Charles Harness - Los Hombres paradójicos

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En un lejano futuro una minoría aristocrática, totalitaria y belicista domina los Estados Unidos de América, explotando el trabajo de hombres y mujeres que han preferido vivir como esclavos antes que morir en la pobreza. Las paradojas de Einstein y las concepciones históricas de Toynbee animan este libro singular, un clásico eminente de la ciencia-ficción contemporánea.
La novela Los Hombres Paradójicos puede ser considerada como el clímax del banquete de un billón de años.Entreteje el espacio y el tiempo con altura, amplitud y belleza; zumba dando vueltas por el sistema solar como una avispa enloquecida; es ingeniosa, profunda y trivial, todo a la vez, y ha demostrado tener una inventiva que muchas hordas de presuntos imitadores han tratado de alcanzar en vano.

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– "Algún sexto sentido advirtió al Eoántropo del peligro que corría. El viejo macho sacudió sus doscientos cincuenta kilos y se inclinó sobre el reno, mientras buscaba a los intrusos con ojos miopes. No temía más que al Ursus spelaeus, el gigantesco oso de las cavernas. Las hembras y las crías se deslizaron tras él con una mezcla de curiosidad y temor.

"Los invasores los observaron pasmados a través del verde follaje. Notaron en seguida que esos cazadores eran una especie de animal con pretensiones de hombre. Los más inteligentes de los Neanderthalenses, incluyendo al viejo jefe, intercambiaron miradas de colérica indignación. Sin pensarlo más, el jefe avanzó por entre la maleza y alzó su espada con un grito furioso.

"Tenía la convicción de que esas ofensivas criaturas eran extrañas y por lo tanto intolerables; cuanto antes los matara más cómodo se sentiría. Lanzó la espada hacia atrás y la baló con toda su fuerza. Pasó a través del corazón del Eoántropo para asomar por el otro lado una punta de quince centímetros".

Hlaven se volvió con el ceño fruncido. En el momento en que se llevaba la taza a los labios moduló sin voz estas palabras: "Rayo de audio-búsqueda".

Alar comprendió que Corrips había captado la señal, aunque seguía leyendo como si nada ocurriera.

– "El bruto que empuñaba aquella espada, enfrentado al problema de un pueblo extraño, había llegado a una solución por una simple respuesta instintiva: primero se mata, después se piensa.

"Esta reacción instintiva, vestigio tal vez de la minúscula organización mental de su antepasado insectívoro (¿Zalambdolestes?), que se remonta probablemente al Cretáceo, ha caracterizado a todas las especies de homínidos antes y después de Neanderthal.

"La reacción sigue siendo fuerte, como pueden atestiguarlo tristemente las tres guerras mundiales. Si el hombre de la espada hubiese podido razonar en primer término y apuñalar después, sus descendientes habrían alcanzado quizá las estrellas en el curso de pocos milenios.

"Ahora queda América Imperial obtiene materiales escindibles directamente de la superficie del sol, los hemisferios del este y del oeste no tardarán en ensayar la superioridad de sus respectivas culturas. Sin embargo esta vez ninguno de los adversarios puede confiar en la victoria, en el punto muerto, ni siquiera en la derrota.

"La guerra terminará simplemente porque no quedarán seres humanos para luchar. Cuanto más habrá un centenar de criaturas animalizadas que se ocultarán en los más lejanos corredores de las ciudades subterráneas a lamerse las heridas provocadas por la radiación y compartirán con unas cuantas ratas los cadáveres tan bien preservados, puesto que no habrá bacterias que los descompongan. Pero aun los ghouls [2]son estériles, y en una década más… "

En ese momento se oyó un golpe en la puerta.

Haven y Corrips intercambiaron una rápida mirada. Haven dejó el café y se dirigió al vestíbulo. Corrips revisó prontamente la habitación, comprobando la posición de los sables que pendían de unas correas entre los esqueletos homínidos, con inocente aspecto decorativo. La voz de Haven dijo desde el vestíbulo:

– Buenas tardes, señor. ¿Con quién tengo el gus…? ¡Ah, general Thurmond! ¡Qué agradable sorpresa, general! Lo reconocí de inmediato, pero claro está, usted no me conoce. Soy el profesor Haven.

– ¿Me permitiría pasar, doctor Haven?

Había algo helado y mortal en aquella voz seca.

– ¡Por supuesto! ¡Caramba, si es un honor! ¡Pase, pase! ¡Micah, Alar! ¡Es el general Thurmond, ministro de Policía!

Alar comprendió que aquella efusividad enmascaraba un desacostumbrado nerviosismo. Corrips coordinó sus movimientos de modo tal que el grupo se reunió junto a los homínidos. Alar, que lo seguía de cerca, notó que las manos del etnólogo se retorcían sin cesar. ¿Por qué tanto miedo por un solo hombre? Su respeto por Thurmond iba en aumento.

El ministro ignoró las presentaciones, aunque atravesó a Alar con una mirada de apreciación.

– Profesor Corrips – carraspeó suavemente-, usted leía algo muy peculiar precisamente antes de que yo llamara. Sin duda sabía que teníamos un rayo de audio-búsqueda instalado en el estudio.

– ¿De veras? ¡Qué extraño! Estaba leyendo un libro que el doctor Haven y yo estamos escribiendo en colaboración: El suicidio de la especie humana. ¿Le interesó?

– Sólo casualmente. En realidad, el tema corresponde al ministro de Actividades Subversivas. Se lo informaré, naturalmente, para que tome las medidas que crea conveniente. Pero lo que me trae aquí es otro asunto.

Alar sintió que la tensión subía una octava completa. Corrips respiraba ruidosamente; Haven, en cambio, parecía paralizado. La aguda mirada de Thurmond no habría pasado por alto los sables que colgaban entre los homínidos.

– Tengo entendido que estas habitaciones son parte del Ala M; M de mutante. ¿Es así? -preguntó fríamente el ministro.

– En efecto -respondió Haven-. Nosotros tres somos consejeros y tutores de un grupo formado por jóvenes muy bien dotados, pero físicamente disminuidos, a quienes no se permite asistir a las clases regulares de la universidad.

Mientras hablaba se secó las manos transpiradas en los costados de la chaqueta.

– ¿Puedo ver los registros? -preguntó nuevamente Thurmond.

Los dos profesores vacilaron. Al fin Corrips se acercó al escritorio y regresó con un libro negro que entregó a Thurmond. Este lo hojeó con aire aburrido, examinando dos o tres fotografías ante las cuales evidenció cierta sombría curiosidad.

– Este personaje sin piernas -dijo-, ¿como se gana la vida?

El pulso de Alar había ascendido a ciento setenta latidos por minuto.

– Acaba de sintetizar una proteína comestible a partir de carbón, aire y agua -respondió Corrips-. Esta fórmula permitirá una nueva curva sigmoidea de crecimiento para la población del hemisferio, con una nueva asíntota treinta y seis por ciento más alta que…

– Pero no puede usar armas de fuego, ¿verdad?

Alar contempló a los seis policías militares de camisa negra que entraban silenciosamente al cuarto para agruparse detrás de Thurmond.

– Claro que no -saltó Corrips-. Su contribución es algo totalmente distinto de…

– En ese caso el gobierno no tiene por qué seguir manteniéndolo -interrumpió tranquilamente Thurmond.

Arrancó la hoja del libro y se la entregó al oficial más próximo.

– Aquí hay otra -prosiguió, mientras estudiaba la página siguiente con el ceño fruncido-. Una mujer sin brazos y con tres piernas. No serviría de nada en una fábrica, ¿verdad?

Haven respondió con voz tensa:

– La madre era conductora de ambulancias durante la Tercera Guerra Mundial. Esa criatura colaboró con Kennicot Muir en la determinación de las Nueve Ecuaciones Fundamentales que culminaron en la construcción de nuestros solarios sobre la superficie del sol.

– Colaboradora de un traidor declarado e incapaz de toda labor manual -murmuró Thurmond, arrancando la página para entregarla al oficial.

– ¿Qué va a hacer el teniente con esas hojas? -preguntó Haven, alzando la voz.

Mientras tanto acercó la mano, descuidadamente, a la clavícula del esqueleto de Cro-Magnon, a pocos centímetros de los sables.

– Vamos a llevarnos todos estos mutantes suyos, profesor.

Haven abrió la boca y volvió a cerrarla. Pareció encogerse en su sitio, pero al fin preguntó, vacilando:

– ¿Por qué causas, señor?

– Por las que ya he dicho. Son inútiles al Imperio.

– No es así, señor -respondió lentamente el profesor-. Su utilidad debe ser evaluada teniendo en cuenta los beneficios a largo alcance que proporcionarán a la humanidad… y al Imperio, por supuesto.

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