Philip Pullman - La maldición del rubí

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La maldición del rubí es el primer número de Sally en donde se nos presenta a una chica de 16 educada para ser una mujer independiente, en un siglo donde la mujer no lo era tanto. Sus conocimientos en economía, finanzas e inversiones igualan y superan a los mejores en su tiempo, como lo fué su padre.
En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.

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Aún quedaba una hora y media para encontrarse con Frederick.

Mientras esperaba, dio una vuelta por la ciudad, al principio sin rumbo, ya que los antiguos edificios de la universidad no le interesaban mucho.

Pero entonces vio una tienda fotográfica y se dirigió hacia allí enseguida. Se pasó una hora hablando con el propietario y examinando el género; salió con las ideas más claras y mucho más contenta, habiéndose olvidado completamente (al menos por unos instantes) de Wapping, el opio y el rubí.

– Sabía que teníamos que venir a Oxford -dijo Frederick en el tren-. No adivinarías nunca con quién he estado hablando esta tarde.

– Dímelo, venga -dijo Sally.

– Bueno, fui a ver a un antiguo amigo del colegio en New College. Y él me presentó a un chaval llamado Chandra Sen, que es indio. Es de Agrapur.

– ¿De verdad?

– Es matemático. Un tipo de temperamento muy científico y austero. Pero hablamos un poco de críquet, me cogió confianza y le pregunté lo que sabía sobre el rubí de Agrapur. Se quedó asombrado. Parece que hay más historias sobre esa piedra que sobre cualquier otra roca de la India. Y nadie la ha vuelto a ver desde el Motín. ¿Sabías que el Maharajá fue asesinado?

– ¿Cuándo? ¿Por quién?

– Fue durante esa época, evidentemente, porque su cuerpo fue encontrado después de la liberación de Lucknow. Pero nadie sabe quién lo hizo. El rubí desapareció y desde entonces aún no ha aparecido. Había tal confusión en esa época y tanta muerte y destrucción… Me preguntó cómo es que había oído hablar de eso y le expliqué que había leído algo en un viejo libro de viajes. Entonces me comentó algo muy extraño. Ni él mismo se lo creía, demasiado racional. Hizo referencia a una leyenda que cuenta que la maldad de la piedra persistiría hasta que descansara para siempre con una mujer que fuera su igual. Le pregunté qué significaba y me dijo con cierto desdén que no tenía ni idea, que sólo era una superstición. Buen chaval, pero bastante remilgado. Pero bueno, al menos nos hemos enterado de algo, aunque no sepamos lo que significa.

– El comandante Marchbanks decía al principio de su libro que el momento culminante fue… Me he olvidado de sus palabras exactas, pero… que fue horrible, creo…

– El asesinato del Maharajá. ¿Crees que fue obra suya?

– No. Imposible.

Sally negó con la cabeza y se quedó en silencio durante unos instantes.

Entonces dijo Fred:

– ¿Qué has averiguado? En la estación me dijiste que tenías algo que contarme.

Con un gran esfuerzo alejó la India de sus pensamientos.

– Fotografías estereográficas -dijo Sally-. Estuve más o menos una hora en la tienda de un fotógrafo. ¿Sabes cuánta gente entró en la tienda mientras yo estaba allí para comprar fotografías estereográficas? Seis personas, en sólo una hora. ¿Sabes cuánta gente ha entrado en tu tienda y las ha pedido?

– No tengo ni la menor idea.

– Trembler dice que es lo que más le solicitan. Y ¿por qué comprar todos esos estereoscopios si no vendes las fotografías?

– Pero vendemos cámaras estereográficas. La gente puede hacerse ella misma las fotografías.

– No quieren. Hacer fotografías estereográficas es cosa de profesionales. Y de todas formas, a la gente le gustan las fotografías de países lejanos y cosas de ese tipo…, porque ellos no pueden visitarlos.

– Pero…

– Quizá la gente las compraría como si fuesen libros o revistas. ¡Comprarían cientos de ellas! ¿Qué tipo de fotografías has hecho hoy?

– Estaba probando un nuevo objetivo Voigtlander de 200 milímetros, con un diafragma variable que estoy intentando ajustar.

– Pero ¿qué tipo de fotografías?

– Oh, edificios y otras cosas.

– Bien, podrías hacer fotografías estereográficas de lugares como Oxford y Cambridge y venderlas como una colección: «Universidades de Oxford», o «Puentes de Londres» o «Castillos famosos». Francamente, Frederick, podrías vender miles de fotografías.

El chico se estaba rascando la cabeza. Su pelo rubio estaba totalmente de punta; su cara, viva y expresiva como la de su hermana, reflejaba a la vez sentimientos contradictorios.

– No lo sé -dijo él-. Es bastante fácil, no es más difícil que hacer fotografías normales. Pero no las podría vender.

– Yo sí podría hacerlo.

– Ah, eso es diferente. Pero la fotografía está cambiando, ¿sabes? Dentro de algunos años ya no se utilizarán esas enormes y bastas placas de cristal. Haremos fotos con negativos en papel utilizando cámaras ligeras. Trabajaremos a velocidades increíbles. Se está investigando mucho en ese sentido… Bueno, yo también estoy trabajando en ello. Y entonces ya nadie volverá a interesarse por los viejos estereógrafos.

– Pero yo estoy hablando de ahora. En este momento, la gente las quiere y las paga. ¿Y cómo puedes hacer algo interesante en el futuro si no ganas ahora dinero?

– Bueno, puede que tengas razón ¿Tienes alguna idea más?

– Muchísimas. Para empezar, debemos colocar el género de forma diferente. Y hacer publicidad. Y…

Sally se calló y miró hacia fuera. El tren estaba pasando al lado del Támesis; estaba obscureciendo rápidamente y el río parecía gris y frío. «El agua pronto pasará por delante del Muelle del Ahorcado -pensó-. También nosotros iremos hacia allí.»

– ¿Qué pasa?

– Frederick, ¿Me podrías ayudar a conseguir opio?

Madame Chang

La tarde siguiente, Frederick acompañó a Sally al East End.

El año anterior había ayudado a su tío en un proyecto, y juntos habían fotografiado escenas de la vida londinense con una lámpara de magnesio experimental. La iluminación no había funcionado tan bien como esperaban, pero Frederick había hecho numerosas amistades durante el proyecto, entre las que estaba la propietaria de un fumadero de opio, en Limehouse: una mujer llamada Madame Chang.

– La mayoría de estos lugares son deplorables -dijo Frederick mientras se sentaban en el autobús-. Una tabla para tumbarse, una manta mugrienta y una pipa, y nada más. Aunque Madame Chang cuida a sus clientes y mantiene el lugar limpio. Creo que es porque ella no se droga.

– ¿Siempre son chinos? ¿Por qué el Gobierno no los detiene?

– Porque el Gobierno también está implicado en la producción de opio; lo vende y saca pingües beneficios.

– ¡No puede ser!

~¿No sabes nada de historia?

– Pues… no.

– Luchamos en una guerra contra el opio hace treinta años. Los chinos se negaban a que los comerciantes ingleses pasaran opio de contrabando a su país e intentaron prohibirlo; por esta razón fuimos a la guerra y los forzamos a aceptarlo. Ahora lo plantan en la India bajo supervisión gubernamental.

– ¡Pero es horrible! ¿Y nuestro Gobierno aún hace eso? No me lo puedo creer.

– Pues mejor que se lo preguntes a Madame Chang. Bajamos en la próxima; iremos andando hasta allí.

El autobús paró en la estación Muelle de las Indias Occidentales. Más allá de la entrada que daba acceso al muelle, se extendía una hilera de almacenes a lo largo de casi un kilómetro, a la izquierda; por encima de sus tejados, los mástiles de los barcos y los brazos de las grúas apuntaban hacia el cielo gris, como si fueran auténticos dedos esqueléticos.

Giraron a la derecha, hacia el río. Pasaron por la gran plaza en la que estaban las oficinas del puerto; la chica pensó que su padre debía de haber ido allí muchas veces por trabajo. Luego se encaminaron hacia abajo por un callejón, en medio de un laberinto de patios y callejuelas. Algunas de ellas ni siquiera tenían nombre, pero Frederick conocía perfectamente el camino y no dudó en ningún momento. Niños descalzos, andrajosos y mugrientos jugaban entre la basura y los densos riachuelos de agua pestilente que corrían por encima de los adoquines. Las mujeres que estaban en los portales se quedaban en silencio cuando pasaban por delante de ellas y los miraban fijamente con expresión hostil, cruzadas de brazos, hasta que se habían ido. Parecían muy viejas, pensó Sally; incluso los niños tenían cara de viejos, con la frente arrugada y los labios muy apretados.

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