Charles Harness - Los Hombres paradójicos

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En un lejano futuro una minoría aristocrática, totalitaria y belicista domina los Estados Unidos de América, explotando el trabajo de hombres y mujeres que han preferido vivir como esclavos antes que morir en la pobreza. Las paradojas de Einstein y las concepciones históricas de Toynbee animan este libro singular, un clásico eminente de la ciencia-ficción contemporánea.
La novela Los Hombres Paradójicos puede ser considerada como el clímax del banquete de un billón de años.Entreteje el espacio y el tiempo con altura, amplitud y belleza; zumba dando vueltas por el sistema solar como una avispa enloquecida; es ingeniosa, profunda y trivial, todo a la vez, y ha demostrado tener una inventiva que muchas hordas de presuntos imitadores han tratado de alcanzar en vano.

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De un solo brinco estuvo en la entrada, precisamente en el instante en que la puerta del dormitorio caía hacia adentro, precediendo a una confusa aglomeración de espadas. Sacó rápidamente la suya y desarmó al guardia más próximo, pero sabía que las probabilidades adversas eran demasiadas; era forzoso que lo hirieran, que lo mataran tal vez antes de que lograra llegar a la altísima ventana. Antes de saltar tenía que atar la punta enroscada de su cordón amortiguador a algún objeto inmóvil. Pero ¿cuál?, el lecho de Shey no era de los antiguos y no tenía columnas. Súbitamente encontró la solución.

Por una milagrosa suma de coordinación y destreza había logrado evitar todo rasguño en la retirada hacia la ventana abierta. Los guardias, desacostumbrados a semejante ataque masivo contra un solo oponente, no se combinaban en un asedio simultáneo, sino que cargaban cada uno por su cuenta; así pudo parar cada golpe a medida que se presentaba. Pero en cierto momento, quizá por casualidad, dos guardias lo atacaron al mismo tiempo desde lados opuestos. Alar intentó parar las dos estocadas con un intrincado golpe de hoja, pero el ángulo de aproximación era demasiado amplio.

Empero, aún mientras su sable perdía contacto con el de su atacante de la derecha, logró sacar con la izquierda el nudo corredizo del cordón amortiguador que llevaba en el pecho. Cuando la hoja se le hundió en el costado ya había lanzado el extremo hacia la cara húmeda e indefensa de Shey, que estaba acurrucado en el otro lado de la cama.

No se detuvo a comprobar si el nudo corredizo había alcanzado el cuello de Shey o no; se lanzó violentamente hacia atrás. La espada que se había hundido en su costado no salió de la herida, sino que escapó de la mano del guardia. Con la hoja clavada en el flanco, Alar se lanzó por la ventana hacia el espacio.

En algún punto de los primeros treinta metros de caída, mientras contaba los cuatro primeros segundos, sintió el dolor en el costado. La herida no era grave: la hoja había tajeado la carne y pendía sostenida por el ropaje. El Ladrón la arrancó.

La soga debía tensarse gradualmente en el cuarto segundo, siempre que el lazo corredizo hubiera calzado en el cuello de Shey: por lógica todos los guardias se lanzarían a sostenerla con las manos desnudas, y pasaría buena parte de un minuto antes de que a uno se le ocurriera cortarla con la espada. Por entonces él mismo se habría encargado de seccionarla.

De pronto notó que el aturdidor quinto segundo había pasado ya; y él seguía precipitado en caída libre. El lazo no había apresado su blanco.

Era extraño: no sentía pánico ni temor. Muchas veces se había preguntado cómo sobrevendría la muerte y cómo saldría él a su encuentro. Ya no tendría oportunidad de contar a sus compañeros, los Ladrones, que su reacción ante la muerte inminente era sólo una capacidad de observación altamente intensificada. Que podía distinguir cada grano de cuarzo, de feldespato y mica en el granito de las paredes que pasaban velozmente hacia arriba. Y que cuanto le había ocurrido en su segunda vida pasaba ante él en escenas de deslumbradora claridad. Todo, excepto la clave de su identidad.

Pues Alar no sabía quién era.

Y mientras rechinaba la rueda de la muerte, revivió el momento en que los dos profesores lo habían encontradp; él tenía entonces unos treinta años; lo habían descubierto vagando, aturdido, por una ribera del Ohío superior. Revivió las pruebas exhaustivas a las que fue sometido en aquellos días. Lo creían enviado por la policía imperial para espiarlos, y el mismo Alar no estaba en condiciones de afirmar lo contrario, pues su amnesia era total. De toda su vida pasada no quedaba un recuerdo que sirviera de indicio sobre su identidad.

Recordó la sorpresa de los profesores ante la sed de conocimientos que él demostraba, la primera y última clase universitaria a la que asistió, la cortés somnolencia en la que cayó tras el cuarto error escuchado al catedrático.

Recordó vívidamente la maniobra de los profesores, convencidos ya de que su amnesia no era fingida, para proporcionarle documentos. Con unos papeles comprados por ellos se convirtió, de la noche a la mañana, en doctor en Astrofísica, proveniente de la universidad de Kharkov, con licencia por receso, y en conferenciante suplente de la Universidad Imperial, donde dictaban cátedra sus dos protectores.

Después vinieron las largas caminatas nocturnas, su arresto, el castigo a manos de la policía imperial, la progresiva conciencia de la perversidad que lo rodeaba. Y un día vio aquel camión destartalado y maloliente que pasaba por las calles al amanecer, con su gemebunda carga de ancianos esclavos. Más tarde preguntó a los profesores adónde se los llevaban. "Cuando un esclavo es demasiado viejo para trabajar se le vende", fue toda la respuesta.

Pero al fin descubrió el secreto. El osario. El precio de su descubrimiento fue el de dos balazos en el hombro, disparados por la guardia.

De todas las noches grabadas en su memoria era aquélla la más reveladora. Al entrar a su dormitorio por la madrugada, arrastrándose ciegamente, se encontró con que los dos profesores lo estaban esperando allí, acompañados por un extraño que llevaba una bolsa negra. Recordaba confusamente la dolorosa curación del hombro, el vendaje blanco y, por último, la nausea momentánea que siguió a cierto escozor extendido desde la nuca a los dedos del pie: la armadura de Ladrón.

Durante el día daba conferencias sobre astrofísica. Por la noche aprendía las sutiles artes de escalar una pared lisa con las uñas, de cubrir en ocho segundos una distancia de noventa metros, de parar las arremetidas de tres policías imperiales. En los cinco años que llevaba en la Sociedad de Ladrones había robado un botín equivalente a las riquezas de Creso, gracias al cual la Sociedad había podido liberar a miles y miles de esclavos.

De ese modo se había convertido en Ladrón, y por eso cumplía en ese momento una desagradable máxima de la Sociedad: "Ningún Ladrón muere de muerte natural".

De pronto sintió un fuerte golpe en la espalda y un súbito tirón del chaleco negro. El cordón amortiguador, tenso como un cable de acero, lo había lanzado contra el edificio. Ensanchó los pulmones en el primer aliento que tomaba desde el principio de la caída. Estaba salvado.

El descenso se iba amortiguando gradualmente. Después de todo el lazo se había cerrado en torno al cuello de Shey. Imaginó con una sonrisa la batahola que se habría armado arriba por entonces: los seis hombres fornidos estarían sujetando aquel hilo delgado con las manos desnudas para mantener con vida a quien los alimentaba. Pero en pocos segundos a alguno se le ocurriría cortar la soga.

Miró hacia abajo. No había caído con tanta velocidad como creía. Por lo visto había contado los cuatro segundos con demasiada rapidez. ¿Por qué se alargaba tanto el tiempo en presencia de la muerte?

La calle en penumbras subía velozmente a su encuentro. Hacia abajo se veían pequeñas luces escurridizas; probablemente correspondían a los coches blindados de la policía imperial, cargados de Kades semiportátiles de corto alcance y de granadas de mano. Sin duda alguna, habría cinco o seis rayos infrarrojos enfocados sobre ese costado del edificio; era sólo cuestión de tiempo que lo descubrieran. No parecía probable que los de la policía imperial le acertaran un disparo directo, pero el cordón amortiguador resultaba muy vulnerable. Cualquier fragmento metálico podía cortarlo con facilidad.

Las luces aumentaban de tamaño en forma alarmante. Alar levantó la mano hacia la caja del cordón, listo para poner en marcha el desacelerador; a unos treinta metros del suelo trabó la palanca de embrague. La brusca desaceleración estuvo a punto de desmayarle. Finalmente cayó de pie, aturdido, y cortó el cordón para echar a correr. Se encaminó hacia una calle, apenas iluminada por la próxima aurora.

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