Philip Pullman - La maldición del rubí

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La maldición del rubí es el primer número de Sally en donde se nos presenta a una chica de 16 educada para ser una mujer independiente, en un siglo donde la mujer no lo era tanto. Sus conocimientos en economía, finanzas e inversiones igualan y superan a los mejores en su tiempo, como lo fué su padre.
En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.

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Sally dejó el periódico sobre la mesa y salió corriendo para contárselo a Frederick.

Al cabo de un rato escribieron una carta al reverendo Bedwell y pasaron el resto del día trabajando en silencio. Nadie tenía mucho que decir, ni siquiera Jim tenía ganas de hablar.

Rosa se fue al teatro más pronto de lo habitual.

Jim los había ayudado tanto que lo invitaron a cenar. Antes de comer, Jim, Trembler y Adelaide fueron al Duque de Cumberland, el pub que había a la vuelta de la esquina, para comprar cervezas.

Mientras tanto Sally se puso a cocinar. Iban a comer kedgeree, una sabrosa comida hecha a base de pescado desmenuzado, huevos y arroz, que era uno de los dos únicos platos que sabía preparar.

Frederick acababa de llegar del laboratorio y Sally estaba poniendo la mesa cuando la puerta de la cocina se abrió de golpe y Jim entró corriendo.

– ¡La señora Holland! -dijo Jim gritando enloquecido, casi sin aliento-. Tiene a Adelaide… Estaba escondida detrás de la esquina…, la agarró y se metió dentro de un taxi que la esperaba… ¡No pudimos evitarlo!

– ¿Dónde está Trembler? -dijo Frederick, tirando los cuchillos y los tenedores y cogiendo su abrigo.

– Ese gigante le echó al suelo -dijo Jim-. Estaba muy obscuro… Acabábamos de salir del pub y ya estábamos doblando la esquina… Ella estaba escondida…, ¡no podíamos ver nada! De repente salió del callejón y la agarró, y Trembler dejó caer las cervezas y cogió a Adelaide del otro brazo. Pero aquel gigante le ha pegado un golpe tan fuerte que lo ha dejado tendido en el suelo… Aún debe de estar allí… Vi que la metían dentro de un taxi y salieron a toda velocidad.

– Sally, quédate aquí -dijo Frederick-. No salgas para nada, no contestes si llaman a la puerta, no dejes entrar a nadie.

– Pero…

Era demasiado tarde. El fotógrafo ya se había ido, y Jim, detrás de él.

– ¿Y qué pasa con Trembler? -dijo a la cocina vacía.

Miró el kedgeree, que ya casi estaba a punto, y sintió cómo le caían lágrimas de impotencia. «¿Por qué debería quedarme? -pensó enfadada-. Al fin y al cabo es asunto mío.»

Se dejó caer en el sillón, mordiéndose los labios. No sabía qué hacer, y entonces oyó un ruido en la puerta y vio que la manilla giraba. Se armó de valor y alzó la vista, y se quedó sorprendida al ver a Trembler temblando, con la cara blanca y sangrando por una de sus mejillas. Se levantó de un saltó y le llevó hasta la butaca.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó la chica-. Jim vino corriendo y dijo que la señora Holland había…

– La han cogido, los muy bastardos -explicó Trembler. Ahora su nombre tenía mucho sentido: estaba temblando más que ella en sus peores momentos-. La cogieron, pobrecilla, y la metieron dentro de ese maldito taxi. No pude detenerlos. Aquel gigante me atizó y me tumbó… Lo intenté, se lo juro señorita, lo intenté… Pero aquel tipo era demasiado grande para mí…

– Fred y Jim han ido a buscarla -dijo ella, retorciendo un trapo y aplicándolo sobre la herida que Trembler tenía en la cara-. La salvarán, no te preocupes. Fred no dejará que le pase nada malo. En menos de una hora la traerán aquí, sana y salva…

– Espero que tenga razón, señorita. Fue culpa mía. No hubiese tenido que dejarla venir. Es una chiquilla tan encantadora…

– No digas eso, hombre. No te eches la culpa. No la tiene nadie. Mira…, la cena está preparada y será mejor que comamos algo. ¿Qué me dices?

– No sé si podré. Se me ha quitado el apetito.

Sally tampoco tenía hambre, pero obligó a Trembler a comer algo y también ella hizo un esfuerzo. No hablaron mientras comían.

Entonces Trembler apartó el plato y dijo:

– Estaba muy sabroso. Realmente bueno.

En sólo cinco minutos ya habían comido.

– ¿Te duele mucho la mejilla? -le preguntó ella.

El ojo se le estaba hinchando.

– No sirvo para nada, para nada… -murmuró, mientras Sally le limpiaba la mejilla cuidadosamente, con un trozo de paño húmedo-. ¿Es que no puedo hacer nada bien?

– No seas tonto -dijo ella-. Este sitio se iría al traste sin ti, y tú lo sabes. Deja de compadecerte de ti mismo.

Ella dejó el paño y de repente se le ocurrió una idea. Tuvo que sentarse para no caerse, porque estaba temblando.

– ¿Qué sucede? -preguntó Trembler.

– Trembler, ¿me harás un favor?

– ¿Qué?

– Yo… -No sabía cómo decírselo-. Trembler, ¿sabes lo que pasó cuando fui al fumadero de opio con Fred?

– Sí. Nos lo contaste. ¿Por qué? ¿No estará pensando en ir otra vez allí!

– No, no hace falta. Tengo un poco de opio aquí… Cuando el señor Bedwell me pidió que comprara, yo…, bueno, me guardé un poco para mí. Sabía que tenía que volver a hacerlo. Ahora me siento más fuerte. No sabré lo que pretende la señora Holland hasta que yo lo descubra. Debo volver a mi Pesadilla, Trembler. Estaba dejando pasar el tiempo, esperando a que la señora Holland desapareciese, pero no lo ha hecho. Y me viene todo a la cabeza y… lo quiero hacer ahora. ¿Te quedarás conmigo?

– ¿Qué? ¿Que quiere fumar opio aquí?

– Es la única forma que tengo de descubrir la verdad. Por favor, te lo ruego Trembler. ¿Te quedarás a mi lado?

Él tragó saliva con dificultad.

– Por supuesto que lo haré, señorita. Pero supongamos que algo va mal… ¿Qué debo hacer?

– No lo sé. Yo confío en ti, Trembler. Sólo… coge mi mano, tal vez.

– De acuerdo, señorita. Lo haré.

Sally se levantó instantáneamente y le estampó un beso en la mejilla. Entonces se dirigió rápidamente al armario del rincón. El opio estaba envuelto en un trozo de papel detrás de una jarra. Había guardado un trozo del tamaño de la punta de su dedo meñique y no tenía ni idea de si era demasiado o insuficiente, ni tampoco de cómo debía fumarlo, ya que no tenía pipa…

Se sentó a la mesa y apartó los platos. Trembler cogió una silla, se sentó justo delante de ella y dirigió la lámpara hacia la mesa, de manera que iluminara perfectamente el mantel rojo. La estufa estaba encendida y hacía calor en la cocina, pero para sentirse más segura cerró la puerta con llave. Entonces desenvolvió el opio.

– La última vez -dijo ella- lo aspiré por casualidad del humo que salía de la pipa de alguien. A lo mejor no hace falta ni que lo fume directamente… Si sólo lo enciendo y aspiro el humo, como hice la otra vez… O quizá debería asegurarme. No tengo más… ¿Tú qué piensas?

– No lo sé, señorita -contestó él-. Mi madre solía darme láudano, de pequeño, cuando me dolían los dientes. No sé nada sobre el opio. Creo que la gente lo fuma como si fuera tabaco, ¿verdad?

– No lo creo. La gente que vi en el fumadero de Madame Chang estaba tendida en camas mientras un sirviente les sostenía la pipa y les prendía el opio. Quizá no podían aguantarla ellos mismos. Si lo pongo en un plato…

Se levantó, llevó un plato esmaltado a la mesa y luego cogió una caja de cerillas del estante que había encima de la estufa.

– Sólo tengo que sostener la cerilla encendida por debajo -dijo ella-. Entonces, si me quedo dormida o algo así, la cerilla caerá en el plato y no pasará nada.

Sally cogió un tenedor limpio, lo hincó en la bolita de resina pegajosa y la sostuvo por encima del plato.

– Ya empieza -dijo ella.

Encendió una cerilla y la mantuvo cerca del opio. Se dio cuenta de que no le temblaban las manos. La llama se retorcía alrededor de la droga, ennegreciendo su superficie; y entonces empezaron a brotar el humo y las burbujas. Sally se echó hacia delante, inhaló profundamente y al instante se sintió intensamente mareada.

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