Philip Pullman - La maldición del rubí

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La maldición del rubí es el primer número de Sally en donde se nos presenta a una chica de 16 educada para ser una mujer independiente, en un siglo donde la mujer no lo era tanto. Sus conocimientos en economía, finanzas e inversiones igualan y superan a los mejores en su tiempo, como lo fué su padre.
En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.

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»Entonces los piratas se fueron, subieron a su bote y se alejaron remando. La Lavinia estaba a punto de hundirse y el resto de los tripulantes -los que no habían sido asesinados en la cubierta- intentaron soltar los botes salvavidas. Gritaron, enfurecidos y aterrorizados, cuando descubrieron que los habían destrozado. Un instante después, la goleta se hundió, con una rapidez inaudita, como si una gran mano la estuviera arrastrando hacia el fondo del mar. Se produjo un gran remolino y oímos los gritos de los marineros cuando caían al mar. El bote era pequeño, cabían siete u ocho bien apretados; podíamos salvar a alguno de ellos. Di media vuelta y remé hacia donde estaban.

»Pero cuando sólo nos faltaban cincuenta metros para alcanzarlos, aparecieron los tiburones. ¡Pobres diablos! No tenían forma de huir. Eran todos unos incompetentes, unos vagos, pero no había ninguna maldad en ellos; y ya estaban condenados antes de empezar el viaje…

»Muy pronto nos encontramos solos. El mar estaba cubierto de restos del naufragio, remos astillados y palos rotos. Vagamos a la deriva en medio de todo aquello, sintiendo… nada. Sintiendo todo el cuerpo entumecido. Sabéis, creo que incluso me quedé dormido.

»No tengo ni idea de cómo pasó esa noche; ni tampoco de por qué la suerte me volvió a acompañar al día siguiente, cuando un barco de pesca malayo nos recogió. No teníamos ni comida ni agua, no hubiésemos sobrevivido más de veinticuatro horas.

Nos dejaron en tierra en su pueblo y entonces nos dirigimos a Singapur. Y allí…

Bedwell se detuvo y se frotó los ojos por el cansancio. Pero los mantuvo cerrados y dejó la mano encima de ellos. Frederick dijo lentamente:

– ¿Opio?

Bedwell asintió.

– Me dirigí a un fumadero y me abandoné al humo. Una semana, dos semanas, ¿quién sabe? Perdí también a Perak. Lo perdí todo. Luego reaccioné, y conseguí embarcarme en un barco a vapor que se dirigía a Londres, y… bien, el resto ya lo conocen.

»Ahora ya saben por qué se hundió la goleta. No fue a causa de un arrrecife o de un tifón; ni por el seguro.

»Y esto es lo que creo: se había extendido la noticia de que el señor Lockhart estaba a bordo, buscando, haciendo preguntas. Alguien dio órdenes de crear confusión con respecto al cargamento que debíamos llevar para mantener el barco durante una semana en el puerto, mientras Ah Ling y su sanguinaria tripulación se apresuraban para salir a nuestro encuentro.

»Hundieron el barco simplemente para ocultar el asesinato de su padre. Una muerte aislada hubiese parecido sospechosa, pero una entre muchas en un naufragio, especialmente si no hay nadie que pueda observar…, bueno, parece más bien obra del Señor.

»Lo que no puedo entender son los dos días de navegación hacia Singapur. Pero una de las cosas que he aprendido en Oriente es que nada se hace sin ningún motivo; algo los hizo esperar hasta la noche del treinta, a pesar de que nos hubiesen podido atacar antes, en cualquier momento… Aunque creo que en realidad estaban esperando a que nos alejáramos de las rutas marítimas.

«Alguien lo organizó todo. Alguien poderoso y sin piedad; quizá de Singapur. Intuyo que la sociedad secreta de la que os he hablado está detrás de todo esto. Aplican los peores castigos a sus enemigos y a los que los traicionan.

– Pero ¿qué esconden…?

Se hizo el silencio.

Sally se levantó, cruzó la cocina y se dirigió hacia la estufa. Echó una pala llena de carbón sobre las ascuas y las removió hasta reavivar el fuego.

– Señor Bedwell, ¿es posible…?, cuando toma opio, quiero decir, ¿es posible que recuerde cosas que haya olvidado?

– Me ha pasado muchas veces. Como si las estuviera viviendo otra vez. Pero no necesito opio para recordar esa noche en la que la goleta Lavinia se hundió… ¿Por qué lo pregunta?

– Oh…, es algo que he oído. Pero hay otra cosa: esas sociedades secretas. Tríades… Se llaman así, ¿verdad?

– Eso es.

– ¿Y ha dicho que los agentes de la compañía eran miembros de una de ellas?

– Corrían rumores.

– ¿Sabe cuál era?

– Sí. Lo recuerdo. Y fue cuando oí hablar de Ah Ling, el pirata. Se decía que era el jefe de esa misma sociedad. Se llamaba Fan Lin Society, señorita Lockhart… «Las Siete Bendiciones».

La chica y las armas

A la mañana siguiente, Sally salió a dar un paseo y reflexionar sobre lo que Matthew Bedwell le había contado. El ambiente era frío y húmedo, y la neblina parecía que amortiguara el ruido del tráfico. Lentamente, la chica se iba acercando al Museo Británico.

Así que… su padre había sido asesinado…

Lo había sospechado desde el principio, por supuesto, y la historia de Bedwell no hacía más que confirmar lo que siempre había temido.

Aunque sabía sin lugar a dudas lo que significaba la frase «Las Siete Bendiciones», ese nuevo elemento comportaba una mayor dificultad para desentrañar el misterio. ¿Qué relación tenía esa sociedad con una compañía naviera? ¿Y qué secreto de gran valor se escondía detrás de la muerte de todos esos hombres? Higgs lo sabía, seguro, pero ¿y Selby? ¿Y quién era ese hombre desconocido, el del Hotel Warwick, que había asustado tanto a Selby con su carta?

Y luego el mensaje de su padre, antes de morir: «Ten la pistola a punto». Prepárate; eso es lo que significaba.

Lo había estado haciendo hasta entonces, y lo seguiría haciendo, pero el mensaje no iba más allá de esa advertencia. Sally deseaba que Bedwell pudiera recordar todo lo que Lockhart le había dicho; cualquier pista, por insignificante que pareciese, era mejor que nada. Bedwell estaba al cuidado de su hermano y eso le daba esperanzas de que podría recuperarse y, quizá, recordar algo. Lo deseaba con toda su alma.

Llegó al Museo Británico y subió, absorta en sus pensamientos, un tramo de las escaleras. Las palomas picoteaban bajo las columnas; tres chicas un poco más jóvenes que ella, acompañadas por la institutriz, subían las escaleras armando alboroto. Sally, perturbada por escenas de muertes repentinas y armas, se sentía muy lejos de la tranquilidad, la calma de ese lugar tan civilizado.

Decidió volver a Burton Street. Le iba a pedir algo a Trembler.

Le encontró en la tienda, poniendo en orden los marcos de fotografías que tenía en el escaparate. La muchacha oyó la risa de Rosa, que provenía de la cocina, y Tembler le dijo que el reverendo Nicholas había llegado.

– Sabía que le había visto antes -dijo él-. Hace dos o tres años, en el gimnasio Sleeper, justo cuando cambiaron las reglas del boxeo y se empezaba a pelear con guantes, por las nuevas normas del marqués de Queensberry, ¿sabe? Fue un combate con Bonny Jack Foggon, que era uno de los mejores a puño desnudo. Duró quince asaltos, él con los guantes puestos y Foggon sin ellos… y ganó Bedwell, aunque quedó muy magullado.

– ¿El otro peleaba sin guantes?

– Sí, por eso perdió. Los guantes protegen las manos y también la cara del contrincante, y después de quince asaltos, Bedwell pegaba mucho más duro que Foggon, aunque es cierto que Bonny Jack siempre había tenido buenos puños. Recuerdo que le dio un puñetazo que lo dejó tieso, un magnífico derechazo, y así terminó el combate. Fue el triunfo de las nuevas reglas del boxeo. El señor Bedwell aún no era reverendo, claro. ¿Quería alguna cosa, señorita?

– Pues sí… Trembler, ¿sabes dónde puedo conseguir un arma? ¿Una pistola?

El hombre miró hacia un lado echando un resoplido por debajo del bigote, un gesto que solía hacer cuando estaba sorprendido.

– Depende del tipo de arma que desee -contestó-. Supongo que se refiere a una de las baratas.

– Sí. Me quedan pocas libras. Y, claro, yo no puedo ir a una armería… probablemente no querrían vendérmela. ¿Me podrías comprar una?

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