La caja estaba vacía.
– ¡Ha desaparecido!
Su voz era tranquila y sorprendida a la vez.
– ¿Desaparecido, señora Holland?
– El rubí, cabeza de chorlito. Estaba aquí, en esta caja, y alguien se lo ha llevado.
Con amargura metió la caja otra vez dentro del agujero, después de comprobar que no había nada más allí, y encajó la piedra en su sitio, justo cuando la puerta se abrió y la luz de una vela apareció en la escalera.
– ¿Todo bien? -se oyó la voz del propietario.
– Sí, gracias, cariño. He visto la luz, y también mi hijo. ¿Verdad, Alfred?
– Sí, madre. La he visto perfectamente.
– Se lo agradecemos mucho -dijo la señora Holland mientras salían del sótano-. ¿Sabe si ha bajado alguien aquí últimamente?
– No desde que el comandante Marchbanks bajó hace uno o dos meses. Estaba mirando los cimientos de los Tudor -dijo-. Un buen tipo. Murió la semana pasada.
– ¡Lo que son las cosas! -exclamó ella-. Y después de él, ¿nadie más ha estado aquí, entonces?
– Puede ser que mi hija haya dejado entrar a alguien, pero no lo sé, no está aquí ahora. ¿Por qué lo dice?
– No, por nada -dijo la señora Holland-. Es un lugar muy pintoresco, eso es todo.
– ¿Eso es todo? -dijo él-. Muy bien, entonces.
La señora Holland debía darse por satisfecha. Pero le comentó a Berry, mientras esperaban el tren:
– Sólo hay una persona que sabía dónde estaba el rubí: la chica. Hopkins está muerto y Ernie Blackett no cuenta… Es la chica. La encontraré, Berry. La encontraré y la destriparé, te juro que lo haré. Se me ha acabado la paciencia…
El viernes 8 de noviembre, Selby dio una vuelta por el río. Era parte de su trabajo, ocasionalmente, hacer inspecciones en los barcos del puerto, de los cargamentos de los almacenes y expedir certificados y conocimientos de embarque. Antes había sido un buen agente marítimo. Era activo y enérgico, y sabía determinar perfectamente el valor de las mercancías de todo tipo, del mismo Londres y también procedentes del extranjero. Tenía buen ojo para los barcos, y eran pocos, en aquel tiempo, los que sabían hacer negocios mejor que él.
Así que, cuando surgió la oportunidad de inspeccionar una goleta para reemplazar a la perdida Lavinia, Selby la aprovechó enseguida, con un gran sentimiento de alivio. Este era un trabajo que no comportaba ningún problema, sin asuntos turbios ni nada que ver con los negocios orientales: simplemente una inspección normal y corriente. El viernes por la tarde se dirigió hacia la estación de tren Blackwall, bien abrigado, para contrarrestar el frío, y con una petaca de coñac en un bolsillo interior, para poder valorar mejor la embarcación.
Le acompañó Berry. El anterior guardaespaldas había tenido problemas por un desafortunado asunto con un policía, un pub y un reloj robado; y como no había nadie mejor, la señora Holland había enviado a Berry a Cheapside.
– ¿Dónde vamos, señor Selby? -preguntó mientras bajaban del tren.
– Al río -dijo Selby, con absoluta brevedad.
– Ah.
Caminaron hasta el embarcadero de Brunswick, donde debía esperarlos una barca de remos para llevarlos a los astilleros, en la desembocadura de Bow Creek. La goleta estaba amarrada allí. El embarcadero estaba desierto; sólo había un esquife que se balanceaba al pie de las escaleras, con alguien que cogía los remos, con un abrigo verde en mal estado y un gran gorro.
Cuando llegaron, el barquero salió del esquife y ayudó a bajar a Selby. Entonces se volvió hacia Berry.
– Lo siento, señor, el barco sólo tiene capacidad para dos.
– Pero se supone que debo ir con él -dijo Berry-. Me lo han dicho. Son órdenes.
– Lo siento, señor. No hay espacio.
– Pero ¿qué haces ahí parado? -gritó Selby-. Muévete, venga. Soy un hombre ocupado.
– Dice que sólo hay sitio para dos, señor Selby -dijo Jonathan Berry.
– Bueno, sube a la barca y rema tú mismo -dijo Selby-. Pero llévame allí sin perder el tiempo.
– Lo siento mucho, señor -dijo el barquero-. Es política de la empresa no alquilar barcas sin un empleado a bordo. Lo siento, señor.
Selby gruñó con impaciencia.
– De acuerdo. ¡Tú, como sea que te llames, quédate aquí! No te alejes del embarcadero.
– Muy bien, señor Selby -dijo el guardaespaldas.
Se sentó en un noray, encendió una pipa corta y miró plácidamente cómo Selby se alejaba sobre la barca, deslizándose lentamente hacia las aguas turbias del río.
Y a la seis en punto, cuando ya iban a cerrar el embarcadero y lo encontraron aún sentado allí, esperando, por fin Berry se dio cuenta de que algo andaba mal.
– ¡Maldito pedazo de merluzo! -gritó la señora Holland, y entonces empezó a insultarle, llevó a cabo un largo y completo análisis de su carácter, recordó a sus antepasados y le pronosticó el futuro.
– ¡Pero me dijo que le aguardara allí! -protestó Berry.
– No te das cuenta de lo que pasa, ¿verdad? No te das cuenta de lo que has hecho, ¿verdad? ¡Pedazo de zoquete!
– Sólo porque usted no me había dicho nada -murmuró el gigante, pero no se atrevió a decirlo en alto.
La obsesión de la señora Holland por el rubí era tan grande que parecía que para ella no existiera nada más en el mundo. Su interés por Selby sólo había sido pasajero, prometedor por unos momentos, pero nada que ver con la increíble fascinación que sentía por el rubí. Expulsó a los pocos inquilinos que tenía en la pensión para vaciar la casa, y colgó un cartel que decía: «COMPLETO» en la puerta principal; envió espías por todos los rincones de Londres para buscar a Sally y Adelaide y, por si acaso, también al fotógrafo rubio.
Ponía a Berry en un estado de agudo nerviosismo: el mínimo gesto de la mujer lo enfurecía; con sólo una palabra lo asustaba, y su repentina aparición en una habitación lo hacia saltar como un niño que se siente culpable.
La señora Holland andaba por la casa murmurando y maldiciendo; merodeaba por los límites de su territorio, desde la Escalera Vieja de Wapping hasta la Cuenca de Shadwell; desde el Muelle del Ahorcado hasta la estación de Blackwell, fijando sus brillantes y atentos ojos en cada una de las chicas que veía pasar. No dormía mucho; se sentaba en la cocina a tomar té hasta que se adormecía un rato. Berry andaba de puntillas y le hablaba con mucha educación.
En cuanto a Sally, se sentía perdida.
Se había comprado un arma, pero no sabía quién era su enemigo. Y se había enterado de cómo había muerto su padre, pero no podía entender el porqué.
Y los días pasaban… Era consciente que esa primera visita a Cheapside había puesto en movimiento algo que ahora estaba fuera de control. Las cosas giraban a su alrededor de una forma confusa, como si estuviera andando a ciegas entre grandes y peligrosas máquinas, en una fábrica a obscuras… Sabía que la única forma de averiguar más cosas era arriesgarse a entrar en la Pesadilla de nuevo. Y no podía hacerlo; aún no.
La situación era de lo más irónica, porque eso le sucedía justamente cuando por primera vez tenía amigos, una casa llena de gente y un objetivo claro en la vida. Cada día que pasaba llevaba los negocios con mayor seguridad y se le ocurrían mil ideas distintas para prosperar. Desgraciadamente, la mayoría de ellas costaban dinero y no había capital disponible para ponerlas en práctica. Sally no podía utilizar el que le había dejado su padre, porque lo tenía que pedir a través del señor Temple; además, acudir a él podría significar perder la libertad inmediatamente.
Era más fácil pensar en Frederick. ¡Ese chico era una mezcla de frivolidad por pereza e ira apasionada, de despreocupación bohemia y perfeccionismo profesional! Frederick era un caso que podría fascinar a cualquier psicólogo. Sally pensó: «Debo pedirle que me enseñe fotografía. Pero aún no; primero debo resolver el misterio».
Читать дальше