– ¿No hay nadie? -dijo mientras Bedwell llamaba a la puerta de nuevo.
– Se esconden, creo -contestó el sacerdote, intentando abrir la puerta, que estaba cerrada con llave-. Es raro. ¿Qué podemos hacer ahora?
– Subir por la ventana -dijo Frederick-. Sabemos que está dentro, después de todo.
Frederick observó los muros del edificio. Entre la Pensión Holland y la casa de al lado había un estrecho callejón de no más de un metro de anchura que iba a parar directamente al río, abarrotado de mástiles de barcos. En el primer piso, una pequeña ventana daba al callejón.
– ¿Puedes conseguirlo? -dijo el sacerdote.
– No pares de llamar a la puerta. Arma una bronca para que nadie se dé cuenta de que estoy aquí arriba.
Frederick ya tenía cierta experiencia como escalador, en Escocia y Suiza, y en tan sólo un minuto empezó a subir, apoyando la espalda en un muro y ejerciendo presión con los pies en el otro.
Abrir la ventana le costó un poco más y tuvo que hacer esfuerzos para no caerse, pero por fin logró entrar y se quedó inmóvil unos instantes en el rellano de la escalera, escuchando con atención.
El sacerdote seguía llamando a la puerta principal, pero en la casa no se oía ningún ruido. Frederick bajó corriendo las escaleras y abrió el cerrojo de la puerta.
– ¡Bien hecho! -dijo Bedwell, que entró rápidamente.
– No oigo a nadie. Tendremos que buscar por todas las habitaciones. Parece como si la señora Holland no estuviera en casa.
Fueron de una habitación a otra de la planta baja y después buscaron por el primer piso, pero no encontraron nada. Iban a seguir subiendo las escaleras cuando oyeron llamar a la puerta principal.
Se miraron.
– Espera aquí -dijo el sacerdote.
Bajó deprisa hacia la puerta. Frederick escuchaba desde el rellano de la escalera.
– ¿Tengo que esperar mucho? -preguntó el taxista-. Porque me deben algo de dinero, si no les importa. Este no es el mejor lugar de Londres para esperar.
– Tenga -dijo Bedwell-. Aquí tiene, y espere en la acera del otro lado del puente por donde vinimos. Si no estamos allí dentro de media hora, puede irse.
Cerró la puerta otra vez y volvió a subir las escaleras. Frederick levantó la mano.
– Escucha -susurró, señalando-. Allí dentro.
Subieron al siguiente piso con mucho cuidado, intentando no hacer ruido mientras andaban por aquel suelo sin alfombra. Se oía la voz de un hombre que murmuraba algo ininteligible detrás de una de las puertas y, en un momento dado, a una niña haciendo: «¡Chist! ¡Chist!».
Se quedaron fuera de la habitación unos instantes. Bedwell estaba escuchando con atención. Entonces miró a Frederick y asintió. El fotógrafo abrió la puerta.
El hedor a humo concentrado les hizo arrugar la nariz.
Una niña o, más que una niña, un par de ojos abiertos como platos, rodeados de suciedad, los miraba fijamente, aterrorizada. Y en la cama estaba tumbado el doble del sacerdote.
Bedwell se agachó hacia su hermano, lo cogió de los hombros y lo zarandeó. La niña se echó hacia atrás en silencio y Frederick se quedó sorprendido de la increíble similitud entre los dos hombres. No se trataba ni siquiera de parecido: realmente eran idénticos.
Nicholas intentaba levantar a su hermano, que movía la cabeza de un lado a otro y le empujaba para librarse de él.
– ¡Matthew! ¡Matthew! -dijo el sacerdote-. ¡Soy yo, Nicky! ¡Venga chico! ¡Reacciona, abre los ojos y mírame! ¡Mira quién soy!
Pero Matthew estaba en otro mundo. Nicholas lo dejó caer y lo miró con amargura.
– No tiene remedio -dijo el sacerdote-. Tendremos que llevarle a cuestas.
– ¿Eres Adelaide? -preguntó Frederick a la niña.
Ella asintió.
– ¿Dónde está la señora Holland?
– No sé -susurró.
– ¿Está en la casa?
Adelaide negó con la cabeza.
– Bueno, menos mal. Ahora escúchame, Adelaide, nos vamos a llevar al señor Bedwell de aquí.
Inmediatamente, la niña se aferró a Matthew, rodeándole el cuello con sus pequeños brazos.
– ¡No! -gritó la niña-. ¡Ella me matará!
Y al oír su voz, Matthew Bedwell se despertó. Se incorporó y puso su brazo alrededor de ella… y entonces vio a su hermano y se quedó quieto, mudo.
– Está bien, compañero -dijo Nicholas-. He venido para llevarte a casa…
Los ojos del marinero miraron a Frederick, y Adelaide se agarró más fuerte que nunca a él, susurrando desesperadamente: «Por favor, no… no os vayáis… Me matará si no está aquí…, lo hará».
– Adelaide, tenemos que llevarnos al señor Bedwell -dijo Frederick con suavidad-. Él no está bien. No se pude quedar aquí. La señora Holland lo retiene contra la ley…I
– ¡Ella me dijo que no dejara pasar a nadie! ¡Me matará!
La niña estaba muerta de miedo y Matthew Bedwell le acarició el pelo, haciendo un gran esfuerzo por entender lo que estaba pasando.
Y entonces el sacerdote levantó la mano en señal de silencio. Se oían pasos y voces en la entrada, y entonces una vieja voz resquebrajada gritó: «¡Adelaide!».
La niña empezó a lloriquear, se fue a uno de los rincones de la habitación y se encogió. Frederick la cogió del brazo y le preguntó en voz baja:
– ¿Hay alguna escalera trasera?
Ella asintió. Frederick se volvió hacia Nicholas Bedwell y vio que el sacerdote ya estaba de pie.
– Vale. Iré y fingiré que soy él. La mantendré ocupada mientras te lo llevas de aquí por la parte de atrás. Todo irá bien, cariño -dijo a Adelaide-. Ella nunca notará la diferencia.
– Pero ella no está… -Adelaide empezó a hablar, con intención de decir algo sobre Berry; pero entonces la vieja gritó otra vez y la niña se calló de nuevo.
El sacerdote salió de la habitación rápidamente. Le oyeron correr por el rellano y luego bajar las escaleras, y entonces Frederick tiró de Matthew Bedwell. El marinero se puso en pie con dificultades. Todo su cuerpo temblaba.
– Venga -dijo Frederick-. Te sacaremos de aquí. Pero tienes que moverte con agilidad y permanecer en silencio.
El marinero asintió.
– Venga, Adelaide -murmuró él-. Enséñanos el camino, chiquilla.
– No me atrevo… -susurró Adelaide.
– Tienes que hacerlo -dijo Bedwell-. Si no, me enfadaré. Venga.
La niña hizo un esfuerzo para levantarse y salió corriendo de la habitación. Bedwell la siguió, cogiendo su petate de lona, y Frederick también, entreteniéndose un instante para escuchar. Oyó la voz del sacerdote y la respuesta resquebrajada de la señora Holland; ¿por qué todos la temían tanto?
Adelaide los condujo hacia abajo por una escalera aún más estrecha y sucia que la anterior. Se pararon en el callejón del piso inferior.
Se oía al sacerdote hablar, ahora con una voz más áspera y arrastrando las palabras, desde algún sitio cercano a la puerta principal. Frederick susurró a la niña:
– Enséñanos la salida trasera.
Temblando, la pequeña abrió la puerta de la cocina y entraron. Y se encontraron a Berry de cara.
El matón estaba preparando el té. Alzó la vista, les echó una mirada y logró fruncir levemente su voluminosa frente.
Frederick pensó con rapidez.
– Eeehhh… -dijo el fotógrafo, vacilante-. ¿Cuál es el camino para ir al patio trasero, compañero?
– Allí afuera -contestó el gigante, inclinando la cabeza.
Frederick empujó suavemente a Bedwell, que de nuevo se puso a caminar, y cogió de la mano a Adelaide, que le siguió contra su voluntad. Berry los miró sin decir nada mientras salían de la cocina, y se sentó para encender una pipa.
Se encontraron en un patio pequeño y obscuro. Adelaide se agarraba a la mano de Frederick, y éste notó que estaba temblando muchísimo.
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