Un tal horario y actividades estaban siendo duplicados en los pequeños estados arriba y abajo a todo lo largo del Río. Casi en todas partes, la humanidad estaba en guerra o preparándose para ella. Los ciudadanos debían mantenerse en forma y saber cómo luchar tan hábilmente como fueran capaces. Además, los ejercicios mantenían ocupados a los ciudadanos. Sin importar lo monótona que fuera la vida marcial, siempre era mejor que estar por ahí pensando en qué hacer para divertirse. La eliminación de las preocupaciones acerca de la comida, el alquiler, los recibos y todas las molestas tareas y deberes que habían mantenido ocupados y presurosos a los terrestres, no era una bendición absoluta. Existía la gran batalla contra el aburrimiento, y los líderes de cada estado estaban ocupados tratando de pensar formas en que mantener ocupados a sus súbditos.
El valle del Río debería haber sido un paraíso, pero todo era guerra, guerra, guerra. Pero, no obstante, según algunos, la guerra era buena en aquel lugar. Daba sabor a la vida, y acababa con el aburrimiento. La ambición y la agresividad humana tenían su lado bueno.
Tras la cena, cada hombre o mujer quedaba libre para hacer lo que quisiese, mientras no fuese en contra de las leyes locales. Podía cambiar los cigarrillos y el licor suministrados por su cilindro, o el pescado que hubiese atrapado en el Río, por un arco y flechas mejores, por escudos, cuencos, y tazas, sillas y mesas, flautas de bambú, trompetas de arcilla, tambores de piel de pez o humana, piedras preciosas (que realmente eran poco usuales), collares hechos con los huesos, bellamente articulados y coloreados, de los peces de las aguas profundas del Río, o de jade o de madera tallada, espejos de obsidiana, zapatos y sandalias, dibujos al carbón, el raro y caro papel de bambú, tinta y plumas hechas con espinas, sombreros fabricados con la larga y resistente hierba de las colinas, pequeños carros en los que descender por las laderas de las colinas, arpas hechas con madera y cuerdas sacadas de las tripas de los peces dragón, anillos de abeto para los dedos de las manos y los pies, estatuillas de barro, y otros artículos útiles u ornamentales.
Naturalmente, más tarde había el momento para el amor, que a Burton y a sus compañeros de cabaña les estaba negado, por aquel entonces. Solamente cuando hubieran sido aceptados como ciudadanos de hecho y de derecho se les permitiría trasladarse a casas propias y vivir con una mujer.
John Collop era un joven bajo y delgado, con largo cabello rubio, un rostro estrecho pero agradable, y grandes ojos azules con pestañas muy largas, negras y arqueadas. En su primera conversación con Burton había dicho tras presentarse:
— Fui liberado de la oscuridad del seno materno, ¿de qué otro lugar podía provenir? a la luz de la Tierra creada por Dios, en el año del Señor de 1625. Con demasiada rapidez descendí de nuevo al seno de la madre naturaleza, confiado en la esperanza de la resurrección, y no siendo decepcionado, como puedes ver. Aunque debo confesar que esta vida venidera no es la que ciertas personas me llevaron a imaginar. Pero, ¿cómo iban a conocer ellos la verdad, pobres diablos ciegos que guiaban a otros ciegos?
No pasó mucho antes de que Collop le dijese que era miembro de la Religión de la Segunda Oportunidad.
Las cejas de Burton se alzaron. Había encontrado aquella nueva religión en muchos lugares a lo largo del Río. Burton, aunque era un agnóstico, se dedicaba a estudiar detenidamente toda religión. Conociendo la fe de un hombre, se conocía al menos la mitad de ese hombre. Conociendo a su esposa, se conocía la otra mitad.
La religión tenía unos pocos simples dogmas, algunos basados en los hechos, y otros en hipótesis, esperanzas y deseos. En esto no se difería de las religiones surgidas en la Tierra. Pero los segundoportunistas tenían una ventaja sobre cualquier religión terrestre: no tenían dificultad alguna en probar que los hombres muertos volvían a nacer… y no solo una vez, sino muchas.
— ¿Y por qué se ha dado una Segunda Oportunidad a la humanidad? — preguntó Collop en su baja y segura voz —. ¿Se lo merece? No. Con pocas excepciones, los hombres son una especie rastrera, miserable, ramplona, malévola, estrecha de mente, extremadamente egoísta, generalmente belicosa y repugnante. Contemplándolos, los dioses… o el dios, debería vomitar. Pero en este vómito divino hay un grumo de compasión, si es que me perdonas por usar estas comparaciones. El hombre, por bajo que sea, tiene una molécula de divinidad en él: No es una frase vacía la que dice que el hombre fue hecho a imagen de Dios. Hay algo que vale la pena salvar aún en el peor de nosotros. Y de este algo puede construirse un nuevo hombre.
«Quienquiera que nos haya dado esta nueva oportunidad para salvar nuestras almas conoce esta verdad. Hemos sido colocados aquí, en el mundo del Río, en este planeta extraño bajo cielos extraños, para trabajar en nuestra salvación. Ni yo ni los líderes de mi religión podemos especular acerca del tiempo de que disponemos. Quizá el límite sea la eternidad, o únicamente un centenar o un
millar de años. Pero debemos usar el tiempo de que dispongamos, amigo mío.
— ¿No fuiste sacrificado en el altar de Odín por unos noruegos que se aferraban a la antigua religión, a pesar de que este mundo no es el Valhalla que les prometieron sus sacerdotes? — preguntó Burton —. ¿No crees que perdiste el tiempo y la saliva predicándoles? Creen en los mismos y viejos dioses, y las únicas diferencias en su teología son algunos ajustes que han debido hacer a las nuevas condiciones de aquí. Tal como tú te has aferrado a tu vieja fe.
— Los noruegos no tienen explicación alguna para este nuevo ambiente — respondió Collop —. Yo, en cambio, si. Tengo una explicación razonable, una que esos noruegos acabarán por aceptar, por creer tan fervientemente como yo. Me mataron, pero algún miembro más persuasivo de nuestra fe irá y hablará con ellos antes de que lo aten sobre el regazo de un ídolo de madera y le den una puñalada en el corazón. Y si ése no les convence, el próximo misionero lo hará.
«En la Tierra, era cierto que la sangre de los mártires era la simiente de la iglesia. Y aún es más cierto aquí. Si se mata a un hombre para callarle la boca, reaparece en algún otro lugar a lo largo del Río. Y un hombre que ha sido martirizado a un centenar de millares de kilómetros de distancia surge para reemplazar al mártir anterior. Nuestra fe acabará por vencer. Los hombres cesarán esas guerras inútiles y generadoras de odio, y comenzarán con la única tarea verdadera, la única tarea válida, la tarea de salvarse a sí mismos.
— Lo que dices acerca de los mártires es cierto acerca de cualquiera con una idea — replicó Burton —. Un hombre malvado que muere también surge en otro lugar para seguir cometiendo sus maldades.
— El bien prevalecerá; la verdad siempre triunfa — salmodió Collop.
— No sé lo que pudiste moverte por la Tierra ni cuanto duró tu vida — dijo Burton —, pero debió de ser muy poco para que seas tan ciego. Yo sé que las cosas no son así.
— Nuestras creencias no están fundadas únicamente en la fe. Hay algo muy real, muy sustancial, en lo que podemos basar nuestras enseñanzas. Dime, Abdul, ¿has oído hablar de alguien que fuera resucitado muerto?
— ¿Una paradoja? — exclamó Burton —. ¿Qué quieres decir con eso de resucitado muerto?
— Hay al menos tres casos comprobados, y cuatro más de los que ha oído hablar nuestra congregación, pero que no hemos podido autenticar. Eran hombres y mujeres que murieron en un lugar del Río y fueron trasladados a otro. Cosa extraña, sus cuerpos fueron recreados, pero les faltaba la chispa de la vida. Y bien, ¿por qué era eso?
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