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Philip Farmer: El Dios De Piedra Despierta

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Philip Farmer El Dios De Piedra Despierta

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¿Cómo será el mundo dentro de millones de años? Esto era lo último que se hubiera imaginado averiguar el científico piel roja Ulises Singing Bear cuando estaba trabajando en un proyecto secreto referente al éstasis atómico. Pero fue lo que descubrió cuando le falló el experimento. Pues, convertido en su propio conejo de Indias, fue él quien se despertó a la vida en un lejano, muy lejano futuro. Esto es lo que nos ofrece aquí la fabulosa imaginación de Philip Jose Farmer, creador de universos, explorador del pasado y del presente, en una nueva novela de las épocas por venir… una novela llena de acción y aventuras, de luchas con espadas, de la brujería, de lo desconocido, y de las ciencias olvidadas en el tiempo y las civilizaciones que florecieron y murieron durante los milenios que aún han de trascurrir.

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Philip José Farmer

El Dios De Piedra Despierta

Título original The Stone God Awakens Traducción de José M Álvarez Floret - фото 1

Título original: The Stone God Awakens

Traducción de José M. Álvarez Floret

Despertó y no sabía dónde estaba.

Crepitaban las llamas a unos veinte metros de distancia. El humo le picaba en la nariz y le hacia llorar. Se oían gritos y voces de hombres.

Al abrir los ojos, vio que un trozo de plástico caía desde debajo de sus brazos, que tenía extendidos ante él. Algo golpeó levemente sus rodillas, se deslizó piernas abajo y cayó sobre un disco de piedra bajo él.

Estaba sentado en una silla… su silla de despacho. La silla estaba sobre el asiento de un inmenso trono tallado en granito, y el trono sobre una plataforma redonda de piedra. Había sobre la piedra manchas de un color oscuro, entre rojo y marrón. Lo que había caído era una parte de la mesa sobre la que había estado apoyado después de desmayarse.

Se hallaba al fondo de un gran edificio de gigantescas vigas y columnas de madera. Las llamas lamían la pared avanzando en su dirección. El techo del otro extremo había caído en parte y el humo salía por el hueco y se perdía en el viento. Pudo ver el cielo fuera. Era negro, y luego, lejos, flameó un relámpago. A unos cincuenta metros de distancia, había un cerro iluminado por las llamas, en cuya cima distinguió la silueta de los árboles copudos llenos de hojas.

Un instante antes era invierno. La nieve se apilaba profunda alrededor de los edificios del centro dé investigaciones de las afueras de Syracusa, Nueva York.

El humo se amontonaba bloqueando su visión. Las llamas saltaban más arriba y más lejos hacia las largas mesas y los bancos y las gruesas columnas que sustentaban el techo. Parecían éstas como tótems con sus extrañas cabezas grabadas, una sobre otra. Había en las mesas platos, jarras y algunos utensilios simples. Una jarra, volcada, había derramado un líquido oscuro sobre la mesa más próxima.

Se levantó y tosió cuando el humo envolvió su cabeza. Se agachó y salió del asiento del inmenso trono, que, ahora que estaba iluminado por las cercanas llamas, se reveló como una masa de granito salpicada de cuarzo en rojo y negro. Desconcertado, miró a su alrededor. Pudo ver el borde de una puerta parcialmente abierta (era una puerta de dos batientes, muy grande) y fuera había más llamas y cuerpos luchando, debatiéndose, tambaleándose, cayendo, y más gritos y chillidos.

Tendría que abandonar el lugar antes de que el humo o las llamas le alcanzasen, pero tampoco quería salir de allí para entrar en la batalla. Se agachó sobre la plataforma de piedra y luego descendió hasta el duro suelo de tierra de la sala.

Un arma. Necesitaba un arma. Palpó en el bolsillo de su chaqueta y sacó una navaja. Apretó un botón y brotó una hoja de unos quince centímetros. Era ilegal llevar un cuchillo de aquel tamaño en Nueva York en 1985, pero si un hombre quería defenderse en 1985, tenía que hacer algunas cosas ilegales.

Caminó con rapidez a través del humo, aún tosiendo, y llegó hasta la doble puerta. Se puso de rodillas y miró por debajo, pues el borde inferior de la puerta quedaba muy alto.

Las llamas del vestíbulo y de los otros edificios se combinaban para iluminar la escena. Danzaban alrededor peludas piernas y rabos, blancos, negros y marrones. Las piernas eran humanas y sin embargo no lo eran. Se inclinaban extrañamente; parecían patas traseras de cuadrúpedos que hubiesen decidido mantenerse en pie, como los hombres, desarrollando así unas piernas medio humanas medio animales.

Uno de aquellos seres cayó de espaldas, con una lanza clavada en el vientre. El hombre se sintió aún más confuso e impresionado. Aquella criatura parecía un cruce de ser humano y gato siamés, la piel del cuerpo era blanca; la cara, por debajo de la frente, negra; las partes inferiores de los brazos, piernas y rabo, negras. La cara era como la de un ser humano, pero con nariz redonda y negra como de gato, y orejas negras y puntiagudas. La boca, abierta en el gesto de la muerte, revelaba agudos cuentes felinos.

Arrancó la lanza una criatura también de piernas torcidas y largo rabo pero piel de un marrón uniforme. Y luego sonó un grito y las piernas se tambalearon hacia adelante y cayeron sobre la criatura mitad humano mitad gato siamés, y pudo ver más detalles del cuerpo del lancero. No era exactamente un hombre. También él parecía haber evolucionado de cuadrúpedo a bípedo, obteniendo una serie de rasgos humanos en el proceso, como por ejemplo una cara plana, ojos situados hacia adelante, barbilla, manos humanoides y un ancho tórax. Pero si la otra criatura le había parecido un gato siamés, ésta le parecía un mapache. Era marrón en todo su cuerpo salvo una faja sobre los ojos y las mejillas cubiertas de pelo negro.

No pudo ver lo que le había matado.

Nada le inducía a salir mientras las llamas no le obligaran. Siguió allí, acuclillado junto a la puerta y mirando por debajo de ella. Se sentía fuera de la realidad. ¿O era él la realidad, y aquella escena infernal una fantasía que había cobrado vida de algún modo en su mente?

Una llama le lamió la espalda. Parte del techo se derrumbó al otro extremo del edificio. Salió a gatas por debajo de la puerta, procurando pasar inadvertido.

Se pegó al edificio mientras el humo se arremolinaba a su alrededor. Ayudaba a ocultarle, pero también le hacía toser y le llenaba los ojos de lágrimas. Por eso no vio al ser de cara de mapache que se lanzó entre el humo hacia él, con el tomahawk alzado. Ni comprendió hasta que fue demasiado tarde que aquel ser no quería atacarle. Simplemente saltaba y gesticulaba, ciego, porque había perdido un ojo que colgaba de un hilo de nervios, y asfixiado por el humo. Probablemente no advirtiese su presencia hasta casi chocar con su cuerpo.

Él esgrimió el cuchillo y la hoja atravesó el peludo vientre. Brotó la sangre y la criatura se tambaleó hacia atrás saliéndose de la hoja. Su hacha cayó junto a la cabeza del hombre, que observó como su enemigo retrocedía, agarrándose el vientre, y luego daba media vuelta y se ladeaba. Sólo entonces comprendió que el ser de cara de mapache no se proponía atacarle. Cogió el tomahawk en su mano derecha tras cambiar el cuchillo a la izquierda y continuó su marcha a gatas, tosiendo a medida que el humo le rodeaba.

Se sentía paralizado, y sin embargo era capaz de actuar. La mente estaba sólo empezando a despertarse; el cuerpo se desperezaba también poco a poco. Se aproximó a él otro individuo de cara de mapache; éste le vio, sin duda alguna, pero no claramente. Atisbó entre el humo mientras corría hacia él. Llevaba una lanza corta y pesada con punta de piedra cogida con ambas manos y cruzada sobre el vientre, y se agachó como si no estuviese seguro de lo que estaba viendo.

Él se levantó entonces, con el hacha y el cuchillo preparados. Le parecía que no iba a tener muchas posibilidades. Sin embargo el bípedo peludo era de poco más de uno cuarenta de altura y pesaba unos sesenta kilos, mientras que él medía casi uno ochenta y pesaba unos cien kilos, aunque no sabía manejar con eficacia un tomahawk. Y resultaba irónico, pues tenía sangre iroquesa.

El ser de cara de mapache se agachó al aproximarse. Cuando estaba a unos diez metros de distancia se detuvo. Luego sus ojos se hicieron aún mayores, y lanzó un grito. Su grito debería haber pasado inadvertido en la algarabía general, pero otros seis (tres hombres gato, como se le ocurrió denominarlos, y tres individuos de cara de mapache) le vieron también. Detuvieron la lucha para mirar, y varios llamaron a los guerreros próximos. Todos dejaron de acuchillarse y aporrearse, y pronto se hizo el silencio.

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