Charles Harness - Los Hombres paradójicos

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En un lejano futuro una minoría aristocrática, totalitaria y belicista domina los Estados Unidos de América, explotando el trabajo de hombres y mujeres que han preferido vivir como esclavos antes que morir en la pobreza. Las paradojas de Einstein y las concepciones históricas de Toynbee animan este libro singular, un clásico eminente de la ciencia-ficción contemporánea.
La novela Los Hombres Paradójicos puede ser considerada como el clímax del banquete de un billón de años.Entreteje el espacio y el tiempo con altura, amplitud y belleza; zumba dando vueltas por el sistema solar como una avispa enloquecida; es ingeniosa, profunda y trivial, todo a la vez, y ha demostrado tener una inventiva que muchas hordas de presuntos imitadores han tratado de alcanzar en vano.

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Charles L Harness Los Hombres paradójicos Título original en Inglés THE - фото 1

Charles L. Harness

Los Hombres paradójicos

Título original en Inglés THE PARADOX MEN (Flight into yesterday)

Traducción de Edith Zilli

©1953 by Charles L. Harnes

PRÓLOGO

No tenía la menor idea sobre su propia identidad.

Tampoco sabía por qué braceaba con tanta desesperación en el agua fría y negra.

Ni por qué había un gran objeto maltrecho y brillante diez metros más allá, bajo la luz de la luna.

Por su mente aturdida cruzó por un instante la imagen de vastas distancias atravesadas a velocidad increíble, pero desapareció en seguida.

Le dolía terriblemente la cabeza y carecía de todo recuerdo.

De pronto, hacia adelante, un cegador destello de luz barrió las aguas y se detuvo sobre el flanco deshecho de la nave, que se hundía rápidamente. Creyó ver sobre el casco destrozado un animalillo de grandes ojos, con la piel aplastada al cuerpo estremecido.

Casi de inmediato apareció una lancha liviana, guarnecida en bronce, que se detuvo junto al casco. Supo entonces, sin saber por qué, que no debía demorarse allí. Tras comprobar que el objeto aferrado en su mano izquierda seguía a salvo se volvió hacia las luces distantes de la costa y comenzó a nadar con un lento y silencioso estilo pecho…

I NUDO CORREDIZO PARA UN PSICÓLOGO

Tras el antifaz un par de ojos atisbaba en la semipenumbra de la habitación. Detrás de aquellas puertas metálicas se ocultaban las joyas de la Casa de Shey, un montón centelleante que compraría la libertad de cuatrocientos hombres. Cualquier error que cometiera en ese momento lanzaría un verdadero infierno sobre aquel enmascarado. Pero fuera, en la gran ciudad, empezaba a romper el alba, obligándolo a actuar con celeridad. Debía avanzar hacia aquella puerta de puntillas, acercar la diminuta caja de voces al centro de la gran roseta de bronce y apoderarse de la fortuna encerrada allí, para desaparecer de inmediato.

La esbelta figura de antifaz negro se recostó contra la pared, de donde colgaban tapices bordados en oro y platino, y escuchó con atención. Primero, el ritmo de su extraño corazón; después, el mundo que lo rodeaba.

Desde el otro extremo de la habitación, distante unos seis metros, subía y bajaba el ronquido leve y complacido del conde Shey, psicólogo imperial a ratos, pero más famoso por sus riquezas y su diletantismo. Su amplio estómago debía estar lleno aún de faisán y borgoña cosecha 1986.

Los labios de Alar se curvaron amargamente bajo la máscara.

A través de la puerta cerrada a sus espaldas le llegaba el susurro de un mazo de barajas y las voces apagadas de los custodias personales de Shey, que llenaban el cuarto. No se trataba de siervos esclavos, privados de todo voluntad, sino de soldados duramente adiestrados, que recibían una excelente paga; todos eran muy veloces con la espada. Alar crispó inconscientemente la mano sobre la empuñadura de su propio sable; su respiración se hizo más rápida aún. Ni siquiera un diestro Ladrón como él podía hacer frente a seis de los guardias que Shey se costeaba. Sus últimos años de vida habían sido tiempo prestado; era una suerte que esta misión no involucrara derramamiento de sangre.

Silencioso como un gato, se deslizó hasta la puerta de bronce, mientras sacaba el pequeño cubo del saco que llevaba a la cintura. Sus dedos sensibles encontraron el centro de la roseta, donde se ocultaba la cerradura vocal. Al oprimir el cubo al frío metal percibió un leve chasquido; entonces sonaron las palabras grabadas en la aguda voz de Shey, casi inaudibles; les habían sido robadas una a una, día por día, en el curso de las semanas anteriores.

Volvió a guardar el cubo y aguardó.

Nada.

Por un largo instante Alar permaneció inmóvil; sentía la garganta seca y los sobacos mojados. Quizá la Sociedad le había proporcionado una clave vocal fuera de uso o, había una variante insospechada.

Fue entonces cuando reparó en dos detalles. En primer lugar fue el ominoso silencio de la sala y del cuarto de los guardias. Pero además habían cesado los ronquidos provenientes de la cama. El instante siguiente se alargó, infinito, hacia su culminación.

Era evidente que la señal incorrecta había activado alguna alarma invisible. Aun mientras su cerebro trabajaba en frenética urgencia, imaginó por un momento el rostro duro y alerta de los quinientos policías imperiales, que ya habrían encaminado hacia esa zona los patrulleros a chorro.

Desde la sala le llegó un leve y vacilante arrastrar de sandalias. Comprendió al momento que los guardias estaban desconcertados por la posibilidad de que su intervención pusiese en peligro al amo. Pero no tardarían en gritar.

Llegó de un solo salto a la puerta que comunicaba el dormitorio con el cuarto de la guardia y la cerró violentamente con los cerrojos electrónicos. Al otro lado se alzaron voces coléricas.

– ¡Traigan una fresa a rayos! -gritó alguien. La puerta caería en poco tiempo.

Simultáneamente sintió un fuerte golpe en el hombro izquierdo y el dormitorio se iluminó súbitamente, Giró sobre sí, agachado, para observar fríamente al hombre que le había disparado desde la cama.

La voz de Shey era una extraña mezcla de somnolencia, alarma e indignación.

– ¡Un Ladrón! -exclamó, arrojando el revólver-. Estas armas no sirven de nada contra la pantalla que les rodea el cuerpo. Y aquí no tengo espada.

Y agregó, mientras se pasaba la lengua por los labios gordinflones, con una risita nerviosa:

– Recuerde que el código de los Ladrones prohíbe lastimar a un hombre indefenso. Mi bolsa está sobre la mesa de los perfumes.

Ambos escucharon el sonido mezclada de las sirenas policiales distantes y las ahogadas maldiciones que provenían del otro lado de la puerta. -

– Abra el cuarto de las joyas -indicó Alar, serenamente.

Los ojos de Shey se dilataron, atónitos:

– ¡Mis joyas! ¡No se las daré!

Tres sirenas se oían ya muy próximas; de pronto cesaron de sonar. La policía imperial estaría bajando del patrullero a chorro, con sus. Kades semiportátiles, capaces de volatilizarlo, con armadura o sin ella.

Mientras tanto la puerta del dormitorio empezaba a vibrar bajo el efecto de la fresa a rayos.

Alar se encaminó tranquilamente a la cama y se detuvo junto al grueso rostro de Shey, vuelto hacia arriba en temblorosa palidez. Con un solo movimiento, de sorprendente destreza, el Ladrón sujetó el párpado izquierdo de su huésped entre el índice y el pulgar. Este dejó escapar un horrorizado cloqueo, pero levantó la cabeza, a desgana, con dolor. Se sentó en el borde de la cama. Se puso de pie. Cuando trató de aferrar a su torturador por la garganta fue como si un cuchillo se le clavara en el ojo.

Un momento después se detenía ante el cuarto de sus amados tesoros, con el rostro inundado de sudor.

Todas las sirenas habían cesado. Frente a la casa debía haber por lo menos cien patrulleros. Shey también lo sabía, y una mueca astuta se le dibujó en los labios.

– No me siga lastimando -exclamó-; voy a abrir el cuarto de las joyas.

Acercó los labios a la roseta y susurró unas pocas palabras. La puerta se deslizó sin ruido hacia el interior de la pared. El psicólogo retrocedió a tropezones, frotándose el ojo, mientras el Ladrón entraba a la alcoba de los tesoros.

Alar abrió los cajones de teca con metódica celeridad, guardando en la bolsa su reluciente contenido. Un Ladrón de menor experiencia no habría sabido dónde ni cuándo detenerse, pero él sí. En el momento en que alargaba la mano hacia un hermoso brazalete, que bien valía la libertad de cuarenta hombres, interrumpió el movimiento y cerró de un tirón la boca de su saco.

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