Philip Pullman - La maldición del rubí

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La maldición del rubí es el primer número de Sally en donde se nos presenta a una chica de 16 educada para ser una mujer independiente, en un siglo donde la mujer no lo era tanto. Sus conocimientos en economía, finanzas e inversiones igualan y superan a los mejores en su tiempo, como lo fué su padre.
En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.

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Abrió y cerró los ojos, movió la cabeza de un lado a otro y se sintió cada vez peor, y en ese momento la cerilla se apagó.

La dejó caer en el plato y cogió otra.

– ¿Está bien, señorita? -preguntó Trembler.

– ¿Podrías encender la cerilla y mantenerla debajo del opio?

– De acuerdo. ¿Está segura de que quiere continuar?

– Sí. Debo hacerlo. Sólo tienes que ir encendiendo las cerillas y hacer que salga humo.

Trembler encendió una cerilla y la puso debajo de la droga. Sally se inclinó hacia delante, apoyando los brazos sobre la mesa y con el cabello echado atrás para que no cayera encima de la llama. Aspiró profundamente. El humo tenía un regusto dulce y amargo al mismo tiempo, pensó; y entonces empezó la Pesadilla.

Wapping en esa época era como una isla. En un lado se encontraba el río y, en el otro estaban el muelle y sus entradas. Para acceder a Wapping, por tanto, se tenía que atravesar uno de los puentes, cuyas estructuras no eran sólidas y espectaculares, de piedra y ladrillo como la del Puente de Londres, sino mucho más ligeras e inestables, de hierro y madera. Al cruzar se movía todo. Eran puentes giratorios o hidráulicos, y de vez en cuando se apartaban a un lado o se elevaban para dejar pasar a los barcos que entraban y salían del muelle. Había siete puentes de este tipo: siete entradas y siete salidas. Era fácil tener a un hombre vigilando en cada uno de ellos. Había mucha gente que le debía favores a la señora Holland y aún mucha más que la temía.

El taxi que llevaba a Frederick, con Jim agarrado a uno de los lados del carruaje por el entusiasmo, traqueteaba a través del puente giratorio llamado Entrada de Wapping, el camino que conducía al mayor de los dos muelles de Londres. Ni Frederick ni Jim repararon en los dos hombres que se escondían detrás de un torno, a su derecha.

– ¿Hacia dónde vamos, caballero? -gritó el conductor.

– Párese aquí -dijo Frederick-. Continuaremos a pie.

Pagaron al conductor, el taxi dio media vuelta y se alejó por donde habían venido. Frederick hubiera preferido que el taxi los esperara, pero no llevaba suficiente dinero.

– ¿Qué vamos a hacer? -dijo Jim-. Sé dónde vive. La he estado espiando.

– No estoy seguro -dijo Frederick-. Vayamos hacia allí y ya veremos lo que sucede…

Recorrieron rápidamente Wapping High Street, entre los altos y obscuros almacenes y las grúas y poleas que colgaban sobre sus cabezas, como si estuviera todo preparado para una ejecución múltiple. Al cabo de uno o dos minutos llegaron a la esquina del Muelle del Ahorcado y entonces Frederick alargó la mano, haciendo una señal a Jim para que se detuviera.

– Espera.

Miró detrás de la esquina y tiró con fuerza del brazo de Jim.

– ¡Mira! -susurró-. Justo a tiempo… Acaban de llegar…, están saliendo del taxi, y también está Adelaide…

– ¿Qué vamos a hacer? -susurró Jim.

– ¡Venga! ¡La agarramos y nos vamos corriendo!

Frederick empezó a correr y Jim le siguió. Estaban a tan sólo unos veinte metros de la entrada de la Pensión Holland, y Frederick era muy veloz. Se abalanzaron sobre la señora Holland cuando aún estaba buscando las llaves.

– ¡Adelaide! -gritó él, y la señora Holland se volvió-. ¡Corre! ¡Ve con Jim!

Jim se precipitó hacia Adelaide y la agarró de la mano. Intentó arrastrarla, pero la niña se echó hacia atrás, sin saber qué hacer.

– ¡Venga! -le gritó. Tiró de ella con más fuerza y finalmente Adelaide reaccionó. Corrieron hasta la esquina de la calle y desaparecieron. Fue entonces cuando Frederick se dio cuenta de por qué la señora Holland no se había ni movido y estaba sonriendo. Justo detrás del muchacho estaba Jonathan Berry, el gigante, blandiendo un bastón. Frederick miró a su alrededor… pero estaba atrapado. No podía escapar.

La esquina por la que Jim había doblado no era la que Adelaide hubiera escogido: era un callejón sin salida. Pero la niña estaba tan aturdida por el pánico que lo siguió sin más cuando el chico la agarró de la mano y tiró de ella. Se encontraban en Church Court. La calle describía una curva y Jim no podía ver ese final sin salida aunque, de todas formas, hubiera sido casi imposible verlo en la obscuridad. Llegaron al final de la calle, el chico tropezó con un montón de basuras, tanteó con sus manos el muro obscuro y empezó a maldecir, desesperado.

– ¿Dónde estamos? -dijo Jim-. ¿Qué hay al otro lado de este muro?

– Una iglesia -susurró la niña-. ¿La ves venir? ¿La ves venir?

– Frederick la entretendrá. Ahora vamos a saltar este maldito muro…

Examinó el muro a tientas, en la penumbra. No era muy alto -un metro y medio-, pero en la parte de arriba estaba lleno de pinchos de hierro; podía verlos por la débil luz de las ventanas de la iglesia, ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la obscuridad. Oyó un coro cantando y se preguntó si la iglesia sería un buen lugar para esconderse.

Pero antes tendrían que saltar ese muro. Había un barril a un lado, en la esquina; Jim lo acercó al muro, haciéndolo rodar, y logró ponerlo derecho. Cogió a Adelaide, que estaba agachada junto al muro temblando de miedo, y la sacudió para que reaccionara.

– Venga, no seas tonta -dijo él-. Levántate ahora mismo. ¡Tenemos que escalar el muro!

– No puedo -dijo ella.

– Levántate de una vez, ¡puñeta! ¡Levántate!

La puso de pie de un tirón y la obligó a subirse al barril. Estaba temblando como un conejo asustado. Jim pensó que sería mejor decírselo con más suavidad:

– Si conseguimos pasar al otro lado, podremos regresar a Burton Street, con Trembler. Pero tienes que intentarlo, ¿de acuerdo?

Jim se agarró a la parte superior del muro y subió. El muro era grueso, por lo que había mucho sitio para ponerse de pie una vez arriba, sin tocar los pinchos de hierro; entonces se volvió y se inclinó hacia delante para ayudar a Adelaide.

– Remángate la falda para que no se enganche -dijo.

La niña obedeció, sin que pudiera parar de temblar ni un instante. Jim le tendió la mano y tiró de ella: era más ligera que una pluma.

Un segundo después se encontraban en el cementerio de la iglesia: las obscuras lápidas inclinadas, aquel césped repugnante, las verjas retorcidas que las rodeaban y ese enorme edificio, el de la iglesia, que se alzaba ante ellos. Dentro tocaban el órgano; parecía que hubiera un ambiente cálido y acogedor allí dentro y Jim tuvo la tentación de entrar. Prosiguieron su camino a través de las tumbas; rodearon la iglesia hasta que llegaron a la puerta principal, donde había una lámpara de gas sobre un soporte, que iluminaba débilmente ese espacio. Jim se dio cuenta de que estaban muy sucios.

– Será mejor que te bajes la falda -dijo el chico-. Estás ridícula.

Lo hizo. El chico miró a derecha e izquierda; la calle estaba vacía.

– Creo que será mejor que no volvamos por la misma calle por donde hemos venido -prosiguió-. El puente está demasiado cerca de su casa. ¿Sabes si se puede cruzar este maldito muelle por otro camino?

– Por la Dársena del Tabaco hay un puente -susurró la niña-. Subiendo por Old Gravel Lane.

– Vamos, entonces. Muéstrame el camino. Pero acuérdate: mantente en la obscuridad.

Adelaide le llevó hasta la fachada de la iglesia. Doblaron a la derecha y pasaron por delante de un asilo de pobres abandonado. Esas calles eran más estrechas que High Street, y lo que había a ambos lados parecían más casas adosadas que muelles y almacenes. Había poca gente por la calle; también pasaron de largo un pub que parecía tranquilo y del cual salía una luz difusa al exterior.

Mientras continuaban andando apresuradamente, Jim volvió a tener esperanzas de que conseguirían salir de allí. Aún les quedaba un largo camino por recorrer, a pie, hasta Burton Street, pero eso no importaba; una hora y media más no les iba a hacer daño. Al fin y al cabo, no les había ido tan mal.

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