– Creo que no podría…
– Pues claro que sí. Sería perfecto.
– Me tiene miedo.
– Está preocupada por ti, por lo que la señora Holland dijo. Y por Bedwell. Le ha ido a visitar muchas veces, ¿sabes? Ella tan sólo se sienta, le coge la mano y entonces se vuelve a marchar…
Matthew Bedwell no se despertó hasta el domingo por la mañana, y había sido Adelaide quien lo había hecho. Estaba tan desorientado que no podía asimilar dónde estaba o lo que había sucedido. Sally fue a verle después de que él hubiese tomado algo de té, pero el hombre no le hablaba. «No sé», le decía, o «Me he olvidado» o «No me acuerdo»; y por mucho que Sally se esforzara en hacerle reaccionar nombrando a su padre, la compañía, el barco, el señor Van Eeden -el agente de la compañía-, Bedwell no dijo una sola palabra. Sólo la frase «Las Siete Bendiciones» le provocaba alguna reacción, que no era muy alentadora; su cara enrojecía de golpe y empezaba a sudar y a temblar. Frederick le aconsejó que dejara pasar al menos un día.
El sábado por la tarde acudió a la cita que tenía con Jim, para decirle dónde estaba viviendo y por qué. Cuando se enteró del rescate de Bedwell y Adelaide, casi lloró de frustración por habérselo perdido. Jim juró que pasaría por allí tan pronto como pudiera para comprobar si sus nuevos amigos eran gente de fiar.
Durante ese mismo fin de semana hicieron las primeras estereografías artísticas y dramáticas. Realizar una estereografía era mucho más sencillo de lo que Sally había imaginado. Una cámara estereográfica era como una normal, aunque tenía dos objetivos, separados a la misma distancia que los ojos de una persona, que servían cada uno de ellos para tomar una imagen independiente. Cuando las dos imágenes se imprimían una al lado de la otra y se visualizaban a través del estereoscopio, que sólo era un instrumento con dos objetivos situados en el ángulo derecho para mezclar las imágenes en una, el espectador veía una fotografía en tres dimensiones. El efecto era casi mágico.
Frederick preparó primero algunas fotografías divertidas, para verlas por separado. El título de una de ellas era Un descubrimiento horrible en la cocina, y lo protagonizaban Rosa como la mujer que se desmaya, y Trembler como el marido conmocionado. Era la reacción a lo que Sally, como cocinera, les estaba enseñando: un armario repleto de escarabajos negros, casi tan grandes como un ganso. Adelaide había recortado escarabajos de papel marrón y los había pintado de negro. Trembler también quería una fotografía de Adelaide, así que lo disfrazaron, pusieron a la niña sobre su regazo y les hicieron una fotografía para ilustrar una canción sentimental.
– Estáis muy guapos -dijo Frederick.
Y así pasó el fin de semana.
En otra parte de Londres, las cosas no estaban tan tranquilas. Berry, por ejemplo, las estaba pasando canutas. La señora Holland le había hecho arreglar todo el desorden que se había producido en el vestíbulo, y luego tuvo que reparar las barandillas rotas. Cuando se atrevió a protestar, ella le dejó bien claro lo que pensaba de él:
– ¡Un hombre tan grande y fuerte, dejándose abatir por un simple domador de circo! ¡Y encima drogado! Cielos, me gustaría verte luchando como un animal salvaje, ¡no como una cucaracha!
– Oh, pare el carro, señora Holland -protestó el hombretón, nervioso, mientras clavaba un listón en la puerta rota-. Seguro que era un profesional. No es ninguna vergüenza que me ganen con técnica. Debe de haber luchado con los mejores, ése.
– Bien, pues ahora ha luchado con el peor de todos. Incluso la pequeña Adelaide se hubiera sabido defender mejor. Oh, Berry, tienes mucho que darme a cambio, sí, sí… Continúa y termina la puerta. Después te toca ir a pelar patatas.
Berry murmuró algo, pero sin permitir que ella le oyera. No se había atrevido a decirle que los había dejado pasar por la cocina. La vieja pensaba que Adelaide se había esfumado, pero la aparición repentina del fotógrafo de Swaleness le había recordado otra vez a Sally. Así que también tenía interés en Bedwell, ¿verdad? La señora Holland creyó que Sally había obrado astutamente y que había cambiado las verdaderas instrucciones, claras y explícitas, para encontrar el rubí por aquellos papeles sin sentido. Y ahora Sally ya tenía el rubí… Sin lugar a dudas. Pues bien, la señora Holland la encontraría. Y donde ella estuviera, también estaría el fotógrafo, y Bedwell, y una fortuna.
Su descontento fue aumentando progresivamente, como el número de tareas que encargó a Berry. El fin de semana, en su caso, fue realmente mucho peor.
Pero quizá el hombre más preocupado de todo Londres ese fin de semana era Samuel Selby. Se sentía abochornado por el hecho de haber pagado ya cincuenta libras a la señora Holland, sólo obteniendo a cambio la promesa de volver a ponerse en contacto con él, pronto, para hacer más negocios.
Y por eso refunfuñaba delante de su mujer y su hija, gritaba enojado a sus sirvientes, daba patadas al gato y se encerró, el sábado al anochecer, en la sala de billar de Laburnum Lodge, su casa en Dalston. Se puso un batín de terciopelo carmesí, se sirvió una gran copa de coñac e hizo algunas jugadas de billar mientras intentaba pensar en la manera de frustrar los planes de su chantajista.
Pero, de hecho, no conseguía entender cómo le había llegado a aquella mujer esa información.
Y tampoco podía hacerse una idea de cuánto sabía. La pérdida de la goleta Lavinia y la reclamación fraudulenta del seguro ya eran en sí mismas suficientemente perjudiciales; pero el otro negocio, el centro de todo, el negocio que Lockhart había estado a punto de descubrir… no había sido mencionado por aquella señora.
¿Quizá no lo sabía? Cincuenta libras era una suma insignificante, después de todo, comparada con las cantidades que estaban implicadas en el asunto…
¿O es que en realidad aún no se lo había dicho todo y lo reservaba para otra visita?
¿O es que su informador no le había contado todo por interés propio?
¡Al diablo!
Apuntó con precipitación el taco de billar hacia la bola blanca, falló, rasgó el tapete y rompió el taco brutalmente con su rodilla antes de dejarse caer en un sillón.
¿Y la chica? La hija de Lockhart… ¿tenía algo que ver con eso?
No lo podía saber.
¿Y el chico de los recados? ¿Y el conserje? No, absurdo. La única persona que lo sabía era Higgs, y Higgs…
Higgs había muerto mientras la hija de Lockhart estaba hablando con él. Muerto de miedo, según el jefe de contabilidad, que había oído por casualidad al médico. Ella debía de haber dicho algo que sobresaltó a Higgs…, algo que su padre le había contado; y Higgs, en vez de irse de la lengua, escogió morir.
Selby resopló, desdeñoso. Aunque ciertamente aquello era una especulación interesante; y quizá, al fin y al cabo, la señora Holland no era su principal enemigo.
Quizá sería mejor unirse a ella en vez de luchar contra ella. Era muy repelente, pero tenía cierto estilo, y Selby sabía reconocer a una tipeja dura de pelar cuando la veía.
¡Exacto! Cuanto más pensaba en ello, más le gustaba la idea. Se frotó las manos y mordió la punta de su habano; luego se puso un gorro para que el cabello no le oliera a humo, encendió el puro y se acomodó para escribir una carta a la señora Holland.
Había una persona cuyo fin de semana había ido tal como había previsto…, según los planes de la Compañía de Navegación a Vapor Oriental y Peninsular, ni más ni menos. Se trataba de un pasajero que viajaba a bordo del Drummond Castle, de Hankow. La travesía por el golfo de Vizcaya había sido dura, pero no había sufrido en absoluto. Parecía insensible a la mayoría de incomodidades del viaje y, mientras el barco avanzaba hacia el Canal a una velocidad media de diez nudos, permanecía en cubierta, en el lugar que había hecho suyo desde Singapur, leyendo las obras de Thomas De Quincey.
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