¿Hacia dónde huir? ¿Acaso los coches policiales le estarían aguardando, con sus Kades listas, en cuanto doblara la esquina? ¿Estaban bloqueadas las calles? En los segundos siguientes tendría que actuar con la máxima exactitud.
Un rayo de luz se le clavó desde la izquierda, seguido por el rumor de pasos en carrera. Giró sobre los talones, alarmado, y se encontró frente a una centelleante silla de manos transportada por ocho robustos esclavos, cuyas caras sudorosas reflejaban la rojiza luz de Levante… La voz confusa de una mujer flotó hasta él; la silla ya había pasado.
A pesar del peligro estuvo a punto de echarse a reír. Puesto que los automóviles a chorro, propulsados por energía nuclear; estaban al alcance de todos, la nobleza no podía distinguirse de la burguesía sino utilizando la medieval silla de manos cuando salía de parranda.
Sólo cuando el rumor de pasos se perdió en la distancia cobró conciencia de lo que aquella voz femenina había dicho:
– La esquina a tu derecha, Ladrón.
Debía ser una enviada de la Sociedad. Pero en realidad no cabía elección alguna. Tragó saliva y se lanzó hacia la calle lateral indicada. Se detuvo en seco.
Tres Kades giraron desde otros tantos patrulleros para apuntarle. Alzó las manos y se dirigió lentamente hacia el coche de la izquierda, gritando:
– ¡No disparen! ¡Me rindo!
Y entonces respiró con alivio. El doctor Haven descendía del coche impostor, con la espada desnuda, fingiendo avanzar cautelosamente a su encuentro; llevaba en la mano un par de esposas.
– ¡La recompensa se reparte entre todos! -gritó un policía desde el coche situado en el medio.
El doctor Haven no se volvió, pero levantó una mano en señal de acuerdo.
– Tranquilo, muchacho -susurró a Alar-. Gracias a los dioses viniste hacia aquí. ¿Has perdido un poco de sangre? En el coche hay un médico. ¿Podrás ir a dar tu conferencia?
– Creo que sí, pero en caso de que me desmaye las joyas están en la bolsa.
– Bien. Eso equivale a cuatrocientos hombres libres.
En seguida tomó a Alar por el cinturón y exclamó con rudeza:
– ¡Vamos, escoria! ¡Tienes muchas preguntas; que contestar antes de que te matemos!
Pocos minutos después el coche de los Ladrones dejó atrás ala escolta, cambió su insignia y se dirigió hacia la universidad a toda prisa.
II LA DAMA Y EL TARSERO [1]
La mujer, sentada frente al espejo, se cepillaba en silencio la cabellera negra. Aquellas largas hebras lustrosas lanzaban destellos azulados bajo el resplandor de la lámpara, su misma abundancia formaba un marco contrastante con el rostro, pues acentuaba la blancura de la piel y la palidez de sus labios y mejillas. La cara era tan fría y serena como vibrante y cálido el pelo. Pero los ojos eran distintos: grandes y negros, llenaban de vida las facciones para armonizarlas con la cabellera. También ellos centelleaban a la luz de la lámpara, pero a la mujer le era imposible velarlos como sabía velar el rostro; sólo podía ocultarlos en parte bajo las pestañas entornadas. Y eso hacía en ese momento, para beneficio del hombre que tenía de pie a su lado.
– Tal vez te interese conocer la última oferta -dijo Haze-Gaunt.
Aparentaba jugar perezosamente con los colgantes de esmeralda de la lámpara, pero ella sabía que todos sus sentidos estaban a la caza de su más ligera reacción. El hombre agregó:
– Ayer Shey me ofreció dos billones por ti.
Unos pocos años antes ella se habría estremecido ante esa frase, pero ahora…
Siguió cepillando su pelo negro con golpes largos y rítmicos. Sus serenos ojos oscuros buscaron la cara de él en el espejo.
El rostro del Canciller de América Imperial era distinto a todos los rostros de la Tierra. Aunque el cráneo estaba afeitado por completo, el pelo incipiente revelaba una te alta y amplia, bajo la cual brillaban los ojos hundidos, duros e inteligentes. La nariz aguileña presentaba una ligera irregularidad, como si en algún momento se la hubiera quebrado. Sus mejillas eran anchas, pero la carne estaba bien extendida sobre los huesos, limpia y sin heridas, con excepción de una cicatriz casi invisible en la barbilla prominente. Ella conocía bien sus ideas sobre el duelo: los enemigos debían ser ejecutados limpiamente y sin riesgos innecesarios por especialistas en el arte. Era valiente, pero no cándido. En cuanto a la boca, en otro hombre podría haber parecido firme, pero en contraste con aquellas facciones resultaba vagamente petulante. Revelaba al hombre que lo tenia todo… sin tener nada.
Pero tal vez lo más notable era aquel diminuto simio de enormes ojos, encaramado a su hombro, eternamente asustado; parecía comprender cuanto el hombre decía.
– ¿No te interesa? -preguntó Haze-Gaunt, sin sonreír, mientras alzaba la mano en un gesto inconsciente para acariciar a su pequeña mascota encogida.
Jamás sonreía, y muy pocas veces se le había visto fruncir el ceño. Una disciplina férrea defendía aquel rostro de lo que él consideraba emociones pueriles. Sin embargo no lograba ocultar sus sentimientos a esa mujer.
– Claro que me interesa, Bern. ¿Han llegado a algún trato sobre mi persona?
Si Haze-Gaunt se sintió desairado no dio señal alguna de ello, aparte de una imperceptible tensión en los músculos de la mandíbula. Pero ella sabía que le habría gustado arrancar las borlas de la pantalla y arrojarlas al otro lado de la habitación. Prosiguió cepillándose el pelo en impertérrito silencio; sus ojos calmos miraban fijamente a los otros, reflejados en el cristal. El observó:
– Tengo entendido que hoy dijiste algo a un hombre que pasaba por la calle. Esta mañana, cuando los esclavos de la silla te traían a casa.
– ¿De veras? No recuerdo. Tal vez estaba ebria.
– Algún día -murmuró él-, algún día te venderé a Shey. El adora los experimentos. Me pregunto qué hará contigo.
– Si quieres venderme, véndeme.
El curvó apenas los labios, diciendo:
– Todavía no. Después de todo, eres mi mujer.
Lo dijo sin sentimientos, pero en la comisura de su boca hubo un leve dejo de burla.
– ¿Ah, sí? -replicó ella, sintiendo el rostro súbitamente arrebatado; el espejo reflejó el intenso rosado que le trepaba hacia las orejas- Creía que era tu esclava.
Los ojos de Haze-Gaunt centellearon en el espejo. Había notado el rubor en sus mejillas, cosa que provocó en ella una secreta cólera. Esos eran los momentos en que él disfrutaba la venganza contra su esposo… su verdadero esposo.
– Es lo mismo, ¿no?
La leve burla se había transformado sutilmente en una vaga complacencia. Ella estaba en lo cierto: Haze-Gaunt se había anotado un punto y disfrutaba de él.
– ¿Por qué te molestas en informarme dula oferta de Shey? Ya sé que te procuro demasiado placer para que me trueques por un poco más de riqueza. Ese dinero no calmará tu odio.
La ligera curva de sus labios dejó paso nuevamente a la línea aguda de la boca. Sus ojos se clavaron en los de la mujer a través del espejo.
– Ya no necesito odiar a nadie -replicó.
Eso era cierto y ella lo sabía, pero se trataba de una verdad engañosa.
No necesitaba odiar a su esposo porque ya lo había aniquilado. No necesitaba odiar, pero aún odiaba. Envidiaba como nunca el éxito del hombre que ella amaba, y eso no cesaría jamás. Por eso la había hecho su esclava: porque era la bienamada del hombre a quien odiaba y, por lo tanto, en revancha contra el muerto.
– Siempre ha sido así -repuso ella, sosteniéndole la mirada.
– Ya no necesito odiar a nadie -repitió Haze-Gaunt con lentitud, remarcando las últimas palabras como para que ella captara su intención-. No puedes negarte al hecho de que te poseo.
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