Philip Pullman - La maldición del rubí

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La maldición del rubí es el primer número de Sally en donde se nos presenta a una chica de 16 educada para ser una mujer independiente, en un siglo donde la mujer no lo era tanto. Sus conocimientos en economía, finanzas e inversiones igualan y superan a los mejores en su tiempo, como lo fué su padre.
En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.

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– ¿Es para un retrato? Podemos reservarle hora para cuando quiera…

Mientras lo decía, consultaba la agenda.

– No. No, era para…

En ese momento, se abrió la puerta y el hombre bajito se escondió debajo del mostrador.

– Maldita pandilla de… -rugió el fotógrafo y entonces se paró de golpe. Se quedó de pie al lado de la puerta, la reconoció y le dedicó una amplia sonrisa. Sally se dio cuenta de que había olvidado lo increíblemente expresiva que era la cara del muchacho.

– ¡Hola! -saludó el chico, intentando ser lo más afable posible-. La señorita Lockhart, ¿verdad?

El muchacho entró de golpe, desequilibrado, en la tienda, empujado violentamente por una joven dos o tres años mayor que Sally. Su larga cabellera pelirroja resplandecía sobre sus hombros, tenía los ojos encendidos de ira y sostenía en la mano un fajo de papeles con el puño cerrado. Sally pensó que era muy guapa. Y sí que lo era, increíblemente atractiva.

– ¡Eres un desastre, Frederick Garland! -le espetó-. Todas estas facturas están pendientes desde Semana Santa y tú no mueves ni un solo dedo. ¿Se puede saber en qué te gastas el dinero? ¿Te das cuenta de lo que estás haciendo?

– ¿Que qué es lo que hago? -Se volvió hacia ella, y su voz iba subiendo de tono progresivamente, con fuerza-. ¿Que qué hago? ¡Trabajo más duro que cualquier pandilla de holgazanes pintarrajeados que están en el escenario de un teatro! ¿Qué me dices de las lentes polarizadoras? ¿Te crees que estoy todo el día de brazos cruzados? Y el revelado con gelatina, ¿qué?

– Vete al infierno con tu maldito revelado con gelatina. ¿Holgazanes pintarrajeados? No dejaré que me insulte un don nadie, un daguerrotipista cuya única idea del arte es…

– ¿Daguerrotipista? ¿Un don nadie? ¿Cómo te atreves? ¡Estás mal de la cabeza!

– ¡Vagabundo! ¡Desgraciado!

– ¡Neurótica! ¡Verdulera!

Y un instante después se volvió hacia Sally, más calmado que un cura, y le dijo educadamente:

– Señorita Lockhart, permítame que le presente a mi hermana Rosa.

Sally parpadeó y sonrió. La joven le tendió la mano y también le sonrió. Por supuesto que eran hermanos; él no era ni la mitad de atractivo que su hermana, pero tenían la misma vitalidad y expresión enérgica.

– ¿He venido en un mal momento? -preguntó Sally.

El fotógrafo rió y el hombre bajito salió de detrás del mostrador como una tortuga sale de su caparazón.

– No -respondió la señorita Garland-, ¡qué va! Si desea hacerse una fotografía, ha llegado justo a tiempo. Puede ser que mañana ya hayamos cerrado para siempre.

Lanzó una mirada terrible a su hermano, que la evitó fácilmente.

– No, no quiero una fotografía -dijo Sally-. De hecho, sólo he venido porque… Bueno, conocí al señor Garland el viernes pasado y…

– ¡Ah! ¡Tú eres la chica de Swaleness! Mi hermano me lo ha contado todo.

– ¿Puedo volver con las placas ahora? -dijo el hombre bajito.

– Sí, ves, Trembler -dijo el fotógrafo, sentándose con calma en el mostrador mientras el hombre bajito se tocaba, nervioso, la ceja y volvía para dentro sin entretenerse.

– Está preparando algunas placas, ¿sabe, señorita Lockhart?, y estaba un poco preocupado. Mi hermana ha intentado asesinarme.

– Alguien debería hacerlo -comentó, pensativa.

– Enseguida se altera. Es actriz. No puede evitarlo.

– Siento interrumpir -dijo Sally-. No hubiese tenido que venir.

– ¿Está en apuros? -preguntó Rosa.

Sally asintió.

– Pero no quiero…

– ¿Es otra vez la bruja? -dijo el fotógrafo.

– Sí. Pero… -Se calló. «Me pregunto si debería…», pensó Sally.

– Habían dicho que…, lo siento, pero no pude evitar oírlo…, que necesitaban un contable…

– Eso es lo que cree mi hermana.

– ¡Pues claro que lo necesitamos! -estalló-. Este payaso de la fotografía nos ha metido en un buen lío y si no lo solucionamos pronto…

– ¡Qué exagerada! -exclamó él-. No tardaremos mucho en solucionarlo.

– ¡Pues venga! ¡A qué esperas! -le dijo, airada.

– No puedo. No tengo ni suficiente tiempo ni talento y, desde luego, no me apetece nada.

– Les iba a decir… -Sally prosiguió, dubitativa-: Le iba a decir que soy buena con los números. Solía ayudar a mi padre a preparar los balances y me enseñó todo lo necesario para llevar la contabilidad. ¡Estaría encantada de poder ayudarlos! Resulta que… vine aquí para pedir… pedir ayuda. Pero si puedo hacer algo a cambio, sería aún mejor, quizá. No lo sé.

Sally acabó de hablar sin convicción, ruborizada. Le había costado mucho soltar toda esta parrafada, pero estaba decidida a conseguirlo. Bajó la mirada.

– ¿Lo dice en serio? -preguntó la chica.

– De verdad. Sé que se me da bien la contabilidad; si no, no hubiera dicho nada.

– ¡Entonces estaremos encantados! -exclamó Frederick Garland-. ¿Lo ves? -le dijo a su hermana-. Te dije que no tenías que preocuparte por nada. Señorita Lockhart, ¿desearía comer con nosotros?

El almuerzo, en aquella vivienda bohemia, consistía en una jarra de cerveza, los restos de un cuarto de rosbif, una tartaleta de frutas y una bolsa de manzanas, regalada según Rosa por uno de sus admiradores la noche anterior, un mozo del mercado de Covent Garden. Se lo comieron, con la ayuda de un gran cuchillo de bolsillo y los dedos (y jarras vacías de productos químicos, para la cerveza), en la abarrotada mesa de trabajo del laboratorio, en la trastienda. Sally estaba encantada.

– Tendrá que perdonarlos, señorita, si me permiten decirlo -dijo el hombre bajito cuyo único nombre parecía ser Trembler-. No es falta de educación: es falta de dinero.

– Pero mira lo que se están perdiendo los ricos, Trembler -dijo Rosa -. ¡Ellos no pueden descubrir lo delicioso que es el rosbif y el plumcake cuando no hay nada más para comer!

– Oh, venga Rosa -dijo Frederick-, no nos morimos de hambre. Nunca nos ha faltado comida. Eso sí, no fregamos platos -dijo dirigiéndose a Sally-. Es cuestión de principios. Si no hay platos, no tenemos que fregarlos.

Sally se preguntaba cómo podían sobrevivir con sólo una sopa, pero no tuvo la oportunidad de decir nada; cuando por fin llegaba una pausa en la conversación, enseguida la acribillaban a preguntas, y antes de que acabaran de comer sabían tanto como ella sobre el misterio. O los misterios.

– De acuerdo -dijo Frederick, y de alguna forma, mientras comían el plumcake, habían empezado a tutearse sin darse cuenta-, dime entonces: ¿por qué no acudes a la policía?

– Pues de verdad que no sé por qué. Bueno…, sí lo sé. Parece que todo tiene alguna relación con mi nacimiento, o con la vida de mi padre en la India…, con mi pasado… De todas formas, prefiero mantenerlo en secreto hasta que averigüe más al respecto.

– Pues claro que sí -dijo Rosa-. ¡La policía es tan estúpida, Fred!… Acudir a ella es lo último que debería hacer.

– Te han robado -señaló Frederick-. Y además dos veces.

– Aún así, prefiero no hacerlo. Hay tantas razones… Aún no se lo he contado ni al abogado, que me han robado.

– Y ahora te has ido de casa -dijo Rosa-. ¿Dónde vas a vivir?

– No lo sé. Aún tengo que encontrar algún sitio donde alojarme.

– Bueno, eso es fácil. Aquí tenemos mucho espacio. De momento puedes utilizar la habitación del tío Webster. Trembler te mostrará dónde está. Ahora tengo que irme al ensayo. ¡Nos vemos después!

Y antes de que Sally le pudiera dar las gracias, ya había desaparecido.

– ¿Estás seguro? -preguntó Sally a Frederick.

– ¡Pues claro que sí! Y si queremos hacer las cosas como Dios manda, nos puedes pagar un alquiler.

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