Philip Pullman - La maldición del rubí

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La maldición del rubí es el primer número de Sally en donde se nos presenta a una chica de 16 educada para ser una mujer independiente, en un siglo donde la mujer no lo era tanto. Sus conocimientos en economía, finanzas e inversiones igualan y superan a los mejores en su tiempo, como lo fué su padre.
En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.

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No, un día iría a ver al señor Temple y se lo explicaría todo; pero, hasta entonces, se quedaría con los Garland y se escondería.

Pero ¿por cuánto tiempo podría estar allí, sin dinero?

Tanto como quisiera, si trabajaba para conseguirlo.

Fregó los platos y se sentó para escribir una serie de anuncios, con la intención de enviarlos a los periódicos más importantes. Eso la volvió a animar. Luego apareció un cliente que quería hacerse un retrato con su prometida, y Sally siguió el ejemplo de Trembler y consiguió venderle un estereoscopio. Pronto tendrían la mejor selección de estereografías de Londres, le comentó ella. El hombre se fue impresionado.

Pero de nuevo se encontró inmersa en la Pesadilla: el calor agobiante, la obscuridad, el miedo atroz que le era tan familiar… Y otra vez lo nuevo: las voces…

– ¿Dónde está?

– ¡No está conmigo! Se lo ruego… Por el amor de Dios, lo tiene un amigo…

– ¡Que vienen! ¡Deprisa!

Voces que podía entender perfectamente, aunque no hablaban en inglés… Una sensación muy extraña, como si pudiera ver a través de las paredes. ¡Pues claro que sí! ¡Era indostaní! Su padre y ella lo habían utilizado como lenguaje secreto cuando era pequeña. ¿Qué podía ser lo que tenía un amigo? ¿Quizá el rubí? Era imposible saberlo. Y el rostro de su padre, tan joven, tan valiente; y la voz que ahora, después de ese desolador día de Swaleness, sabía que pertenecía al comandante Marchbanks…

Se sintió invadida por un escalofrío tan intenso que ni siquiera el calor que pudiera producir la estufa podría aliviarla. Algo había pasado en esos escasos minutos, hacía dieciséis años, algo que había originado durante ese tiempo persecuciones…, el peligro…, la muerte. Quizá más de una muerte. Y para saber más, debía volver a entrar en la Pesadilla…

Empezó a temblar; se sentó y aguardó a que volvieran.

Ese día, Jim Taylor se tomó una tarde libre sin permiso. No le resultaba muy difícil: sólo tenía que salir del edificio con un falso paquete, como si fuera a la oficina de correos y dejar uno o dos mensajes contradictorios por la oficina diciendo dónde iba y quién le había enviado. Ya había utilizado ese mismo truco alguna que otra vez, pero no quería hacerlo con demasiado frecuencia.

Cogió un tren en la estación del Puente de Londres que se dirigía al mismo lugar donde Sally había ido, hacia Swaleness. Quería echar un vistazo; y además, tenía una idea. Se le había ocurrido leyendo la revista Penny Dreadful, ¡y era una buena idea! Sólo hacía falta tener un poco de paciencia y una cierta habilidad persuasiva; si eso se cumplía, sabía que iría bien encaminado.

Sentado en el tren que volvía a Londres (con mucho más cuidado que Sally), se preguntó hasta dónde podría llegar todo ese asunto, aunque en realidad ya lo sabía. Después de todo, había algo en común con lo que sucedía en las historias de Relatos policíacos para chicos británicos o en Las aventuras de Jack Harkaway; la revista Penny Dreadful le demostró una vez más que era un excelente reflejo de lo que sucedía en la vida real. Y Penny Dreadful siempre dejaba muy claro lo que significaba todo aquello que procedía de Oriente: problemas.

Problemas sobre todo para Sally, con quien había establecido una fuerte amistad la semana anterior.

«De momento, no se lo explicaré -pensó Jim-. Será lo mejor. Más adelante.»

Mientras tanto, la señora Holland había recibido noticias. Jonathan Berry, uno de los delincuentes a quien recurría de vez en cuando para sus «trabajitos», la visitó más o menos a la misma hora en que el reverendo Bedwell llegaba a Burton Street.

Berry era un hombre enorme, medía casi dos metros y era de constitución fuerte; era tan grande que casi no cabía en el estrecho vestíbulo de la Pensión Holland y dejó a Adelaide completamente aterrorizada. La izó con una mano y la sostuvo en el aire cerca de su sucia oreja.

– La s-s-s-s-señora Holland está con el caballero, señor -le susurró Adelaide, empezando a gimotear.

– Dile que venga -gruñó Berry-. No hay ningún caballero aquí. ¡Me estás mintiendo, insecto!

La soltó, y Adelaide se escabulló como un ratón. Berry se rió; una risa siniestra que resonaba como un desprendimiento de rocas en una cueva.

A la señora Holland no le gustó demasiado que la interrumpiera. Bedwell estaba hablando, en medio del delirio, de un personaje llamado Ah Ling, un nombre que siempre le hacía estremecer de miedo; había mencionado por primera vez una embarcación -un junco- en su historia, y un cuchillo y luces bajo el agua y todo tipo de cosas. La señora maldijo a Berry y ordenó a la niña que se quedara y escuchara atentamente.

Adelaide esperó a que la vieja se marchara y luego se tumbó junto al marinero, que, entre sudores y murmullos, se ponía a gritar desesperadamente. La niña le cogió la mano.

– ¡Ah, Berry, eres tú! -dijo la señora Holland al visitante, después de haberse puesto la dentadura. ¿Hace mucho que has salido?

Se refería a la prisión de Dartmoor.

– Salí en agosto, señora.

Berry se comportaba tan educadamente como podía; incluso se había quitado su gorra grasienta y estaba retorciéndola con nerviosismo mientras se sentaba en la pequeña butaca que la señora Holland le había ofrecido en la sala de visitas.

– He oído que está interesada en saber quién mató a Henry Hopkins- prosiguió él.

– Podría ser, señor Berry.

– Bueno, pues, he oído que Solomon Lieber…

– ¿El prestamista de Wormwood Street?

– El mismo. Bueno, lo que decía: he oído que ayer llegó a sus manos un alfiler de diamantes, idéntico al que Hopkins solía llevar.

La señora Holland se levantó al instante.

– ¿Estás ocupado, Berry? ¿Te parece si vamos a dar una vuelta?

– Me encantaría, señora Holland.

– ¡Adelaide! -gritó la mujer desde el vestíbulo-. Voy a salir. No dejes entrar a nadie.

– ¿Un alfiler de diamantes, señora? -dijo el viejo prestamista-. Precisamente tengo por aquí uno que es precioso. ¿Es un regalo para su amigo? -preguntó mirando con los ojos bien abiertos a Berry.

Como respuesta, Berry le agarró de la bufanda de algodón que colgaba alrededor de su cuello y tiró de él violentamente hasta tirarlo de bruces sobre el mostrador.

– No te vamos a comprar ninguno, queremos saber quién te lo trajo ayer -dijo el matón.

– ¡Como usted diga, señor! ¡Ni se me ocurriría no decírselo! -dijo el viejo cogiendo aire, agarrado débilmente de la chaqueta de Berry para evitar ser estrangulado. El señor Berry le soltó y se estampó en el suelo.

– ¡Oh! Por favor, por favor no me hagan daño, por favor, señor, no me golpee, ¡se lo ruego, señor! Tengo esposa…

El prestamista estaba temblando y tartamudeaba sin cesar mientras se agarraba a los pantalones de Berry. El matón le apartó de un golpe.

– Trae a tu mujer aquí y le arrancaré las piernas -dijo con un gruñido. Busca ese alfiler, ¡rápido!

Al prestamista le temblaban las manos; abrió un cajón y sacó el alfiler.

– ¿Es éste, señora? -dijo Berry, cogiéndolo.

La señora Holland lo examinó atentamente.

– Sí, éste es. Dígame ahora quién lo trajo, señor Lieber. Ya sabe que si no lo recuerda, el señor Berry podría refrescarle la memoria.

Berry dio un paso hacia él y el viejo asintió rápidamente.

– Por supuesto que me acuerdo -dijo él-. Su nombre es Ernie Blackett. Un chaval joven, de Croke's Court, Seven Dials.

– Gracias, señor Lieber -dijo la señora Holland-. Veo que es un hombre con sentido común. Tiene que ir con cuidado a quién le presta su dinero. No le importa que me lleve el alfiler, ¿verdad?

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