Philip Pullman - La maldición del rubí

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La maldición del rubí es el primer número de Sally en donde se nos presenta a una chica de 16 educada para ser una mujer independiente, en un siglo donde la mujer no lo era tanto. Sus conocimientos en economía, finanzas e inversiones igualan y superan a los mejores en su tiempo, como lo fué su padre.
En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.

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– Entonces me alegro de que usted fracasara en su intento. Señor Temple, me gustaría que vendiera trescientas libras de Bonos del Tesoro y que comprara acciones, en partes iguales, en las siguientes compañías: Compañía Ferroviaria Occidental, Compañía del Gas, Luz y Carbón y C. H. Parsons, Ltd.

Se quedó atónito, pero tomó nota de sus instrucciones.

– Además -puntualizó ella-, sobre esas acciones preferentes de la Real Compañía de Correo Marítimo… le ruego que las venda y que compre acciones ordinarias en P &O. Eso debería incrementar los ingresos en algo más del cincuenta por ciento. Lo volveré a consultar dentro de un mes más o menos, cuando… cuando tenga tiempo. Supongo que se ha pagado de mi cuenta a la señora Rees.

– Se pagaron a la señora Rees… -pasó una página- cien libras cuando murió su padre. Era un legado, por supuesto, no un pago por un servicio prestado. Los administradores, uno de los cuales soy yo, llegamos a un acuerdo por el que los rendimientos del fideicomiso deberían pagarse en su nombre a la señora Rees mientras usted viviera en su casa.

– Ya veo -observó Sally.

O sea, que esa mujer había estado percibiendo todos los ingresos de Sally, ¡y encima la acusaba de vivir de la caridad!

– Bien -prosiguió la chica-, he estado hablando con la señora Rees y lo mejor será que a partir de ahora los beneficios me sean pagados a mí directamente. Me gustaría que se encargara de enviar el dinero a la cuenta que tengo a mi nombre, en el London and Midland Bank.

Dio la impresión de que Temple estaba desconcertado. Respiró profundamente y anotó lo que Sally le decía, pero no hizo ningún comentario.

– Por cierto, señor Temple, querría algo de dinero. Me parece que antes no ha mencionado ninguna cuenta corriente, pero estoy segura de que debe de haber alguna.

Volvió la página del libro de registro.

– Tiene veintidós libras, seis chelines y nueve peniques -dijo-. ¿Cuánto desea retirar?

– Veinte libras, por favor.

Abrió una pequeña caja de caudales y contó las monedas de oro.

– Señorita Lockhart, tan sólo una pregunta… ¿Ya sabe lo que está haciendo?

– Por supuesto, es lo que deseo hacer. Y además, tengo todo el derecho de hacerlo. Un día, señor Temple, le prometo que le contaré el porqué. Ah…, otra cosa…

Temple guardó la cajita y la miró de nuevo.

– ¿Sí?

– ¿Le mencionó mi padre alguna vez a un tal comandante Marchbanks?

– Sí, he oído mencionar ese nombre. Aunque creo que su padre y ese hombre perdieron el contacto durante mucho tiempo. Era un amigo de la época en que estuvo en el Ejército, tengo entendido.

– ¿Y le suena el nombre de señora Holland?

Movió la cabeza con un gesto negativo.

– ¿Y algo llamado Las Siete Bendiciones?

– ¡Qué nombre tan curioso! No, señorita Lockhart, no lo he oído nunca.

– Y… no le entretendré más, señor Temple, pero… ¿qué me dice de la participación de mi padre en Lockhart & Selby? Esperaba que tuviera algún valor.

El abogado se llevó la mano a la barbilla. Parecía incómodo.

– Señorita Lockhart, usted y yo tenemos mucho de que hablar. Ahora no puede ser…, estoy muy ocupado; pero espero que nos podamos ver dentro de una semana. Su padre era un hombre fuera de lo común y usted es una joven también muy poco convencional, si me permite decirlo. Se comporta como una verdadera mujer de negocios. Estoy impresionado. Eso es razón suficiente para comentarle ahora algo que tenía reservado para cuando fuera mayor: estoy preocupado por esa empresa y también por lo que hizo su padre antes de irse de viaje a Oriente. Tiene usted mucha razón: debería haber más dinero. Pero lo cierto es que vendió toda su participación, por un valor de diez mil libras esterlinas, a su socio, el señor Selby.

– ¿Y dónde está el dinero ahora?

– Eso es lo que me preocupa. Ha desaparecido.

La pasión por el arte

Había pocos lugares, en la Inglaterra de 1872, donde una chica joven pudiera ir sola para sentarse, reflexionar y quizá tomar un té. El té no era lo más importante; tarde o temprano, tendría que comer algo, y sólo había una clase de mujeres jóvenes, bien vestidas, que se movían con total libertad dentro y fuera de los hoteles y restaurantes. Sally no quería que la tomaran por una de ésas.

Como el señor Temple había dicho, era una jovencita poco convencional. Su educación le había dado una mentalidad abierta e independiente que hacía de ella una chica avanzada a su época; por esa razón salía a pasear y no tenía miedo de estar sola.

Se fue de Lincoln's Inn y paseó sin prisas junto al río, siguiendo su curso, hasta que encontró un banco, debajo de la estatua de un rey que llevaba un gran peluquín. Entonces se sentó para ver cómo pasaban los barcos.

Lo peor de todo había sido perder la pistola. Había copiado los tres papeles perdidos -el mensaje de Oriente, la carta del comandante Marchbanks y la única página que tenía del libro- en su diario; para que estuvieran a salvo. Pero la pistola había sido un regalo de su padre y, además, podría salvarle la vida algún día.

Lo que más necesitaba en esos momentos, no obstante, era hablar. Jim Taylor hubiera sido la persona ideal, pero era martes y debía de estar trabajando. Luego también estaba el comandante Marchbanks, aunque la señora Holland seguramente tenía vigilada su casa, como ya lo había hecho antes.

Entonces se acordó de la tarjeta que había guardado entre las hojas de su diario. ¡Gracias a Dios que el ladrón no se la había llevado!

FREDERICK GARLAND

Artista Fotográfico

45, Burton Street

Londres

Tenía algo de dinero, ahora. Llamó a un taxi y le dio la dirección al conductor.

Burton Street era una pequeña zona degradada, cerca del Museo Británico. El portal del número 45 estaba abierto; un cartel pintado que ponía: «W. y F. Garland, Fotógrafos» indicaba de qué clase de negocio se trataba. Sally entró y se encontró con una pequeña tienda, estrecha y polvorienta, abarrotada de todo tipo de artilugios y material de fotografía -linternas mágicas, botellas con productos químicos, cámaras y cosas por el estilo-, algunos en el mostrador y otros amontonados en los estantes. No salió nadie a atenderla, pero la puerta que daba al interior de la tienda estaba abierta y Sally pudo oír voces que sin duda mostraban que dentro tenía lugar una fuerte discusión. Una de las voces era la del fotógrafo.

– ¡No lo haré! -gritó él-. Odio a todos los abogados, por principios, y eso también va por los niñatos con la cara llena de granos que tienen como empleados.

– No te estoy hablando de abogados, ¡zoquete! -le contestó una voz de mujer, que también le hablaba de una forma muy exaltada-. Lo que necesitas es un contable, no un maldito abogado, y si no consigues cuadrar las cuentas, ¡nos vamos a quedar sin negocio!

– ¡No digas tonterías! No te quiero ni oír, ve a llorarle a tu madre, eres una histérica. Y tú, Trembler, espabila, que hay un cliente en la tienda.

Un hombre bajito y de piel arrugada salió a toda prisa, como si estuviera huyendo de un tiroteo. Cerró la puerta, pero el griterío continuó.

– ¿Qué desea, señorita? -preguntó, con una voz que mostraba su nerviosismo. Sus grandes bigotes tenían restos de sopa.

– He venido a ver al señor Garland. Pero si está ocupado…

Sally miró hacia la puerta y se encogió de miedo, como si temiese que la atravesara algún proyectil a gran velocidad.

– Supongo que no querrá que le vaya a buscar, ¿verdad, señorita? -suplicó-. Es que, sinceramente, no me atrevo.

– Bueno…, no. No creo que sea un buen momento.

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