Al cabo de un rato, vieron a un grupo de hombres en la entrada de un patio estrecho. Algunos estaban apoyados en la pared y otros estaban sentados en los escalones de las casas. Sus ropas estaban agujereadas y mugrientas; sus ojos, llenos de odio. Uno de ellos se levantó y otros dos se separaron del muro cuando Frederick y Sally se aproximaron, como si no quisieran dejarlos pasar. Frederick no aceleró el paso. Siguió andando sin detenerse hasta llegar a la entrada, y los hombres se apartaron en el último instante, mirando hacia otra parte.
– No tienen trabajo, pobre gente -dijo Frederick cuando habían doblado la esquina-. O se quedan en las esquinas, o van al asilo de pobres, y ¿quién escogería el asilo?
– Pero debe de haber trabajo en los barcos, o en el muelle o en alguna parte. La gente necesita trabajadores, ¿verdad?
– No, no los necesitan. ¿Sabes, Sally?, hay cosas en Londres que hacen que el opio parezca casi tan inofensivo como el té.
Sally supuso que se refería a la pobreza, y viendo lo que los rodeaba se dio cuenta de que tenía razón.
Entraron por una puerta baja, situada en una pared de un sucio callejón. Había un cartel al lado de la puerta, con algunos caracteres chinos de color negro sobre un fondo rojo. Frederick tiró de la campanilla y, tras un minuto, un anciano chino les abrió la puerta. Llevaba un vestido holgado de seda negra, un solideo y una trenza. Les hizo una reverencia y se apartó mientras entraban.
Sally miró a su alrededor. Estaban en un recibidor tapizado con un papel delicadamente pintado; la madera estaba lacada con un color rojo intenso y lustroso, y del techo colgaba un farol adornado. En el aire flotaba un olor dulzón y penetrante.
El sirviente se retiró y volvió luego con una señora china de mediana edad vestida con un atuendo exquisitamente bordado. Llevaba el pelo bien recogido hacia atrás, pantalones de seda negra bajo la bata y zapatillas rojas en sus diminutos pies. Se inclinó para saludarlos y les indicó que pasaran hacia una habitación.
– Les ruego que accedan a entrar en mi humilde lugar de trabajo -dijo ella.
Hablaba con una voz baja y musical, y casi sin acento.
– Ya lo he reconocido, usted es el señor Frederick Garland, el artista fotográfico, pero no he tenido aún el honor de conocer a su encantadora amiga.
Entraron en la habitación. Mientras Frederick le explicaba quién era Sally y lo que querían, la muchacha miraba a su alrededor con sorpresa. La iluminación era escasa; sólo provenía de dos o tres faroles chinos, en aquella obscuridad llena de humo. Todo lo que estaba pintado o lacado en la habitación era del mismo color rojo intenso, y los marcos de las puertas y las vigas del techo estaban grabadas con dragones enfurecidos y retorcidos, destacados en oro. A Sally le pareció de una ostentosidad opresiva: era como si la habitación hubiera tomado la forma de los sueños colectivos de todos aquellos que habían ido alguna vez allí en busca de olvido.
A intervalos, en las paredes -era una habitación grande y alargada- había divanes a ras de suelo y en cada uno de ellos estaba tumbada una persona, aparentemente dormida, ¡pero que en realidad no lo estaba!
Había una mujer, no mucho mayor que Sally; y allí otra, de mediana edad; también vestida de forma elegante. Y entonces uno de los durmientes se agitó y el viejo sirviente se acercó con una larga pipa y se arrodilló en el suelo para prepararla.
Frederick y Madame Chang hablaban en voz baja detrás de ella. Sally buscó un lugar para sentarse; se sentía mareada. El humo de la pipa que se acababa de encender flotaba hacia ella, dulce, tentador y curioso. Inhaló una vez y entonces otra y…
Todo se volvió negro de golpe. Un calor sofocante.
Estaba en la Pesadilla.
Se quedó quieta, con los ojos bien abiertos, buscando en la obscuridad. Un indescriptible temor convulsivo le oprimía el corazón. Intentaba moverse, pero no pudo… y a pesar de ello no sentía que estuviera atada; simplemente sus extremidades estaban demasiado débiles para moverse. Y sabía que, tan sólo hacía un momento, estaba despierta…
Estaba tan asustada… El miedo fue creciendo más y más. Era peor que nunca esta vez, porque lo veía todo con mucha más claridad. Sabía que en cualquier momento, junto a ella en la obscuridad, un hombre comenzaría a gritar. Sally chilló absolutamente aterrorizada. Y entonces empezó.
El grito rasgó la obscuridad como una espada afilada. Pensó que moriría de miedo. ¡Pero se oían voces! Eso era nuevo… No hablaban en inglés, y a pesar de ello las pudo entender.
– ¿Dónde está?
– ¡No está conmigo! Se lo ruego… Por el amor de Dios, lo tiene un amigo…
– ¡Que vienen! ¡Deprisa!
Y entonces un ruido horrible, el ruido de un objeto afilado hundiéndose en la carne…, una especie de sonido desgarrador, seguido de un grito sofocado y un gemido como si al hombre le hubieran sacado de golpe todo el aire de sus pulmones; y entonces el chorro de un líquido derramándose, que pronto se convirtió en un goteo.
Luz. Había una pequeña chispa de luz en alguna parte. (Oh, ¡pero ella estaba despierta, en el fumadero de opio! No podía ser…)
Y no pudo escapar del sueño. Todo sucedía sin parar y tenía que vivirlo. Sabía lo que venía a continuación: una vela parpadeante, una voz de hombre…
– ¡Mira! ¡Mírale! Dios mío…
¡Era la voz del comandante Marchbanks!
Siempre se había despertado justo ahí…, pero esta vez pasó algo más. La luz se acercó; alguien la sostenía. Vio la cara de un hombre joven, mirándola: altivo, con bigote obscuro, ojos brillantes y un hilo de sangre sobre su mejilla.
Se sintió presa del pánico. Se estaba volviendo loca. Pensó: «Voy a morir… Nadie puede estar tan asustado sin acabar muriendo o volviéndose loco…».
Notó a continuación un golpe seco en la mejilla. Oyó su sonido un segundo después; estaba completamente desorientada y todo se volvió obscuro de nuevo. Tuvo la sensación de encontrarse perdida…
Y entonces se despertó, de rodillas, con la cara bañada en lágrimas. Frederick estaba arrodillado a su lado, y sin pensárselo dos veces, Sally le abrazó fuertemente y empezó a sollozar. El muchacho hizo lo mismo y no dijo nada. Estaban en el vestíbulo. ¿Cuándo se había desplazado hacia allí? Madame Chang estaba de pie un poquito más allá, mirando atentamente.
Cuando vio que Sally había vuelto en sí de nuevo, la señora dio un paso hacia delante y se inclinó.
– Por favor siéntese en el diván, señorita Lockhart. Li Ching le traerá algún refresco.
Le dio unas palmaditas. Frederick la ayudó a sentarse en el diván de seda y el anciano le ofreció una taza de porcelana que contenía alguna bebida aromática bien caliente.
Sorbió la bebida y sintió que su cabeza se despejaba.
– ¿Qué ha sucedido? ¿Cuánto tiempo he estado…?
– Estabas bajo los efectos del opio -dijo Frederick-. Has debido de inhalar más de la cuenta. Pero caer bajo sus efectos tan rápido… no es muy normal, ¿verdad, Madame Chang?
– No es la primera vez que prueba el opio -dijo la dama.
– ¡Nunca en mi vida he fumado opio! -dijo Sally.
– Siento contradecirla, señorita Lockhart, pero usted ya ha inhalado opio antes. He visto miles de personas que lo han hecho y lo sé. ¿Qué vio en su delirio?
– Una escena que… ya había visto muchas otras veces. Una pesadilla. Están matando a un hombre y… y dos hombres más vienen y… ¿Qué puede ser, Madame Chang? ¿Me estoy volviendo loca?
La dama negó con la cabeza.
– El poder del opio es ilimitado. Oculta perfectamente los secretos del pasado… Ni unos ojos de lince podrían encontrarlos a plena luz del día; y luego los revela todos como si fueran un tesoro enterrado, cuando ya han sido olvidados. Lo que ha visto es un recuerdo, señorita Lockhart, no un sueño.
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