Philip Farmer - Mundo Río (A vuestros cuerpos dispersos)

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Mundo Río (A vuestros cuerpos dispersos): краткое содержание, описание и аннотация

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«A Vuestros Cuerpos Dispersos», «El Fabuloso Barco Fluvial», «El Oscuro Designio» y «El Laberinto Mágico» constituyen los cuatro volúmenes de una de las series mas famosas de la literatura mundial de ciencia ficción: El Mundo del Río.
El mundo imaginado por Philip José Farmer es un mundo cruzado por un único y caudaloso río que lo atraviesa de parte a parte y cuya fuente es desconocida, y al que van a parar todos los seres muertos sobre la Tierra y, resucitados por una desconocida y extraña entidad con propósitos ignorados, en ese extraño planeta.
La vida puede ser muy apacible allí: la subsistencia está asegurada y la resurrección, tras cualquier tipo de muerte, también esta asegurada. Pero el hombre es un ser social, y las relaciones de esa sociedad artificial no son sencillas precisamente. La vida, aun en un mundo así, puede ser terriblemente difícil…
Philip José Farmer escandalizó a la puritana sociedad norteamericana en 1952 con su novela «Los Amantes», donde relataba, mas allá de todo convencionalismo, los amores de un terrestre con una mujer alienígena, por encima de todos los tabúes sociales y religiosos. Más adelante seguiría escandalizando al público con novelas como «Extrañas Relaciones», «Dare», con casi pornográficas como «Carne» y «La Imagen De La Bestia», y con novelas satíricas escritas al estilo Burroughs en las que enfrentaba a su gran personaje Tarzán con otros personajes literarios de la más diversa índole. Nada de su obra sin embargo ha alcanzado la resonancia universal de su serie del Mundo del Río…

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Entonces, el titán aulló y alzó a Burton por encima de su cabeza. Burton golpeó el enorme brazo con sus puños, sabiendo que era en vano, pero no deseando rendirse como un conejo atrapado. Y aún, mientras estaba haciendo esto, contempló, si bien no con toda la atención de su mente, diversos detalles del paisaje.

El sol había estado empezando a alzarse sobre los picos de las montañas cuando se había despertado. Aunque el tiempo pasado desde que había saltado en pie era solo de unos pocos minutos, el sol debería haber superado ya los picos. Pero no era así; colgaba exactamente a la misma altura que cuando lo había visto por primera vez.

Además, la inclinación hacia arriba del valle le permitía una visión de algo más de unos seis kilómetros. La piedra de cilindros junto a la que se hallaba era la última. Tras ella, solo había una llanura y el Río.

Aquello era el final del camino… o el inicio del Río.

No tenía ni tiempo ni deseos para apreciar lo que aquello significaba. Simplemente, se dio cuenta de esto durante el tránsito entre el dolor, la ira y el terror. Luego, cuando el gigante se preparó a alzar el hacha para cascar el cráneo de Burton, el monstruo se envaró y lanzó un aullido. Para Burton, fue como estar junto a una sirena de locomotora. La presión disminuyó, y Burton cayó al suelo. Por un instante perdió el sentido por el dolor de su pie.

Cuando recobró el conocimiento, tuvo que rechinar los dientes para evitar volver a gritar. Gruñó y se sentó, aunque no sin que una oleada de fuego que le subió por la pierna hiciera que la débil luz del sol casi se ennegreciese. La batalla estaba rugiendo a su alrededor, pero él se hallaba en un pequeño rincón de inactividad. Junto a él yacía el cadáver, grueso como un tronco, del titán que habla estado a punto de matarlo. La parte trasera de su cráneo, que parecía lo bastante gruesa como para resistir a un ariete, estaba hundida.

Alrededor del elefantino cuerpo gateaba otro herido.

Al verle, Burton olvidó por un instante su dolor. El hombre terriblemente maltrecho era Hermann Goering.

Ambos habían resucitado en el mismo lugar. No había tiempo para pensar en las implicaciones de la coincidencia. Comenzaba a volver a sentir el dolor. Además, Goering empezó a hablar.

Y no es que pareciese como si le quedase mucha habla o tuviese demasiado tiempo para charlar. Estaba cubierto de sangre. Había desaparecido su ojo derecho. La comisura de su boca estaba desgarrada hasta la oreja. Una de sus manos estaba aplastada. Le salía una costilla a través de la piel. Burton no podía comprender cómo lograba mantenerse con vida, y aún menos correr a cuatro patas.

— ¡Tú… tú! — dijo roncamente en alemán Goering, y se desplomó. Un borbotón de sangre brotó de su boca, cayendo sobre las piernas de Burton. Sus ojos se vidriaron.

Burton se preguntó si alguna vez sabría lo que había pensado decirle. No era que importase mucho, tenía cosas mucho más vitales en las que pensar.

A unos diez metros de distancia, dos titanes estaban en pie, dándole la espalda. Ambos estaban jadeando, aparentemente descansando un instante antes de volver a enzarzarse en la lucha. Entonces, uno habló con el otro.

No había duda al respecto. El gigante no estaba simplemente gritando. Utilizaba un lenguaje.

Burton no lo comprendía, pero sabía que era un idioma. No necesitó la réplica modulada y claramente silábica del otro para confirmar su descubrimiento.

Así que aquello no era algún tipo de mono prehistórico, sino una especie subhumana. Debía de haber sido desconocida para la ciencia del Siglo XX de la Tierra, dado que su amigo Frigate le había descrito todos los fósiles conocidos en el año 2008.

Yació con la espalda apoyada contra las costillas del gigante derribado, y se apartó del rostro algunos de los sudorosos y largos pelos rojizos. Luchó contra la náusea y la agonía de su pie y los músculos desgarrados de su pierna. Si hacía mucho ruido, quizá atrajese a aquellos dos, que acabarían el trabajo. Pero, ¿qué importaba eso?

¿Qué posibilidad tenía de sobrevivir con sus heridas, en un lugar en el que había tales monstruos?

Y casi peor que el dolor de su pie era el pensar que, en su primer viaje de lo que iba a llamar el Express del Suicidio, había alcanzado su objetivo.

Tan solo había tenido una posibilidad entre diez millones de llegar a aquel área. Y tal vez nunca lo hubiera logrado, aunque se hubiera ahogado diez mil veces. Y no obstante, había tenido una buena suerte fantástica. Quizá jamás volviera a suceder. E iba a perderla en seguida.

El sol se movía medio oculto por las cimas de las montañas del otro lado del río. Aquel era el lugar que había supuesto que existiría; había llegado en su primer intento. Pero, a medida que le fallaba la vista y disminuía su dolor, supo que estaba muriendo. Ello se debía a algo más que a los huesos aplastados de su pie. Debía de tener una hemorragia interna.

Trató de alzarse una vez más. Se levantaría, aunque solo fuera sobre un pie, y amenazaría con el puño al burlón hado y lo maldeciría. Moriría con una maldición en los labios.

CAPÍTULO XXIII

El ala roja del amanecer tocaba suavemente sus ojos. Se alzó en pie, sabiendo que sus heridas estarían curadas, y que estaría totalmente sano de nuevo, pero sin acabar de creérselo. Cerca de él había un cilindro y un montón de seis toallas de diversos colores, formas y grosores, cuidadosamente doblados.

A un metro y medio de distancia, otro hombre, también desnudo, se estaba alzando de la corta hierba de brillante color verde. Burton notó cómo la piel se le ponía de gallina. El cabello rubio, el ancho rostro y los ojos azul claro eran los de Hermann Goering.

El alemán parecía tan sorprendido como Burton. Habló lentamente, como si surgiera de un profundo sueño.

— Aquí hay algo que va muy mal.

— Desde luego, algo no funciona — replicó Burton. No sabía más de los métodos de resurrección que cualquier otro hombre del Río. Jamás había visto una resurrección, pero quienes la habían contemplado se la habían descrito. Al amanecer, justo después de que el sol apareciese por encima de las montañas inescalables, surgía un resplandor en el aire junto a una piedra de cilindros. En un parpadeo, la distorsión se solidificaba, y un hombre, mujer o niño desnudo aparecía de la nada, sobre la hierba de la orilla. Y siempre, junto al «Lázaro», se hallaban el indispensable cilindro y las toallas.

A lo largo de un valle que podría tener de quince a treinta millones de kilómetros, y en el que vivían, según se estimaba, de treinta y cinco mil a treinta y seis mil millones de personas, podían morir un millón por día. Era cierto que no existían enfermedades, aparte de las mentales, pero, aunque no hubiese estadísticas, se podía asegurar que, probablemente, cada veinticuatro horas un millón de personas eran asesinadas en las miríadas de guerras entre el millón o así de pequeños estados, o en crímenes pasionales, ejecuciones de criminales, y en suicidios y accidentes. Había un continuo y numeroso tráfico de aquellos que sufrían la «pequeña resurrección», que era como se la llamaba.

Pero Burton jamás había oído hablar de que dos personas muriesen en el mismo lugar y momento, y que resucitasen juntas. El proceso de selección del área para la nueva vida era el azar… o al menos así lo había creído siempre.

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