Pasaron dos meses. Burton señalaba los días en un palo de pino en el que hacía muescas con un cuchillo de sílex. Aquel era el catorceavo día del séptimo mes del año cinco D.R., el quinto después de la resurrección. Burton trataba de llevar un calendario, pues, entre otras muchas cosas, era un cronista. Pero era difícil. El tiempo no tenía mucho significado en el Río. El planeta tenía un eje polar que siempre estaba en un ángulo de noventa grados con respecto a la eclíptica. No había cambio de estaciones, y las estrellas parecían empujarse las unas a las otras y hacer imposible la identificación de luminarias o constelaciones individuales. Eran tantas o tan brillantes, que ni siquiera el sol del mediodía en su cenit podía ocultar enteramente a las mayores de ellas. Flotaban en el ardiente aire como fantasmas que no estuvieran dispuestos a retirarse ante la luz del sol.
Sin embargo, el hombre necesita del tiempo como un pez del agua, y si no tiene se lo inventa; así que para Burton era el catorce de julio del año cinco D.R.
Pero Collop, como muchos otros, contaba el tiempo como continuación del año de su muerte terrestre. Para él, era el año del Señor 1667. No creía que hubiese que dejar de contar a partir del nacimiento de Cristo. Aquel valle era el valle que se abre más allá de la sombra de la muerte. Admitía que aquella nueva vida no era la que había esperado, y sin embargo, en muchos aspectos, era mucho mejor. Se había dado a todos los hombres, por poco que se mereciesen ese regalo, otra oportunidad. Allí los ladrillos, que eran el amor místico, y la argamasa, que era el amor por el prójimo, debían ser moldeados en la construcción: el Planeta del Valle del Río.
Burton se burlaba del concepto, pero no podía dejar de sentir afecto por el hombrecillo. Collop era un hombre convencido; no estaba alimentando el horno de su bondad con las páginas de un manual o las hojas de un tratado. No ardía bajo el efecto de un soplo extraño. Lo hacía con una llama que se alimentaba en su propio ser, y ese ser estaba henchido de amor. Amor incluso por aquello que resultaba imposible amar, que es la forma más rara y difícil de amar.
Le contó a Burton algo de su vida terrestre. Había sido doctor, campesino, un liberal con una fe inquebrantable en su religión, y no obstante repleto de preguntas acerca de su fe y la sociedad de su tiempo. Había escrito una súplica en pro de la tolerancia religiosa, que había levantado tanto aclamaciones como condenas en su tiempo. Y había sido un poeta bien conocido durante un corto período, y luego olvidado.
Señor, haz que los incrédulos vean
que los milagros que cesaron revivan en mí.
El leproso limpio, el ciego curado,
los muertos resucitados por ti.
— Quizá mis versos hayan muerto, pero no su verdad — le dijo a Burton. Hizo un gesto con su mano para indicar las colinas, el Río, las montañas, el pueblo —. Como puedes ver si abres tus ojos y no persistes en esta testaruda ilusión tuya de que todo esto es obra de hombres como nosotros.
Luego, tras una pausa, continuó:
— O aunque aceptemos tu premisa, sigue siendo cierto que esos Éticos están haciendo únicamente la labor de su creador.
— Me gusta más — dijo Burton — ese otro verso tuyo:
Alma embotada, aspira:
no eres de la Tierra. ¡Sube más alto!
El cielo dio la chispa; a el devuelve el fuego.
Collop se sintió complacido, no sabiendo que Burton pensaba en sus líneas con un sentido diferente al pretendido por el poeta.
— A él devuelve el fuego.
Eso representaba llegar, de alguna manera, a la Torre Oscura, descubrir los secretos de los Éticos, y volver sus artefactos en contra de Ellos. No se sentía agradecido porque Ellos le hubieran dado una segunda vida. Se sentía molesto porque lo hubieran hecho sin consultarle. Si deseaban su agradecimiento, ¿por qué no le decían el motivo por el que le había sido dada una segunda oportunidad? ¿Qué razón tenían Ellos para mantener en la oscuridad sus motivos? El averiguaría el porqué. La chispa que ellos habían restaurado en él se convertiría en un rabioso fuego que los quemaría.
Maldijo al destino que lo había llevado a un lugar tan cercano a la Fuente del Río, y por consiguiente tan próximo a la Torre, y en unos pocos minutos se lo había vuelto a llevar de regreso a algún lugar en el centro del Río, a millones de kilómetros de distancia de su objetivo. Y sin embargo, si había estado allí en una ocasión, podía volver de nuevo. No tomando un barco, pues el viaje necesitaría al menos cuarenta años, y probablemente más. También debía contar con la posibilidad de ser capturado y esclavizado en un millar de lugares. Y, si lo matasen durante el camino, podía encontrarse revivido de nuevo muy lejos de su objetivo, y tener que comenzar a partir de cero.
Por otro lado, dada la selección, aparentemente al azar, de la resurrección, quizá se hallase una vez más cerca de la fuente del Río. Fue esto lo que le decidió a subir de nuevo al Express de los Suicidios. No obstante, aunque sabía que su muerte sería solo temporal, hallaba difícil el dar el paso necesario. Su mente le decía que la muerte era el único camino, pero su cuerpo se rebelaba. La feroz insistencia por sobrevivir de sus células superó su fuerza de voluntad.
Durante un tiempo, razonó consigo mismo que estaba interesado en estudiar las costumbres e idioma de los prehistóricos entre los que vivía. Luego, la honestidad triunfó, y supo que únicamente estaba buscando una excusa para alejar el triste momento. Y, a pesar de esto, no actuó.
Burton, Collop y Goering fueron trasladados de sus barracones de solteros para incorporarse a la vida normal de los ciudadanos. Cada uno de ellos tomó residencia en una cabaña, y al cabo de una semana había encontrado a una mujer que viviera con él. La fe de Collop no requería el celibato. Un miembro de la misma podía hacer voto de castidad si lo deseaba, pero su congregación razonaba que los hombres y las mujeres habían sido resucitados en unos cuerpos que retenían por completo el sexo de los originales (o, que caso de faltarles en la Tierra, les había sido suministrado allí). Era evidente que quien hubiera ideado tal resurrección había planeado que el sexo fuera usado. Era bien sabido, aunque algunos lo siguiesen negando, que el sexo tenía otras funciones aparte de la reproducción. Así que ánimo, muchachos, a revolcaros por la hierba.
Otro resultado de la lógica inexorable de aquella fe (que, por cierto, afirmaba que la razón no era de fiar) era que se permitía cualquier tipo de amor, siempre que fuera voluntario y no llevase en sí la crueldad o la fuerza. Quedaba prohibida la explotación de los niños, aunque aquél era un problema que, con el tiempo, dejaría de existir. En unos pocos años, todos los niños serían adultos.
Collop rehusaba tener una compañera de cabaña únicamente para aliviar sus tensiones sexuales. Insistía en buscar una mujer a la que amase. Burton se burlaba de él por esto, diciendo que era un prerrequisito que podía ser cumplimentado con facilidad: Collop amaba a toda la humanidad. Por consiguiente, teóricamente podía aceptar a la primera mujer que le dijese sí.
— De hecho, amigo mío — dijo Collop — eso es exactamente lo que sucedió.
— ¿Es entonces pura coincidencia que sea hermosa, apasionada e inteligente? — le preguntó Burton.
— Aunque me esfuerzo por ser algo más que humano, o mejor dicho, a llegar a ser un humano completo, soy demasiado humano — replicó Collop. Sonrió —. ¿Preferirías que me hubiese convertido deliberadamente en un mártir, escogiendo a una mujer fea y horrible?
— Si hubieras hecho eso, pensaría que eres más tonto de lo que pienso ahora que eres — le dijo Burton —. En cuanto a lo que a mí respecta, lo único que necesito en una mujer es belleza y afecto. No me importa un comino que tenga cerebro, y prefiero las rubias. Hay una tecla en mí que responde a las pulsaciones de una mujer de cabello de oro.
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