– Supongo que sabe cómo se utiliza una pistola.
– Sí. Tenía una, pero me la robaron. Ya te lo conté.
– Es verdad. Bueno, veremos lo que puedo hacer.
– Si prefieres no hacerlo, puedo pedírselo a Frederick. Pero pensé que quizá conocerías a alguien…
– ¿A alguien metido en asuntos ilegales?
Ella asintió.
– Bueno, puede ser. Ya veremos.
Se abrió la puerta y Adelaide entró con nuevas estereografías, acabados de imprimir. La expresión de Trembler cambió y dibujó una sonrisa de oreja a oreja, mostrando todos sus dientes bajo el bigote.
– Aquí está mi encantadora muchachita -dijo con satisfacción-. ¿Dónde estabas?
– Con el señor Garland -respondió la niña que, al ver a Sally, añadió-: Buenos días, señorita.
Sally sonrió y fue a saludar a los demás.
El miércoles por la tarde, dos días después de que el desconocido hubiera desembarcado, la señora Holland recibió la visita de Selby.
Era una visita inesperada; la mujer no sabía cómo comportarse con una víctima del chantaje, así que lo hizo lo mejor que supo.
– Entre, señor Selby -dijo sonriendo, con su tez amarillenta y brillante-. ¿Desea tomar un té?
– Muy amable -murmuró el caballero-. Gracias.
Durante algunos minutos intercambiaron cumplidos, hasta que la señora Holland perdió la paciencia.
– Bien, vayamos al grano -dijo ella-. ¡Adelante! Veo que se muere de ganas de contarme algo, e intuyo que son buenas noticias.
– Es una mujer inteligente, señora Holland. Le tengo una gran admiración, aunque haga poco tiempo que nos conocemos. Usted sabe algo sobre mí, no lo negaré…
– No puede negarlo -dijo la señora Holland.
– No lo haría si pudiera. El hecho es que usted debe saber que hay peces más gordos que yo. Usted tiene en su poder sólo el extremo de algo. ¿Qué le parecería tener todo lo demás?
– ¿Yo? -preguntó mostrando una falsa sorpresa-. Yo no soy la parte implicada, señor Selby. Sólo soy la intermediaria. Deberé hacer la propuesta a mi interlocutor.
– Bien, de acuerdo -dijo Selby, con impaciencia-, deberá consultárselo a ese caballero, si usted insiste. Aunque no entiendo por qué no le deja de lado y se ocupa usted directamente del asunto… pero es su decisión.
– Exacto -dijo la mujer-. Bueno, ¿me lo va a contar todo?
– No todo a la vez, por supuesto que no. ¿Por quién me ha tomado? También yo debo tomar mis precauciones.
– ¿Qué desea entonces?
– Protección. Y el setenta y cinco por ciento.
– La protección se la garantizo; el setenta y cinco por ciento, ni hablar. El cuarenta, sí.
– Venga, afloje. ¿Cuarenta? Al menos el sesenta…
Acordaron que cada uno se llevaría el cincuenta por ciento, ya que así los dos sabían que aceptarían el trato. Y entonces Selby empezó a hablar. Su discurso duró un buen rato y al terminar la señora Holland se quedó en silencio, ensimismada, mirando fijamente la parrilla vacía que había en la chimenea.
– ¿Y bien? -le preguntó él.
– Oh, señor Selby. Usted está solo. Me parece que está atrapado en algo más grande de lo que esperaba.
– No, no… -replicó de forma poco convincente-. Simplemente estoy un poco cansado de cómo van las cosas ahora. El mercado no es lo que era.
– Y usted quiere escapar mientras aún pueda, ¿verdad?
– No, no… Sólo pensé, y también que podría ser ventajoso para usted, que podríamos unir nuestras fuerzas. Sería como si nos asociáramos.
La mujer se golpeó la dentadura con la cucharilla del té.
– Le diré algo. Si usted me hace un favor, yo aceptaré su propuesta.
– ¿Qué quiere que haga?
– Su socio, Lockhart, tenía una hija. Ahora debe de tener unos… unos dieciséis o diecisiete años.
– ¿Qué es lo que sabe de Lockhart? Me parece que usted sabe demasiado sobre algunos malditos asuntos.
Ella se levantó.
– Entonces, adiós -dijo ella-. Le enviaré la factura de mi interlocutor por la mañana.
– ¡No, no! -dijo rápidamente-. Le pido disculpas. No quería ofenderla. Lo siento, señora Holland.
Selby estaba sudando, lo que llamó la atención de la mujer, ya que aquel día hacía frío. Fingiendo que se calmaba, la señora Holland se sentó de nuevo.
– Bien, teniendo en cuenta que se trata de usted -ella prosiguió- no me importa decirle que yo y los Lockhart, padre e hija, somos viejos amigos. Conozco a esa chica desde hace años, aunque es cierto que últimamente hemos perdido el contacto. Entérese de dónde vive ahora y haré lo posible para que usted no salga perdiendo.
– Pero ¿cómo voy a descubrirlo?
– Ése es su problema, y es mi precio. Eso y el cincuenta por ciento.
El frunció el ceño, gruñó, retorció los guantes y golpeó el sombrero; pero estaba atrapado. Entonces se le ocurrió otra cosa.
– Veamos -dijo él-. Me parece a mí que le he contado muchas cosas. Eso es evidente. Creo que ahora le toca a usted aclararme algunos aspectos. Dígame, por ejemplo, quién es ese caballero para el que trabaja… ¿Y dónde ha conseguido enterarse de todo eso, en primer lugar?
La señora dobló el labio superior emitiendo un silbido de serpiente. Selby se echó atrás y entonces se dio cuenta de que la mujer estaba sonriendo.
– Demasiado tarde para preguntar eso -dijo ella-. Ya hemos cerrado el trato y eso no entraba en las condiciones.
El hombre no pudo hacer otra cosa que suspirar profundamente. Había sido un ingenuo y había caído en la trampa. Selby se levantó, consciente de su error, y se marchó, mientras la señora Holland sonreía ampliamente como si fuera un cocodrilo feliz de ver a un niño caer al agua.
Y diez minutos después, Berry le dijo:
– ¿Quién era el caballero que acaba de irse, señora Holland?
– ¿Por qué? -dijo ella-. ¿Le conoces?
– No, señora. Sólo que alguien le observaba. Un tipo de constitución fuerte, rubio, estaba esperándole cerca del cementerio municipal. Cuando el caballero salió, apuntó algo en una libretita y le siguió a distancia.
Los ojos reumáticos de la señora Holland se abrieron y luego sus párpados se cerraron.
– ¿Sabes, Berry? -dijo ella-. Nos hemos metido en un juego apasionante. No me lo perdería por nada del mundo.
Trembler no tardó mucho en conseguir un arma para Sally. Al día siguiente, mientras Adelaide estaba ayudando a Rosa a coser unas prendas, le hizo señas a Sally para que se acercara y puso un paquete envuelto en papel marrón encima del mostrador.
– Me ha costado cuatro libras -dijo él-. Y también tiene la pólvora y las balas redondas.
– ¿Pólvora y balas redondas? -dijo Sally, consternada-. Esperaba algo más moderno.
Le dio el dinero a Trembler y abrió el paquete. La pistola no medía más de quince centímetros, y tenía un cañón corto y rechoncho y un percutor grande y curvado. La empuñadura era de roble y se ajustaba a su mano perfectamente; parecía estar bastante bien equilibrada y la marca del fabricante, Stocker de Yeovil, ya la conocía. Debajo del cañón estaba impresa la licencia gubernamental, tal como debía ser. Sin embargo, la parte superior del cañón, en la zona del pistón, donde la cápsula de percusión explotaba, estaba muy desgastada por el uso.
Un paquete de pólvora, una bolsita de pequeñas balas de plomo y una caja de cápsulas de percusión completaban el arsenal.
– ¿Todo correcto? -dijo Trembler-. Las armas me ponen nervioso.
– Gracias, Trembler -contestó ella-. Tendré que probarla unas cuantas veces, pero eso es mejor que nada.
Hizo retroceder el percutor, para probar la fuerza que tenía el muelle, y miró dentro del estrecho tubo metálico por donde se desplazaba la llamarada del pistón que hacía explosionar la pólvora. Le hacía falta una buena limpieza. Debía de hacer tiempo que no se usaba; el cañón, pensó, era realmente muy frágil.
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