Philip Pullman - La maldición del rubí

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La maldición del rubí es el primer número de Sally en donde se nos presenta a una chica de 16 educada para ser una mujer independiente, en un siglo donde la mujer no lo era tanto. Sus conocimientos en economía, finanzas e inversiones igualan y superan a los mejores en su tiempo, como lo fué su padre.
En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.

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El origen de esta curiosa expedición se encontraba en los trozos de papel que la señora Holland había recibido, después de haber pasado por las manos de Ernie Blackett. Al principio ella había pensado que Sally se había inventado el mensaje a propósito para despistarla, pero cuanto más releía aquellas palabras, más parecía que tenían algún sentido. ¿Pero cómo diablos podía descubrirlo?

Finalmente, perdió la paciencia.

– Venga, Berry -dijo ella-. Nos vamos a Swaleness.

– ¿Para qué, señora?

– Una fortuna.

– ¿Dónde?

– ¡Maldita sea, ojalá lo supiera!

– Y entonces ¿por qué vamos?

– ¿Sabes qué, Jonathan Berry? -dijo gritando con todas sus fuerzas-. ¡Eres un estúpido! Henry Hopkins era un engreído y no se podía confiar en él, pero no era estúpido. No puedo soportar a los estúpidos.

– Lo siento, señora -balbució Berry, avergonzado, sin ni siquiera saber por qué razón.

La señora Holland tenía planeado visitar Foreland House e interrogar a aquella borracha del ama de llaves, si aún estaba allí, con la esperanza de que supiera algo. Pero después de recorrer un camino lleno de barro, soportando terribles ráfagas de viento gélido, encontraron la casa vacía y cerrada con llave. La señora Holland empezó a despotricar con fluidez durante unos diez minutos sin repetirse ni una sola vez. Después ya no habló más, malhumorada como estaba, durante casi todo el camino de vuelta hacia la ciudad. Aunque a medio camino, se paró de repente.

– Espera, espera -dijo ella-. ¿Cómo se llama ese pub que está al lado del puerto?

– ¿Un pub, señora? No recuerdo haber visto ninguno -contestó Berry educadamente.

– No, claro, no podrías, supongo, una bazofia como tú con ese cerebro de mosquito… Creo que se llama La Cabeza de Turco… Y si fuera así…

Fue la primera vez en todo el día que abrió la boca sin proferir ningún insulto, y Berry se sintió mucho más animado. Entonces la mujer examinó atentamente el papelito que llevaba encima.

– Vámonos -dijo ella-. ¿Sabes una cosa, Berry? Creo que ya lo tengo.

Metió el papel en el bolso y empezó a caminar muy deprisa. Berry fue detrás de ella como un perrito.

– Si te digo que te bebas una jarra de cerveza, tú te callas y te la bebes -dijo mucho más tarde-. No te tengo aquí como representante de una maldita reunión de una sociedad antialcohólica tomando un refresco, un hombre tan corpulento y fuerte como tú… ¿Que por qué? ¿No te das cuenta de que si no bebes cerveza, atraerás las miradas de todos los parroquianos? Haz lo que te digo.

Estaban fuera del local. Ya había obscurecido; la señora Holland había querido esperar hasta el anochecer. Habían pasado el resto de la tarde paseando por el puerto, donde los barcos de pesca iban subiendo lentamente con la marea, que iba inundando la cala. Berry había observado, perplejo, cómo la señora Holland hablaba con un viejo pescador tras otro…, haciendo preguntas sin sentido sobre las luces y las mareas y cosas semejantes. Esa señora era un prodigio de la naturaleza, sin lugar a dudas.

De todas formas, no iba a beber cerveza por nada del mundo.

– Tengo mis principios -dijo con terquedad-. Renuncié al alcohol, y eso es algo que me hace sentir orgulloso de mí mismo. No beberé cerveza.

La señora Holland le recordó, mediante un lenguaje rico y variado, que era un ladrón, un matón y un asesino, y que lo que ella sabía le podía llevar a la horca en tan sólo un mes. Pero Berry no cedía y al final la mujer tuvo que rendirse.

– De acuerdo -dijo, rabiosa-, tómate una limonada, entonces, y espero que esa cosa que tú llamas «tu conciencia» esté satisfecha. Entra y no digas ni mu.

Con la satisfacción y la tranquilidad de haber obrado correctamente, Berry la siguió al interior de La Cabeza de Turco.

– Un trago de ginebra para mí, cariño -pidió con voz meliflua al propietario-, y un vaso de limonada para mi hijo, que tiene el estómago un poco delicado.

El propietario les trajo las bebidas y, mientras Berry sorbía su limonada, la señora Holland entabló conversación con ese hombre.

Está magníficamente situado aquí, encarado al mar. Es un pub antiguo, ¿verdad? Con un viejo sótano, sin duda alguna.

Sí, ella había visto la pequeña ventana al lado de la escalera al entrar, al nivel del suelo, y se había apostado con su hijo que incluso desde allí abajo se podía ver el mar. ¿Tenía razón? ¿Sólo cuando la marea estaba alta? Fíjate, ¡qué cosas! ¡Qué pena que ahora esté obscuro, porque, si no, se lo podría demostrar a mi hijo! ¿Un vaso para el propietario? Venga; era una noche fría. Sí, qué pena que fuera de noche ahora y se tuvieran que ir dentro de un rato. A ella le gustaría ganar la apuesta. ¿Podría? ¿Cómo es eso? Había una boya en medio de la cala -se podía ver cuando había marea alta- y también había luces, allí, ¿en la boya? ¡Allí, Alfred! (le indicó a Berry, que estaba sentado, atontado). ¿Te convence o no?

Tras recibir una patada, Berry asintió con firmeza y, furtivamente, se frotó el tobillo.

– Sí, madre -dijo él.

Después de intercambiar un gran guiño con la señora Holland, el propietario los dejó pasar detrás de la barra y les indicó el camino.

– Bajad las escaleras -dijo él-. Echad un vistazo por la ventana y lo veréis.

La puerta del sótano estaba en un pequeño pasillo, en la parte trasera del establecimiento. La escalera estaba a obscuras y no se veían los peldaños. La señora Holland encendió una cerilla y miró a su alrededor.

– Cierra la puerta -le susurró a Berry.

El hombre obedeció, pero mientras lo hacía estuvo a punto de caerse encima de ella.

– ¡Cuidado! -exclamó ella. Sopló la cerilla y se quedaron en la escalera, a obscuras.

– ¿Qué estamos buscando? -musitó él.

– «Un lugar en la obscuridad» -susurró ella-. Eso es este sótano. «Bajo una cuerda anudada», eso es La Cabeza de Turco.

– ¿Qué?

– Una cabeza de turco es un tipo de nudo. ¿No sabías eso? No, claro que no. «Tres luces rojas»… Hay una boya allí fuera en la cala que destella tres veces. «Cuando la luna se refleja en el agua», cuando la marea está alta. ¿Ves? Todo encaja. Ahora todo lo que tenemos que hacer es buscar una luz…

– ¿Es esa de allí, señora Holland?

Berry señalaba un pequeño recuadro vagamente iluminado en la obscuridad.

– ¿Dónde? -dijo ella- . No veo nada. Quítate de en medio.

El hombre subió un peldaño para dejar sitio a la señora Holland, que se esforzó en mirar por la pequeña ventana.

– ¡Eso es! -exclamó ella-. ¡Eso es! Ahora, rápido: «Tres luces rojas brillan claramente en un punto»…

Dio media vuelta. Por un fenómeno extraño, uno de los cristales de la ventanita hacía de lente, enfocando los destellos del exterior en un mismo punto sobre la pared de piedra. Se dio cuenta que en ese punto la piedra cedía, así que puso sus ansiosas garras en la argamasa blanda.

Sacó la piedra. Era del tamaño de un ladrillo; se la dio a Berry e introdujo la mano en el agujero.

– Hay una caja -dijo ella, con voz temblorosa-. Enciende una cerilla, rápido. ¡Rápido!

Berry dejó la piedra en el suelo e hizo lo que le mandó, y vio que sacaba una cajita con incrustaciones de latón del agujero de la pared.

– ¡Agárrala fuerte, condenada! -se dijo, insultándose a sí misma.

Buscó la tapa a tientas, intentó abrirla, forzar el cierre. Y justo en ese momento se apagó la cerilla.

– Enciende otra -susurró la mujer con un gruñido-. El maldito propietario puede bajar en cualquier momento…

La luz brilló otra vez entre los dedos del hombre y le acercó la llama. La señora Holland intentó, violentamente, romper el cierre. Finalmente logró abrirla.

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