Philip Pullman - La maldición del rubí

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La maldición del rubí es el primer número de Sally en donde se nos presenta a una chica de 16 educada para ser una mujer independiente, en un siglo donde la mujer no lo era tanto. Sus conocimientos en economía, finanzas e inversiones igualan y superan a los mejores en su tiempo, como lo fué su padre.
En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.

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Al llegar a la esquina de Old Gravel Lane, se pararon. Era una calle más ancha y mejor iluminada que la callejuela de la que salían. Empezaba a llover; Jim intentó divisar la salida, poniendo una mano sobre su frente, encima de sus ojos, y consiguió ver la sombra de dos o tres almacenes muy altos y, al fondo de la calle, un puente.

– ¿Es ése? -preguntó.

– Sí -dijo la niña-. Es el puente de la Dársena del Tabaco.

Con extrema cautela, doblaron la esquina y se dirigieron hacia el puente. Un carro pasó por delante de ellos, con una lona impermeable por encima del cargamento, pero ya había desaparecido antes de que Jim pudiera llamar al conductor y suplicarle que los llevaran. Uno o dos transeúntes los miraron con curiosidad -la niña asustada con una capa demasiado grande acompañada de un chico sin abrigo ni sombrero en esa noche lluviosa- pero la mayoría seguían su camino, con las cabezas gachas por la lluvia.

Casi ya habían conseguido llegar al puente cuando los descubrieron.

Había una caseta de vigilancia nocturna a la derecha. En la entrada, un fuego ardía en un brasero, silbando y chisporroteando por las dispersas gotas de lluvia que caían sobre él y que lograban eludir el toldo de lona, colgado de forma tosca, que lo cobijaba.

Dos hombres estaban sentados en la caseta y, de reojo, Jim vio que se levantaban cuando Adelaide y él se acercaron; y sólo pudo pensar: «¿Por qué se levantan?» cuando escuchó que uno de ellos decía:

– Venga, ¡es ella! ¡Es ella! ¡Es la niña que buscamos!

Sintió que Adelaide retrocedía y que luego se quedaba paralizada otra vez. Le agarró la mano mientras los hombres salían de la caseta, daban media vuelta y salían disparados por donde habían venido. No se podía girar por ningún lugar: los muros de los almacenes se alzaban diáfanos y obscuros a ambos lados.

– ¡Corre, por favor! ¡Corre, Adelaide! -gritó Jim.

Vio una abertura a su izquierda y se metió en ella sin pensarlo dos veces, arrastrando a la niña; doblaron la esquina a la izquierda y luego a la derecha hasta que perdieron de vista a aquellos hombres.

– Y ahora, ¿hacia dónde vamos? -dijo Jim jadeando-. Venga, rápido…, los puedo oír.

– Hacia Shadwell -respondió casi sin aliento-. Oh, aquellos hombres me quieren matar… ¡Voy a morir, Jim…!

– Cállate y no seas estúpida. No te van a matar. Nadie te va a matar. Sólo te lo dijo para asustarte, esa vieja bruja. Quiere a Sally, no a ti. Venga, ¿cómo podemos llegar hasta Shadwell?

Se encontraban en un pequeño lugar llamado Pearl Street, que era tan estrecho como un callejón. La niña miró a izquierda y derecha, indecisa.

– ¡Allí están! -Se oyeron unos gritos detrás de ellos y fuertes pasos resonaron en las paredes.

Una vez más escaparon. Pero Adelaide estaba agotada y Jim se estaba quedando sin resuello; otra esquina, y otra, y otra y aún se oían esos horribles pasos persiguiéndoles.

Desesperado, Jim se metió precipitadamente en un pasaje tan estrecho que casi no podía pasar por él, empujando a Adelaide para que no se detuviera. La niña tropezó. El chico se cayó encima de ella e intentaron recuperar el aliento en silencio.

Algo se movió en el callejón, un sonido fugaz, como si se deslizara una rata. Adelaide cerró los ojos y se aferró a Jim.

– Hola amigo -oyeron que decía una voz en la obscuridad.

Jim alzó la vista. Se encendió una cerilla y entonces Jim observó la cara sonriente de aquel tipo.

– ¡Gracias, Dios mío! -exclamó Jim-. Adelaide, ¡No pasa nada! ¡Es mi amigo Paddy!

Adelaide no podía ni hablar y estaba tan muerta de miedo que casi no podía ni moverse. Abrió los ojos y vio el rostro sucio y despierto de un chico que debía de tener la misma edad que Jim, vestido con algo que parecía un saco. No dijo nada y apoyó la cabeza en la pared mojada.

– ¿Ésta es la niña que busca la señora Holland? -preguntó Paddy.

– Te has enterado, ¿verdad? -dijo Jim-. Tenemos que sacarla de Wapping. Pero esa malvada bruja ha bloqueado todos los puentes con sus hombres.

– Tienes suerte, amigo. Has encontrado a la persona que necesitas -dijo el chico-. Conozco perfectamente ésta zona. Todo lo que se puede conocer, lo conozco.

Paddy era el cabecilla de la banda de los mudlarks. Había conocido a Jim un día en que él y sus amigos le habían estado insultando y bombardeando con piedras. Pero Jim tenía buenas intenciones, mejores que las de ellos, y su vocabulario era mucho más rico que cualquiera de esos niños, por lo que al instante se ganó su respeto.

– Pero ¿qué haces en esta zona? -susurró Jim-. ¡Creía que aún estabas en las orillas del río!

– Negocios, amigo. Eché el ojo a un barco carbonero en la Cuenca Vieja. Has tenido suerte, ¿eh? ¿Sabes nadar?

– No. ¿Y tú, Adelaide?

Ella negó con la cabeza. Todavía tenía la cara pegada al muro.

El callejón estaba cubierto y los protegía de la lluvia, que en esos momentos estaba cayendo con fuerza, pero un riachuelo helado bajaba por el callejón, procedente de un canalón, y estaba dejando el vestido de Adelaide empapado. Paddy, que iba descalzo, ni se dio cuenta.

– La marea está bajando -dijo él-. Tenemos que marcharnos.

– Venga -dijo Jim tirando de Adelaide. Siguieron a Paddy más allá del callejón, en la más absoluta obscuridad.

– ¿Dónde estamos? -susurró Jim.

– Debajo del matadero -les respondió, sin que le pudieran ver-. Hay una puerta justo aquí arriba.

Paddy se paró. Jim oyó que giraba una llave en la cerradura y entonces una puerta se abrió chirriando.

Entraron en una habitación profunda como una caverna, iluminada por la luz tenue de la llama de una vela en un rincón. Una docena de niños, vestidos con harapos, estaban durmiendo sobre montones de sacos, mientras que una chica de mirada salvaje, un poco mayor que Paddy, sostenía la vela.

Un olor espeso, a suciedad, flotaba en el aire.

– Hola, Alice -dijo Paddy-. Tenemos dos visitantes.

La chica se los quedó mirando fijamente, en silencio. Adelaide se agarró a Jim, que la calmó con la mirada, sin amedrentarse.

– Tenemos que sacarlos de Wapping -dijo Paddy-. ¿Está Dermot en la barcaza?

Alice dijo que no con la cabeza.

– Envía a Charlie para decírselo. Ya sabes a qué me refiero.

Ella le hizo un gesto a un chiquillo, que se fue corriendo al instante.

– ¿Vivís aquí? -preguntó Jim.

– Sí, pagamos el alquiler cazando ratas, que luego vendemos.

Jim miró a su alrededor y vio un montón de huesos de animales en un rincón, con algo que se removía entre ellos. Esa «cosa» saltó de repente hacia un lado, sobre algo, y se convirtió en un chico de cinco o seis años, casi desnudo, que se tambaleaba hacia Alice con una rata que se retorcía en sus manos. Ella la cogió sin decir palabra y la metió en una jaula.

– Podéis quedaros aquí si queréis -dijo Paddy-. Es un buen sitio.

– No, debemos marcharnos. Vamos, Adelaide.

Jim la agarró de la mano. Estaba preocupado: era tan pasiva, tan quieta… Le hubiese gustado ver que tenía más ganas de luchar por su vida.

– Entonces, por aquí -dijo Paddy y los llevó a una sala aún más grande y maloliente.

– Tenemos que ir con cuidado. Se supone que no podemos entrar, aquí. Las calderas están encendidas durante toda la noche, así que debe de haber algún vigilante rondando.

Atravesaron una infinidad de habitaciones y pasadizos; parando de vez en cuando para controlar si se oían pasos. No se oía nada. Finalmente llegaron a un sótano; en un rincón se encontraba el final de una rampa que se utilizaba para los desechos, por donde se echaban huesos, cuernos y pezuñas; estaba resbaladizo, sucio y grasiento, y echaba una peste nauseabunda.

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