Philip Pullman - La maldición del rubí

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La maldición del rubí es el primer número de Sally en donde se nos presenta a una chica de 16 educada para ser una mujer independiente, en un siglo donde la mujer no lo era tanto. Sus conocimientos en economía, finanzas e inversiones igualan y superan a los mejores en su tiempo, como lo fué su padre.
En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.

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Estaba pálida.

– ¿Qué te pasa? -preguntó él.

La niña no podía ni hablar. Estaba aterrorizada. Frederick miró a su alrededor; había un muro de ladrillos de casi dos metros de altura a un lado, y detrás, lo que parecía un callejón.

– Bedwell -dijo él-, salta y coge a la niña. Adelaide, te vienes con nosotros. No te puedes quedar aquí si tienes tanto miedo…

Bedwell trepó el muro.

Frederick se dio cuenta entonces de que ahora Adelaide tenía miedo a la altura del muro. La izó y se la pasó a Bedwell, y luego lo saltó él.

Bedwell se tambaleaba y parecía enfermo. Frederick miró hacia atrás; estaba preocupado por el sacerdote y por lo que pudiera pasar cuando la señora Holland descubriera la verdad. Pero por ahora tenía que cuidar de un enfermo y de una niña aterrorizada, y además podían salir tras ellos en cualquier momento.

– Venga -dijo él-. Hay un taxi esperándonos al otro lado del puente. ¡Vámonos!…

Frederick los obligó a darse prisa. Salieron del callejón y se marcharon.

Sally, atareada redactando un anuncio, se quedó sorprendida al ver entrar en la tienda a Frederick tambaleándose, llevando a cuestas a Bedwell, que estaba medio inconsciente. En un principio no vio a la niña que los seguía.

– ¡Señor Bedwell! -dijo ella-. ¿Qué ha sucedido? ¿O… es éste…?

– Éste es su hermano, Sally. Oye tengo que volver otra vez. El resto de la familia aún está allí, intentando hacerse pasar por su hermano…, pero hay un matón enorme en la casa… y tuve que coger el taxi para traer a estos dos aquí… Ah, por cierto, ésta es Adelaide. Se va a quedar aquí.

Dejó al marinero en el suelo y salió corriendo. El taxi se lo volvió a llevar a toda prisa.

Mucho más tarde, volvió. Vino con el reverendo Nicholas, que tenía un ojo amoratado.

– ¡Vaya pelea! -exclamó Frederick-. Sally, ¡tendrías que haberlo visto! Llegué justo a tiempo…

– Sin duda -dijo el sacerdote-. Pero ¿cómo está Matthew?

– En la cama, durmiendo. Pero…

– ¿Está bien Adelaide? -preguntó Frederick-. No la podía dejar allí. Estaba aterrorizada.

– Está con Trembler. ¡Su ojo, señor Bedwell! ¡Tiene un gran moretón! Venga y siéntese, déjeme echarle un vistazo. ¿Qué diablos ha pasado?

Fueron a la cocina, donde Adelaide y Trembler estaban tomando el té. Trembler sirvió una taza a cada uno de los hombres mientras el sacerdote explicaba lo que había sucedido.

– La entretuve hablando mientras los otros se escapaban. Entonces dejé que me acostara de nuevo. Fingí comportarme de forma incoherente. Salió para ir en busca de Adelaide, me levanté e intenté huir, y entonces me echó el gorila encima.

– Es un monstruo -dijo Frederick-. Pero aguantó bien. Oí la pelea desde la calle y entré por la fuerza hasta allí. ¡Qué pelea!

– Era fuerte, eso es todo. No era rápido, ni tenía técnica. En la calle o en el cuadrilátero, le hubiese dado su buen merecido, pero allí no había suficiente espacio; si me hubiese arrinconado, no habría salido con vida.

– ¿Y la señora Holland? -preguntó Sally.

Los dos hombres se miraron.

– Bueno, tenía una pistola -dijo Frederick.

– Garland le propinó un buen golpe en la cabeza al gigante con un trozo de madera que se había roto de la barandilla, y cayó al suelo como un saco. Entonces la señora Holland sacó la pistola. Me habría disparado si no le hubieses golpeado la mano -añadió el sacerdote a Frederick.

– Una pequeña pistola con la empuñadura de nácar -dijo Frederick-. ¿Siempre lleva una pistola? -preguntó a Adelaide.

– No sé -susurró la niña.

– Dijo que… -el fotógrafo se detuvo, con expresión triste, y entonces continuó dirigiéndose a Sally-: dijo que te encontraría, donde quiera que estés, y que te mataría. Me dijo que te lo dijera. Si sabe dónde estás, o sólo se lo imagina, es algo que ignoro. Pero ella no sabe quién soy yo ni dónde vivimos; no puede saberlo. Estás bastante segura aquí y Adelaide también. Nunca os encontrará.

– Sí que nos encontrará -susurró Adelaide.

– ¿Cómo lo va a hacer? -dijo Trembler-. Estás tan segura aquí como si estuvieras en el Banco de Inglaterra. Déjame decirte algo: a mí también me buscan, como a la señorita Sally o a ti, y aún no me han encontrado. Así que quédate con nosotros y estarás bien.

– ¿Es usted la señorita Lockhart? -preguntó Adelaide a Sally.

– Sí -contestó Sally.

– Ella me encontrará -dijo Adelaide susurrando-. Aunque estuviera en el fondo del mar, me encontraría y me sacaría. Lo haría.

– Bueno, pues no la dejaremos -dijo Sally.

– También te persigue a ti, ¿verdad? Ella dijo que iba a matarte. Envió a Henry Hopkins para prepararte un accidente, pero al final alguien le mató.

– ¿Henry Hopkins?

– Ella le dijo que te robara unos papeles. Y él tenía que preparar un accidente para acabar contigo.

– Así consiguió la pistola -dijo Sally desanimada-. Mi pistola…

– Tranquila -dijo Trembler, de forma poco convincente-. Ella no la encontrará aquí, señorita.

– Sí -volvió a repetir la niña-. Lo sabe todo. De todos. Lleva un puñal en su bolso y partió por la mitad a una niña. Me lo enseñó. No hay nada que no conozca, o nadie. Todas las calles de Londres y todos los barcos del muelle. Y ahora que me he escapado, afilará su cuchillo. Dijo que lo haría. Tiene un afilador y un ataúd para ponerme dentro y un lugar en el patio para enterrarme. Me enseñó dónde me pondría cuando me hubiera cortado a trocitos. La otra niña que tuvo está en ese patio enterrada. Odio salir allí afuera.

Los demás se quedaron en silencio. La vocecita de Adelaide se detuvo y la niña se sentó, inclinada, apoyando los codos sobre sus piernas y mirando al suelo.

Trembler extendió la mano por encima de la mesa.

– Toma -dijo él-. Cómete el bollo, sé buena chica.

Adelaide lo cogió y comió un poco.

– Voy a ver cómo está mi hermano -dijo Bedwell-, con vuestro permiso.

Sally se puso de pie inmediatamente.

– Le mostraré dónde está -dijo ella, y le llevó escaleras arriba.

– Completamente dormido -dijo cuando salió-. Le he visto así otras veces. Probablemente dormirá durante al menos veinticuatro horas.

– Bueno, se lo enviaremos cuando se despierte -dijo Frederick-. Al menos sabe dónde está. ¿Se quedará esta noche? Bien. ¡Vaya por Dios, tengo un hambre atroz! Trembler, ¿nos traes unos arenques ahumados? Adelaide, ya que vas a vivir con nosotros a partir de ahora, si quieres podrías ayudarnos con las tazas, los platos y todo lo demás. Sally…, necesitará algo que ponerse. Hay una tienda de ropa de segunda mano a la vuelta de la esquina… Trembler ya os enseñará dónde está.

Fue un tranquilo fin de semana. Rosa, sorprendida por la rapidez con que la casa se había llenado de inquilinos, se hizo rápidamente amiga de Adelaide, y además parecía que supiera algunas cosas que Sally ignoraba: cómo hacer que la niña se lavara, a qué hora debía irse a la cama y cómo desenredarle el pelo y escoger su ropa. Sally quería ayudar; tenía muy buenos sentimientos, pero no sabía cómo expresarlos, mientras que Rosa abrazaba y besaba a la niña sin dudarlo, o le arreglaba el pelo, o le hablaba sobre teatro; y Trembler le contaba chistes y le enseñaba juegos de cartas. Así que Adelaide enseguida les tomó confianza, pero se sentía incómoda con Sally y guardaba silencio cuando estaban las dos a solas. Sally hubiera podido sentirse herida por esa situación, pero, para evitarlo, Rosa siempre intentaba que participara en todas las conversaciones y que diera su opinión sobre el futuro de Adelaide.

– Oye, no sabe nada de nada -le dijo Rosa el domingo por la noche-. No sabe los nombres de ningún sitio de Londres, excepto de Wapping y Shadwell… ¡Ni sabía el nombre de la Reina! Sally, ¿por qué no le enseñas a leer y a escribir y todo eso?

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