Charles Harness - Los Hombres paradójicos

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En un lejano futuro una minoría aristocrática, totalitaria y belicista domina los Estados Unidos de América, explotando el trabajo de hombres y mujeres que han preferido vivir como esclavos antes que morir en la pobreza. Las paradojas de Einstein y las concepciones históricas de Toynbee animan este libro singular, un clásico eminente de la ciencia-ficción contemporánea.
La novela Los Hombres Paradójicos puede ser considerada como el clímax del banquete de un billón de años.Entreteje el espacio y el tiempo con altura, amplitud y belleza; zumba dando vueltas por el sistema solar como una avispa enloquecida; es ingeniosa, profunda y trivial, todo a la vez, y ha demostrado tener una inventiva que muchas hordas de presuntos imitadores han tratado de alcanzar en vano.

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– Tal vez -replicó el ministro, sin emoción alguna-. Pero no correremos el riesgo.

– En ese caso -arriesgó Haven, cauteloso-, en ese caso piensa usted…

– ¿Quiere que lo diga con todas las letras?

– Sí.

– Serán vendidos al mejor postor. Probablemente a un osario.

Alar se humedeció involuntariamente los labios pálidos. No era posible, pero estaba ocurriendo: veintidós jóvenes, entre los cerebros más brillantes del Imperio serían eliminados con indiferente brutalidad. ¿Por qué?

La voz de Corrips fue apenas un susurro.

– ¿Qué quiere usted?

– Quiero a Alar -manifestó Thurmond, con voz helada-. Denme a Alar y quédense con los mutantes.

– ¡No! -gritó Haven.

Clavó los ojos en el ministro, sumamente pálido. Al volverse hacia Corrips vio allí la confirmación de su idea. Alar, mientras tanto, escuchaba su propia voz como si fuera ajena.

– Iré con ustedes, por supuesto -decía, dirigiéndose a Thurmond.

Haven extendió una mano para detenerlo.

– ¡No, muchacho! Tú no sabes de qué se trata. Vales mucho más que veinte o treinta cerebros terráqueos. ¡Si amas a la humanidad, haz lo que te digo!

V LA PROYECCION

Thurmond ordenó serenamente por sobre el hombro

– Disparen contra ellos.

Seis cargas de plomo, lanzadas por la titánica presión del vapor generado por fisión, rebotaron inofensivas contra los tres profesores. Al momento siguiente los sables no estaban ya colgados entre los homínidos. La espada dle Thurmond se lanzaba ya hacia el corazón de Alar.

Sólo una tensa parada de pecho salvó al Ladrón. El teniente y sus hombre, evidentemente escogidos entre los mejores, acorralaron a los dos ancianos contra la pared.

– ¡Alar! -gritó Hlaven- ¡No luches contra Thurmond! ¡La puerta-trampa! ¡Nosotros te cubriremos!

El Ladrón lanzó una mirada angustiosa hacia los profesores. Haven se liberó de la pared y logró reunirse con Alar, que aún estaba milagrosamente indemne. Inmediatamente se echaron contra el costado del piano de cola.

El suelo se hundió bajo ellos.

Lo último que vio Alar fue el cadáver de Corrips al pie de la pared, con un tajo en la cara. Con un aullido de dolor agitó inútilmente su espada contra Thurmond: los batientes de la trampa se cerraron sobre él.

Ya en la semioscuridad del túnel, cavado en la tierra, acosó amargamente a Haven, diciendo:

– ¿Por qué no me dejaste seguir luchando con Thurmond?

– ¿Crees que fue fácil para Micah y para mí, muchacho? -jadeó el profesor, con voz quebrada- Algún día lo entenderás. Por ahora no hay nada que hacer, salvo ponerte a salvo.

– ¿Y Micah? -insistió Alar.

– Ya ha muerto. Ni siquiera podemos enterrarlo. Vamos, ven conmigo.

Se dirigieron a paso rápido hacia el otro extremo del túnel, distante unos setecientos metros. Allí se abría a un callejón sin salida, por detrás de un montón de escombros.

– El escondrijo de Ladrones más próximo está seis calles más allá. ¿Lo conoces?

Alar asintió sin hablar.

– No puedo correr tan velozmente como tú. Tendrás que lograrlo solo. Debes hacerlo. Sin preguntas. Ahora vete.

El Ladrón tocó silenciosamente la manga ensangrentada del anciano. Después se volvió y echó a correr velozmente por el centro de las calles. Corría con facilidad y ritmo, respirando por la nariz dilatada. Lo rodeaban por doquier los rostros flacos y agotados de trabajadores libres y empleados que regresaban de la jornada laboral. Las aceras estaban pobladas de mendigos y vendedores ambulantes, vestidos con harapientas ropas en desuso, pero aún libres.

A trescientos metros de altura rondaban perezosamente de doce a quince helicópteros. Comprendió que una red tridimensional se cerraba sobre él. Probablemente estaban bloqueando las calles, tanto ésa como las laterales. Aún le faltaban dos manzanas.

Tres reflectores se clavaron en el desde los cielos oscurecidos, como un acorde de audible presagio. Tenía que escapar, pero resultaría inútil tratar de esquivar esos rayos. Sin embargo en pocos segundos caerían cápsulas explosivas, y un golpe próximo podía acabar con él.

Notó subconscientemente que las calles habían quedado vacías de pronto. En sus cacerías de Ladrones la policía imperial solía disparar sin preocuparse por lo que ocurriera a los transeúntes.

Era imposible llegar al refugio subterráneo de los Ladrones. Debía esconderse inmediatamente, antes de que fuera demasiado tarde. Lanzó una rápida mirada a su alrededor y halló lo que buscaba: la entrada al submundo de los esclavos. Estaba a cincuenta metros de distancia. Hacia ella se lanzó frenéticamente.

Sabía que por sobre su cabeza habría treinta ojos entornados sobre las miras de las armas, quince dedos se preparaban a oprimir fría y serenamente los gatillos.

Alar se arrojó dentro de la alcantarilla. La cápsula cayó a tres metros de él.

En un segundo estuvo de pie, aturdido y sofocado, pero invisible entre el polvo arremolinado en su torno. A su alrededor caían trozos de ladrillo y adoquín. Dos de los reflectores recorrían nerviosamente los bordes de la nube, cerca de la entrada al submundo. El otro se movía al azar por las proximidades. Ni siquiera lograría llegar a la entrada de los esclavos. Esperó que el reflector se alejara un poco y echó a correr hacia la puerta más cercana.

Estaba cerrada con candado. La golpeó frenéticamente. Por primera vez se sentía… cazado. Y con la sensación de estar acorralado vino una prolongación del tiempo, que aminoró su marcha hasta pasar casi arrastrándose. Alar comprendió que sus sentidos estaban acelerados. Notó varios detalles: sus oídos captaron el chirriar de los coches blindados que giraban en la esquina sobre dos ruedas, provistos de reflectores que barrían la calle entera; vio que el polvo se había asentado y que los reflectores de dos helicópteros recorrían metódicamente la zona. El tercer rayo permanecía inmóvil sobre la entrada a la escalera de los esclavos, constituyendo el único objeto real. Era un claro problema de estímulo respuesta. Estímulo: el observador ve que el objeto entra a un campo circular blanco de tres metros de diámetro. Respuesta: apretar el gatillo antes de que el objeto abandone el campo.

Como un venado despavorido, saltó entre los dos rayos convergentes del coche blindado y corrió hacia las escaleras iluminadas. Por dos veces recibió el golpe de sendos disparos provenientes del coche, pero se trataba de armas cortas y su armadura los absorbió con facilidad. Para cuando pudieran apuntar hacia él el cañón de la torreta…

Ya estaba en la zona iluminada de la escalera, descendiendo apresuradamente hacia el primer rellano. Logró franquear todos los escalones y se aplastó contra la plataforma de cemento. En ese mismo instante una cápsula hizo pedazos la entrada.

Volvió a levantarse y se lanzó por el tramo restante hasta llegar al primer nivel de la ciudad subterránea para esclavos. Sus perseguidores tardarían algunos segundos en abrirse camino por entre los escombros, y esa demora le sería muy ventajosa.

Se apartó cautelosamente de la escalera, apoyado contra la pared, y echó una mirada a su alrededor mientras aspiraba con gratitud ese aire viciado. Allí vivían los esclavos superiores, aquellos que se habían vendido a sí mismos por veinte años, o tal vez menos.

Era la hora en que las guardias nocturnas debían abandonar las viviendas de los esclavos, bajo la dirección de patrullas armadas, para ser llevados a las minas, los campos de labranza, las moliendas o dondequiera lo ordenaba el contratista. Allí trabajarían durante la innombrable parte de sus vidas que debían pasar en esclavitud. Si Alar se mezclaba entre esos grupos sombríos podría franquear las escaleras por detrás del coche blindado y reanudar la búsqueda del escondrijo que le habían indicado. Pero nadie se movía en las silenciosas calles subterráneas.

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