Charles Harness - Los Hombres paradójicos

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En un lejano futuro una minoría aristocrática, totalitaria y belicista domina los Estados Unidos de América, explotando el trabajo de hombres y mujeres que han preferido vivir como esclavos antes que morir en la pobreza. Las paradojas de Einstein y las concepciones históricas de Toynbee animan este libro singular, un clásico eminente de la ciencia-ficción contemporánea.
La novela Los Hombres Paradójicos puede ser considerada como el clímax del banquete de un billón de años.Entreteje el espacio y el tiempo con altura, amplitud y belleza; zumba dando vueltas por el sistema solar como una avispa enloquecida; es ingeniosa, profunda y trivial, todo a la vez, y ha demostrado tener una inventiva que muchas hordas de presuntos imitadores han tratado de alcanzar en vano.

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Deliberadamente, la mujer lo dejó sin respuesta. En cambio pasó el cepillo de una mano a la otra con un gesto lánguido al que dio un aire insolente, mientras se decía: "Crees que no escapo porque no puedo, que estoy contigo porque no tengo otra salida. ¡Qué poco sabes, Haze-Gaunt!"

– Algún día -murmuró él- te venderé realmente a Shey.

– Ya lo dijiste.

– Quiero hacerte entender que lo digo en serio.

– Hazlo cuando quieras.

Sus labios volvieron a curvarse al responder:

– Lo haré. Pero aún no. Cada cosa a su tiempo.

– Como tú digas, Bern.

El televisor emitió un zumbido. Haze-Gaunt se inclinó y oprimió bruscamente la llave de

"Recepción": inmediatamente se oyó una risita nerviosa. Puesto que la pantalla estaba instalada en la intimidad del boudoir, tenía un botón de funcionamiento manual que debía permanecer apretado para que la imagen operara en ambos sentidos. El canciller pulsó el botón, pero la pantalla permaneció en blanco.

– ¡Ah! -exclamó en un carraspeo la voz de quien llamaba- ¡Bern!

Era Shey.

– Vaya, vaya, el conde Shey.

Haze-Gaunt miró a la mujer, que había dejado caer el cepillo en la falda para ajustarse la bata al oprimir él el botón.

– Tal vez -agregó- llama para aumentar su generosa oferta, Keiris. Pero me mantendré firme.

Keiris no replicó. Shey, al otro lado de la línea, lanzaba exclamaciones quejumbrosas, tal vez más por lo inesperado de ese saludo que por la confusión. Sin embargo ella comprendió la sutileza que ocultaba el comentario de Haze-Gaunt: además de lanzar otro dardo hacia ella servía para comunicar a Shey que ella estaba presente y que, por lo tanto, debía mostrarse discreto.

– Bien, Shey -dijo bruscamente Haze-Gaunt-, ¿a qué obedece su llamada?

– He tenido un desdichado encuentro durante la noche. -¿Cómo?

– Con un Ladrón.

Shey se detuvo para esperar el dramático efecto de sus palabras, pero Keiris notó que en la cara del Canciller Imperial no se movía un solo músculo. Su única reacción consistió en una serie de rudas caricias al pequeño animal que llevaba al hombro. El pequeño simio se estremeció y dilató los ojos, más asustado que nunca.

– Me lastimó la garganta -prosiguió Shey, al ver que no habría comentarios-. Mi médico particular me ha estado atendiendo toda la mañana.

Soltó un suspiro y agregó:

– Nada serio, ningún dolor interesante; sólo una molestia. Y, claro está, un vendaje que sólo sirve para darme un aspecto ridículo.

Keiris pensó, secretamente divertida, que a eso se debía la falta de imagen: Shey era demasiado vanidoso para aparecer así en pantalla.

A continuación vino un rápido recuento del ataque y la huida del Ladrón, en todos sus detalles. Por lo visto la garganta de Shey se había recobrado lo bastante como para no estorbar el suave fluir de las palabras. Acabó su narración solicitando al Canciller que se encontrara con él, algo después, en la Sala del Cerebro Microfílmico.

– De acuerdo -aceptó Haze-Gaunt, y apagó el visor.

– Ladrones -dijo la mujer, retomando el cepillo.

– Criminales.

– La Sociedad de Ladrones -musitó Keiris- es la única fuerza moral de América Imperial. ¡Qué extraño! Derruímeo nuestras iglesias y dejamos que los Ladrones se encarguen de nuestras almas.

– Las víctimas rara vez manifiestan un despertar espiritual -replicó Haze-Gaunt en tono seco.

– No es de extrañar -repuso ella-. Esos pocos perjudicados que lloran por las chucherías perdidas no saben ver la salvación que eso representa para la humanidad.

– Importa muy poco qué uso de la Sociedad a su botín; recuerda que está constituida por vulgares Ladrones. Se trata de casos policiales.

– ¡Casos policiales! Precisamente ayer al ministro de Actividades Subversivas hizo una declaración pública, manifestando que si no se los aniquilaba en el curso de otra década…

– Lo sé, lo sé -interrumpió Haze-Gaunt, tratando de cortar la frase.

Pero Keiris no se dejó acallar.

Que si no los aniquilaban en el curso de otra década destruirían el presente equilibrio "beneficioso" entre hombres libres y esclavos.

– Y tiene toda la razón.

– Tal vez, pero dime: ¿es cierto que mi esposo fundó La Sociedad de Ladrones?

– ¿Tu ex-esposo?

– No te andes con evasivas. Sabes de quién hablo.

– Sí, sé de quién hablas.

Por un fugaz instante la cara de Haze-Gaunt, completamente inmóvil, pareció transformarse en algo detestable. Guardó silencio por largo rato. Al fin dijo:

– Es una historia muy interesante. En su mayor parte la sabes tan bien como yo.

– Tal vez sé menos de lo que crees. Sé que tú y él eran enemigos irreconciliables en la Universidad Imperial, en la época de estudiantes; tú creías que él se esforzaba deliberadamente en ser mejor que tú, en derrotarte en las competencias universitarias. Tras la graduación todo el mundo parecía opinar que sus investigaciones eran algo más brillantes que las tuyas. Y en cierto momento hubo algo sobre un duelo, ¿verdad?

A Keiris le sorprendía el hecho de que los duelos hubieran vuelto a imponerse, con armas mortales y regidos por una severa etiqueta, en una civilización tan fríamente científica como la presente. Naturalmente muchos habían racionalizado ese hecho. La actitud oficial se limitaba a la resignación; las leyes lo prohibían, sin duda, pero ¿qué podía hacer el gobierno si la gente persistía en ese práctica ridícula? Sin embargo, Keiris sabía que bajo las apariencias legales el duelo era secretamente alentado. Muchos funcionarios se vanagloriaban públicamente de practicarlo, y explicaban que servía para instilar un espíritu saludable y vigoroso en la aristocracia. Sostenían que la época de los caballeros había renacido. Pero bajo todo eso, sin que nadie lo mencionara, existía la sensación de que los duelos eran necesarios para la preservación del estado. La Sociedad de Ladrones había vuelto a hacer de la espada un instrumento básico para la supervivencia y la última defensa de los déspotas.

Como su pregunta no había sido contestada, insistió:

– Lo desafiaste a un duelo, ¿no fue así? Y después desapareciste por varios meses.

– Disparé el primero… y fallé -respondió brevemente Haze-Gaunt-. Muir, con esa insufrible magnanimidad que le era característica, apuntó al aire. Los policías imperiales que nos estaban observando nos arrestaron. Muir salió bajo libertad condicional. En cuanto a mí, me condenaron y me vendieron a una gran huerta.

"Una huerta hidropónica subterránea, mi querida Keiris, no es el paraíso campestre del siglo XIX. Pasé casi un año sin ver el sol. A mi alrededor maduraban las manzanas pero a mí me alimentaban con una basura que hasta las ratas habrían desdeñado. Unos pocos compañeros esclavos trataron de robar fruta, pero los sorprendieron y los mataron a latigazos. Yo me anduve con cuidado y pude esperar.

– ¿Esperar? ¿Esperar qué?

– La oportunidad de huir. Lo hacíamos por turnos, sobre planes minuciosamente preparados; con frecuencia teníamos éxito. Pero el día antes de que me llegara el turno fui comprado y puesto en libertad.

– ¡Qué suerte! ¿Quién fue?

– El certificado hablaba de "personas desconocidas", pero sólo pudo ser Muir. Había estado especulando, ahorrando y pidiendo prestado durante meses para lanzarme a la cara ese gesto definitivo de despectiva piedad.

El pequeño simio percibió la helada furia de su voz y corrió atemorizado por la manga de su chaqueta, hasta detenerse en el dorso de su mano. Haze-Gaunt lo acarició con el índice enroscado. En el cuarto no se oyó más que el suave roce de pelo y cepillo, en tanto Keiris proseguía con su silenciosa tarea, maravillada por la amargura demente que podía despertar un simple acto humanitario.

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