como Sally pensaban constantemente la una en la otra; y cuando eso sucede, tarde o temprano, la gente acaba por encontrarse.

El sábado por la mañana temprano, un hombre y un chico, que estaban en una barca cargada de estiércol, divisaron un cuerpo en el agua, en el tramo del río conocido como Erith Reach. Con la ayuda de un gancho lo subieron a la barca y lo colocaron con cuidado encima de su estiércol flotante. Era el primer cadáver que veía el chico y estaba muy contento. Hubiese querido quedárselo durante un buen rato, para exhibirlo mientras navegaban y causar la admiración del resto de las embarcaciones que pasaran por su lado. Pero su padre atracó el bote en Purfleet y entregó el cuerpo a las autoridades. La barca con los excrementos de caballo continuó su camino hacia las granjas de Essex.

Los fines de semana, Jim pasaba mucho tiempo en Burton Street. Se había enamorado de Rosa, que enseguida le había ofrecido unos cuantos papeles en las historias de la Compañía Estereográfica. Jim representaba el papel de Oliver Twist; el de un chico en la cubierta de un barco en llamas; el de Puck; el de un príncipe en la torre, al lado de Frederick, que, de forma poco convincente, hacía el papel del tío malvado. Pero la verdad es que no importaba demasiado cómo estaba caracterizado Jim o si hacía un papel de bueno o de malo, porque sus rasgos eran tan pronunciados y definidos que la única expresión que la cámara podía captar era la del típico pillo con un rostro malicioso pero simpático.

Lo probaron una vez con la obra ¿Cuándo viste por última vez a tu padre?, y Frederick, mirando la escena a través del objetivo, dijo:

– Parece como si estuviera a punto de convencer a los parlamentarios de que compren género robado.

Aquel sábado, Jim había exclamado al entrar en la tienda:

– ¡Eeehhh! ¡Escuchadme todos! ¡Selby ha desaparecido! Esta mañana no ha venido al trabajo. Me apuesto lo que sea a que se lo han cargado. Me apuesto a que ese tipo del Hotel Warwick le ha cortado el pescuezo.

– No te muevas -dijo Rosa, con la boca llena de agujas.

El estudio se había convertido en Palestina, mediante unas cortinas negras decoradas.

Rosa estaba intentando vestir a Jim para que se pareciera al rey David, para unas series sobre la Biblia que Trembler estaba convencido de que se venderían muy bien a las misiones.

– ¿Cuándo fue la última vez que te lavaste las rodillas, Jim? -le preguntó Rosa.

– Apuesto a que el rey David tampoco se lavaba nunca sus malditas rodillas. Además, ¿quién va a mirar esa fotografía, de todas formas?

– Los caníbales -contestó Sally.

– Bueno, la roña ya me saltará cuando esté en la olla, ¿no? No parece que te importe mucho Selby. ¡Qué te apuestas a que está muerto!

– Es posible -dijo Rosa-. ¿Podrías parar de moverte un rato, por favor? Tenemos mucho trabajo…

Un cliente entró en la tienda y Sally salió a atenderle; cuando volvió, sonreía de oreja a oreja.

– ¡Escuchad! -dijo ella-. ¡Escuchad, es maravilloso! Ese hombre venía de parte de Chainey, los impresores. Quieren imprimir muchas de nuestras fotografías para ponerlas a la venta por todo Londres. ¡Esto funciona! ¿No os parece magnífico?

– ¡Excelente! -dijo Frederick-. ¿Y cuáles quieren?

– ¿Cuánto nos van a pagar? -preguntó Rosa.

– Le dije que volviera el lunes, porque hoy estábamos demasiado ocupados para hablarlo ahora, y que teníamos que valorar unas cuantas ofertas de otras empresas. Cuando vuelvan…

– ¡No me lo puedo creer! -exclamó Rosa-. ¡Pero no es verdad que hayamos recibido otras ofertas!

– Bueno, a lo mejor aún no. Pero muy pronto será así. Sólo me estoy anticipando un poco para poder subir el precio. Cuando vuelvan deberás ser tú, Frederick, el que negocie con ellos. No te preocupes, te explicaré lo que debes decirles.

– Espero que lo hagas, porque no tengo ni la más mínima idea de que lo que debería decirles… ¡Por cierto! Casi me olvidaba… ¿Has visto esto? Quería enseñártelo antes.

Y cogió un ejemplar de The Times.

– ¡Por el amor de Dios! -dijo Rosa, enfadada-. ¿Pero vamos a hacer algunas fotografías hoy o no?

– Pues claro que sí -dijo él-, pero esto podría ser importante. Escuchad: «Srta. Sally Lockhart. Si la señorita Sally Lockhart, hija del difunto Matthew Lockhart, señor de Londres y Singapur, pregunta por el señor Reynolds en el Hotel Warwick, en Cavendish Place, se enterará de algo que le puede interesar». ¿Qué os parece?

Jim silbó.

– Es él -dijo Jim-. Ése es el tipo que mató a Selby.

– Es una trampa -dijo Sally-. No iré.

– ¿Y si voy yo y finjo ser tú? -se ofreció Rosa.

– No vayas -dijo Jim-. Te cortará el cuello, como hizo con Selby.

– ¿Qué sabes de Selby? -preguntó Frederick-. Estás obsesionado, pequeño monstruo.

– Me apuesto lo que quieras -dijo Jim enseguida-, me apuesto media corona a que está muerto.

– Trato hecho. Escucha Sally, vendré contigo si quieres. El hombre no podrá hacer nada si yo también estoy.

– ¿Y si es una trampa del señor Temple? -preguntó Sally-. Parece que olvides que se supone que estoy escondida. Él es legalmente mi tutor, así que seguro que está poniendo en práctica todo tipo de estratagemas para encontrarme otra vez.

– Pero podría ser algo que tiene que ver con tu padre… -dijo Rosa-. Ten en cuenta que, para empezar, te ha llamado Sally, y no Verónica.

– Es verdad. ¿Y ahora qué hago? Es que no sé, no sé… Y además tenemos mucho trabajo. Venga, sigamos con esta fotografía…

El domingo por la tarde, Adelaide y Trembler fueron a dar un paseo. Pasaron por delante del Museo Británico, después por Charing Cross Road y contemplaron al almirante Nelson en su pedestal; luego pasearon por el centro comercial. Más tarde, intentaron visitar a Su Majestad la Reina, pero desgraciadamente no estaba en casa aquel día. Lo supieron simplemente observando si estaba izada la bandera situada en la parte más alta de Buckingham Palace; y no era el caso.

– Debe de estar en Windsor -dijo Trembler-. Es normal. Bueno. Vamos a comprar unas castañas calentitas.

Se compraron un cucurucho de castañas, pasearon por el parque y desmenuzaron unas cuantas para dárselas a los patos, que se deslizaban hacia los trocitos, peleándose, como si fueran pequeños buques de guerra. Adelaide nunca hubiese soñado una tarde como ésa. Reía y bromeaba como si se hubiera olvidado de todas sus desgracias. También Trembler estaba contento. Le enseñó a lanzar piedras de forma que rebotaran sobre la superficie del agua, hasta que un guarda del parque les llamó la atención y les informó de que eso estaba prohibido. Justo cuando el guarda volvió la espalda, Trembler le sacó la lengua y los dos se echaron a reír de nuevo.

Fue entonces cuando los vieron. Un joven trabajador de un aserradero, situado detrás de Wapping High Street, estaba paseando con su chica, una camarera de Fulham. En una ocasión el chico había entrado en contacto con uno de los inquilinos de la señora Holland, con motivo de un cargamento de tabaco robado de un almacén. Recordó que la mujer ofrecía una recompensa por saber algo del paradero de Adelaide. El joven tenía vista de lince y reconoció a la chiquilla al instante. Arrastró a su novia fuera del camino, decidido a seguir a Adelaide y a Trembler.

– ¡Eh! ¿Dónde me llevas? -le preguntó la camarera.

– Actúa con naturalidad -respondió el joven-. Tengo mis razones.

– Ya conozco «tus razones» -dijo la chica-. No voy a ir contigo detrás de los matorrales. ¡Para ya! ¡Volvamos atrás!

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