Philip Pullman - La maldición del rubí
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En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.
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– Ya ha usado una pistola antes, ¿verdad? -dijo él-. Voy a limpiar el estudio; hoy tenemos sesión fotográfica.
El estudio era una habitación con cortinas de terciopelo, delante de las cuales los clientes tenían que adoptar posturas ciertamente incómodas en una butaca de crin, o bien posar cogidos de la mano junto a una aspidistra. Esa mañana tenía que venir una chica que deseaba una fotografía para enviársela a su prometido, un joven que trabajaba en el comercio de madera en el Báltico y regresaba a casa sólo dos veces al año. Rosa se había enterado de esto y de mucho más. Se pasaba largas horas hablando con la gente hasta que conseguía la información que deseaba.
La cliente llegó (acompañada de su madre) a las once. Sally las acompañó hasta el estudio, donde Frederick estaba preparando la gran cámara con la que hacía las fotografías, y aprovechó para pedirle prestado un poco de aceite; luego se fue a la cocina para engrasar el arma. Adelaide fue a la tienda para ayudar a Trembler y la dejó sola, pero Sally ni se dio cuenta. El olor del aceite, el tacto del metal, la sensación de eliminar poco a poco todo lo que obstruía los mecanismos de la pistola, para conseguir que volviera a funcionar correctamente, le producía un sentimiento interior de calma, de felicidad sosegada. Cuando finalmente la pistola ya estuvo a punto, la dejó encima de la mesa y se limpió las manos.
Ahora tendría que probarla. Inspiró profundamente y soltó el aire despacio. Estaba preocupada por el estado del cañón, demasiado desgastado. El mecanismo estaba en perfectas condiciones; el gatillo se movía sin dificultad; el percutor se soltaba y bajaba con una gran precisión hasta el punto justo; nada estaba doblado, ni torcido, ni tampoco roto. Pero si el cañón no podía contener la fuerza de la explosión, se arriesgaba a perder la mano derecha.
Echó un poco de pólvora, negra y arenosa, en el cañón y la apretó hacia el fondo con firmeza. Luego arrancó un pequeño trozo de tela azul del dobladillo del vestido que Rosa había estado cosiendo y envolvió una de las balas de plomo para asegurarse que estuviera perfectamente ajustada. La bala se mezcló en el cañón con la pólvora y después introdujo en él un pedacito más de tela para rellenarlo. Lo prensó todo hacia dentro con fuerza y cogió una cápsula de percusión de la caja: un pequeño cilindro de cobre con un extremo cerrado, relleno de un poco de fulminante, una combinación química que explotaba cuando era golpeada por el percutor. Tiró del percutor hacia atrás hasta que hizo die dos veces, colocó la cápsula encima del pistón y, con mucho cuidado, sostuvo el percutor mientras, con suavidad, apretaba el gatillo. Eso provocó que el percutor bajara, aunque se quedó a medio camino, justo en la posición de bloqueo.
Trembler y Adelaide estaban en la tienda; Frederick, en el estudio; Rosa se había marchado al teatro; no había nadie que, observándola, pudiese distraerla. Salió al patio. Había un cobertizo de madera. La puerta estaba desconchada y le podía servir de blanco.
Después de comprobar que no había nada en el cobertizo, excepto algunas macetas rotas y sacos vacíos, contó diez pasos desde la caseta y se volvió.
En el patio hacía frío, y Sally no llevaba suficiente ropa de abrigo; su mente era incapaz de librarse de imágenes de un brazo destrozado, de sangre saliendo a borbotones por heridas abiertas y huesos astillados; pero la mano que levantó para apuntar la pistola se mantuvo absolutamente firme. Estaba satisfecha.
Llevó hacia atrás el percutor con un die de más para desbloquearlo y apuntó al centro de la puerta.
Entonces apretó el gatillo.
El arma saltó en su mano, pero la chica ya lo tenía previsto y calculado. El gran bang y el olor de la pólvora eran diferentes de las detonaciones y los olores a los que estaba acostumbrada, aunque tenían algo de parecido, lo suficiente para provocar una agradable sensación placentera. En ese mismo instante se dio cuenta de que el cañón había resistido y que aún tenía el brazo y la mano en su sitio, y que el patio estaba tal como lo había encontrado antes del disparo.
Con la puerta del cobertizo incluida.
No veía ningún agujero de bala en ninguna parte. Desconcertada, examinó la pistola, pero estaba vacía. ¿Se había olvidado de poner la bala dentro? No, se acordaba del trocito de ropa del vestido azul. ¿Entonces que había pasado? ¿Dónde había ido a parar la bala? La puerta era lo suficientemente grande, eso estaba claro. De hecho, a esa distancia incluso hubiese podido darle a una tarjeta de visita.
Entonces vio el agujero. Estaba a medio metro de la puerta, hacia la izquierda, y a unos pocos centímetros del suelo; Sally había estado apuntando más o menos a la altura de sus ojos y se alegró de que su padre no hubiera visto ese disparo. Quizá el retroceso de la pistola fue lo que hizo que fallara. Sally rechazó esa idea de inmediato. Había disparado cientos de veces; sabía cómo disparar una pistola.
Llegó a la conclusión de que debía de ser la misma pistola. Un cañón ancho y corto, que no tenía nada que ver con un rifle, no era precisamente lo mejor para conseguir una gran precisión en el disparo. Suspiró. Al menos ahora tenía algo que hacía mucho ruido y olía a pólvora, y le podría servir para asustar a cualquiera que la quisiera atacar; pero, eso sí, sólo tendría una oportunidad…
La puerta de la cocina se abrió y Frederick salió corriendo.
– ¡Pero qué diablos…! -gritó.
– No pasa nada -dijo ella-. No se ha roto nada. ¿Habéis oído el ruido desde dentro?
– Pues claro que lo hemos oído. Mi querida cliente saltó de la silla y un poco más y no sale en la fotografía. ¿Qué estás haciendo?
– Estaba probando una pistola. Lo siento.
– ¿En pleno Londres? Eres una inconsciente, Lockhart. No sé cómo reaccionará la señora Holland, pero ¡por Dios que me habéis dejado aterrorizado!, como decía el duque de Wellington cuando se dirigía a sus soldados -dijo él en un tono más suave-. ¿Estás bien?
Frederick se acercó y le puso la mano sobre el hombro. Sally estaba temblando; tenía mucho frío. Se sentía mal y estaba enfadada consigo misma.
– Mírate -dijo él-. Estás temblando como una hoja. ¿Cómo puedes apuntar bien si estás tiritando de esa manera? Ven dentro para entrar un poco en calor.
– No tiemblo nunca cuando disparo -murmuró Sally, con un hilo de voz; y se dejó llevar adentro como si estuviera enferma. «¿Cómo puede ser tan estúpido? ¿Cómo puede estar tan ciego? -pensó ella, a la vez que se preguntaba-: Y yo ¿cómo puedo ser tan débil?»
No dijo nada, y se sentó a limpiar la pistola.
La Cabeza de Turco
La señora Holland, para cumplir su parte del trato con Selby, encargó a uno de sus hombres que lo protegiera. Era un chico que se pasaba todo el rato sentado en la oficina limpiándose las uñas, silbando de una forma horrible, acompañando a Selby a todas partes, registrando a todo el mundo que se le acercaba por si llevaba encima armas escondidas.
Jim estaba más que entretenido, y se las ingenió para que el guardaespaldas le registrara cada vez que entraba en su despacho; y lo hacía tantas veces como podía, hasta que Selby perdió la paciencia y le ordenó que no volviera más por allí.
Pero atormentar a Selby no era la única preocupación de Jim. Últimamente había pasado bastante tiempo en Wapping. Había conocido a un guarda de noche en el embarcadero del Muelle de Aberdeen, que le proporcionaba información sobre la señora Holland a cambio de ejemplares atrasados de Relatos policíacos para chicos británicos. Esa información no es que fuera precisamente muy interesante, pero era mejor que nada. Y, lo mismo sucedía con lo que le explicaban los mudlarks, niños y niñas que sobrevivían recogiendo trozos de carbón y algunos trastos del barro, durante la marea baja. Éstos a veces también echaban una ojeada a las barcas sin vigilancia, pero pocas veces se atrevían a alejarse demasiado de la orilla. Sabían perfectamente quién era la señora Holland y seguían de cerca todos sus movimientos con mucha atención. Por ejemplo, al día siguiente de que Sally probara su nueva arma, le contaron a Jim que la señora Holland y Berry habían salido por la mañana, hacia el oeste, con ropa de abrigo, y que aún no habían vuelto.
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