– Aún tardaré un día más en tenerlo todo en orden -dijo Sally-. Y me tendrás que explicar lo que dicen estas notas. ¿Lo has escrito tú?
– Me temo que sí. Pero… ¿en general, cómo está todo? ¿Está bien o mal? ¿Estoy arruinado?
– Debes intentar que te paguen las facturas a tiempo. Te deben sesenta y seis libras y siete chelines desde hace meses, y veinte guineas del mes pasado. Si lo cobras, podrás pagar casi todo lo que debes. Pero debes hacerlo correctamente y llevarlo todo bien contabilizado.
– No tengo tiempo.
– Pues debes buscarlo. Es importante.
– Es demasiado aburrido.
– Entonces paga a alguien para que te lleve la contabilidad. Debes hacerlo, o te arruinarás. En realidad no necesitas más dinero, sólo tienes que arreglártelas con lo que tienes. Y creo que puedo encontrar diferentes formas de incrementar los ingresos, en algunos casos.
– ¿A ti te gustaría este trabajo?
– ¿A mi?…
La mirada del chico mostraba que su propuesta iba en serio. Sus ojos eran verdes; Sally nunca se había fijado antes.
– ¿Por qué no? -dijo él.
– Yo… no, no lo sé -contestó ella-. He hecho esto hoy porque… tenía que hacerse. A cambio de que me ayudaras a solucionar… Pero lo que quiero decir es que necesitas un asesor profesional. Alguien que, no sé, que pudiera hacerse cargo de la parte empresarial del negocio…
– Bueno, ¿te quieres hacer cargo tú?
Ella dijo que no con la cabeza; luego se encogió de hombros y, al final, acabó aceptando, y rápidamente se encogió de hombros de nuevo. El se rió y la chica se ruborizó.
– Mira -dijo Fred-, me parece que eres justo la persona que necesitaba para hacer este trabajo. Después de todo, tendrás que arreglar tu situación. No puedes vivir de unos ingresos tan escasos… ¿O es que quizá te gustaría ser institutriz?
La chica se estremeció y exclamó con contundencia:
– ¡No!
– ¿O enfermera o cocinera o algo similar? Pues claro que no. Lo tuyo es esto y parece que además eres especialmente buena haciéndolo.
– Me encanta este trabajo.
– Bien, ¿y entonces por qué dudas?
– De acuerdo. Lo… lo haré. Y gracias.
Se dieron la mano y acordaron las condiciones. En un primer momento, Sally recibiría como paga el alojamiento y la manutención gratis. Ella misma puntualizó que no cobraría dinero hasta que tuvieran ingresos. Y cuando la empresa empezara a tener beneficios, percibiría quince chelines a la semana.
Después de establecer las condiciones, Sally se sintió rebosante de alegría; y para celebrar el acuerdo al que habían llegado, Frederick pidió que trajeran un pastel de carne caliente de la carnicería que había en la esquina. Lo dividieron en cuatro partes, guardando un trozo para Rosa, y se sentaron a la mesa de trabajo del laboratorio para comérselo. Trembler preparó café. Mientras se lo bebía, Sally se preguntó qué era lo que hacía que esa casa fuera diferente de las demás. No era sólo que no fregaran los platos, o que comieran en la mesa del laboratorio a unas horas un poco raras. Trataba de encontrar una respuesta, sentada en una vieja butaca con el asiento hundido, al lado de la estufa, en la cocina. Trembler estaba leyendo el periódico en la mesa y Frederick silbaba suavemente mientras manipulaba productos químicos en un rincón. Sally aún no había logrado la respuesta cuando, mucho más tarde, llegó Rosa, que estaba muerta de frío e hizo un ruido tremendo al entrar. Trajo eufórica, una piña enorme. Despertó a Sally (que se había dormido sin darse cuenta) y regañó a los otros dos por no haberle mostrado su habitación. Aún estaba pensando lo que tenía de especial esa casa mientras se metía en la cama, pequeña y estrecha, temblando, tapándose rápidamente con las mantas: y fue justo antes de dormirse, cuando por fin dio con la respuesta. «Por supuesto -pensó-. No trataban a Trembler como si fuera un criado. Y no me tratan a mí como si fuera una niña. Somos todos iguales. Eso es lo extraño…»
La señora Holland se enteró de la muerte de Henry Hopkins por una de sus compinches, una mujer que se traía entre manos asuntos turbios en el asilo de pobres de St. George, una o dos calles más abajo. Esa mujer se había enterado por una chica de la fábrica de su pensión, que tenía un hermano barrendero que trabajaba en la misma calle que el agente de periódicos, cuya prima había hablado con el hombre que había encontrado el cuerpo. Así es como las noticias de los crímenes se propagaban de un sitio a otro en Londres. La señora Holland se quedó casi sin habla de la rabia que sintió por la incompetencia de Hopkins. ¡Dejarse matar de esa forma, con tanta facilidad! Por supuesto, la policía sería incapaz de seguir la pista del asesino; pero ella sí tenía la intención de encontrarlo. La noticia se difundió por todas partes, filtrándose como el humo a través de callejones y patios, calles, muelles y dársenas: la señora Holland, del Muelle del Ahorcado, ofrecía una generosa recompensa a quien averiguara quién había matado a Henry Hopkins. Lanzó la oferta y esperó. Sin duda, algo tenía que suceder; y no iba a pasar mucho tiempo.
Ya había un ciudadano que se sentía acorralado por la señora Holland, y se trataba de Samuel Selby. La carta que ella le mandó lo cogió por sorpresa. Selby estaba convencido de que no podía hacerle chantaje; de hecho, ya se había asegurado totalmente de esconder cualquier posible pista. Y además, esa carta procedía de Wapping…
Estuvo uno o dos días aterrorizado, aunque luego reflexionó de nuevo. En esa carta, realmente, se decían cosas de las que nunca nadie debería haberse enterado. Pero había aún más cosas que lo incriminaban y no se mencionaban… ¿Dónde estaban las pruebas? ¿Y las facturas, los conocimientos de embarque, los documentos de los barcos que le hundirían definitivamente? No había ni rastro de todo eso.
«No -pensó-, quizá sabe menos de lo que parece. Pero será mejor que lo compruebe…»
Así pues, escribió una carta:
Samuel Selby
Agente marítimo
Cheapside
Martes, 29 de octubre de 1872
Sra. M. Holland
Pensión Holland
Muelle del Ahorcado
Wapping
Estimada Sra. Holland:
Le agradezco su atenta carta del 25 del corriente. Tengo el honor de informarle que la propuesta de su cliente me ha interesado y me gustaría poder concertar una entrevista con él en mi oficina el jueves 31 a las 10 de la mañana.
Su humilde y atento servidor
S. Selby
«Ya está -pensó mientras la echaba al buzón-, a ver qué es lo que trae» La verdad es que tenía sus dudas de que ese cliente existiera; parecía más una simple habladuría de los muelles que otra cosa. Simplemente eso.
El miércoles por la mañana hacía frío, y una ligera neblina flotaba en el aire. Frederick le anunció a Sally a la hora del desayuno (huevos escalfados) que iría con ella a Oxford. Así también aprovecharía para hacer algunas fotos, dijo él, y además, era conveniente que hubiera alguien con ella en el tren para mantenerla despierta, por si se quedaba dormida otra vez. El muchacho le hablaba de forma desenfadada, pero la chica sabía que Fred era consciente del peligro que corría. Sin su pistola se sentía aún más vulnerable, por lo que estuvo contenta de que la acompañara.
El viaje transcurrió rápidamente. Llegaron a Oxford hacia el mediodía y almorzaron en el Hotel del Ferrocarril.
Sally había hablado mucho en el tren -hablar con Frederick y escucharle parecía la cosa más natural y agradable del mundo-, pero en el restaurante se sintió, una vez sentada a la mesa delante de él, con los cubiertos, servilletas y vasos puestos, absurdamente cohibida.
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