Charles Harness - Los Hombres paradójicos

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En un lejano futuro una minoría aristocrática, totalitaria y belicista domina los Estados Unidos de América, explotando el trabajo de hombres y mujeres que han preferido vivir como esclavos antes que morir en la pobreza. Las paradojas de Einstein y las concepciones históricas de Toynbee animan este libro singular, un clásico eminente de la ciencia-ficción contemporánea.
La novela Los Hombres Paradójicos puede ser considerada como el clímax del banquete de un billón de años.Entreteje el espacio y el tiempo con altura, amplitud y belleza; zumba dando vueltas por el sistema solar como una avispa enloquecida; es ingeniosa, profunda y trivial, todo a la vez, y ha demostrado tener una inventiva que muchas hordas de presuntos imitadores han tratado de alcanzar en vano.

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– Muy bien. liaré que el personal de la Estación Lunar se dedique a eso.

– Cualquier examen de rutina resultará inútil -advirtió el Cerebro-. Sólo puedo recomendar a dos o tres astrofísicos que son capaces de efectuar el análisis necesario.

– Nómbrame uno.

– Ames; recientemente lo han agregado al personal del Subsecretario Gaine. Tal vez éste acceda a…

– Accederá -replicó brevemente Haze-Gaunt-. Ahora bien, tú hablaste de "factores", en plural. Presumo que la placa estelar no es el único.

– Hay otro factor de incertidumbre -dijo el Cerebro-. Involucra la seguridad personal del Canciller, así como la de los ministros; pesa, en consecuencia, sobre el problema de posponer el ataque.

Haze-Gaunt miró con agudeza al hombre sentado dentro del globo. El Cerebro le devolvió la mirada con ojos de basilisco. El Canciller tosió.

– Ese otro factor.

El Cerebro retomó plácidamente el tema.

– La criatura más poderosa de la Tierra, al presente (no puedo referirme a ella con el término de hombre), no es ni el Canciller Lord Haze-Gaunt ni el Dictador de la Federación Oriental.

– No me dirás que es Kennicot Muir -dijo Haze-Gaunt, sarcásticamente.

– La criatura a la que me refiero es un profesor de la Universidad Imperial, llamado Alar; posiblemente debe su nombre a su alada mente. Es un Ladrón, según todas las probabilidades, pero eso no tiene importancia.

Ante la palabra "Ladrón" Thurmond se interesó.

– ¿Por qué resulta tan peligroso? -preguntó-. El mismo código de los Ladrones los limita a defenderse.

– Alar parece ser un mutante con grandes poderes físicos y mentales en potencia. Si alguna vez descubre que los posee, considerando su presente punto de vista político, ningún ser humano de la Tierra estará a salvo de él, con código o sin él.

– ¿Y en qué consisten esos poderes en potencia? -inquirió Shey- ¿Es hipnotizador? ¿Telequineta?

– No lo sé -admitió el Cerebro-. Sólo puedo decir que me parece peligroso; el porqué es cosa aparte.

Haze-Gaunt pareció perderse en sus pensamientos. Al fin dijo, sin levantar la vista:

– Thurmond, y usted, Shey, ¿quieren estar en mi despacho dentro de una hora? Que vaya también Eldridge, el de la Oficina de Guerra. Keiris, regresa a tus habitaciones en compañía de tus guardaespaldas. Te llevará toda la tarde vestirte para el baile de le Emperatriz.

Pocos minutos después los cuatro salían de la sala. Keiris se volvió para echar una última mirada; los ojos enigmáticos y fijos del Cerebro Microfilmico la dejaron preocupada. Por medio del código que habían preparado juntos, hacía ya mucho tiempo, el esclavo le había estado diciendo que debía prepararse para recibir a un Ladrón en sus habitaciones, esa misma noche, y protegerlo de sus perseguidores.

Y Haze-Gaunt esperaba que esa noche se presentara con él en el baile de máscaras.

IV LA REDADA

Desde su asiento ante el piano de cola, Alar observaba por sobre las hojas de música a sus dos amigos: Micah Corrips, profesor de Etnología, y John Haven, profesor de Biología, ambos completamente absortos en su voluminoso manuscrito.

Los grandes ojos de Alar observaron brevemente a los dos sabios para perderse después más allá, entre las desordenadas pilas de libros y papeles, la hilera de esqueletos humanos y semihumanos, la cafetera que hervía lentamente junto a la ventana que daba a la calle. Allá estaba el recinto universitario; un gran camión negro trepaba lentamente en el atardecer, tras una arboleda de cipreses griegos. Se detuvo allí, sin que nadie descendiera.

El pulso de Alar se aceleraba lentamente. Tocó cierto acorde en el teclado; los dos hombres lo oyeron, sin lugar a dudas, pero no le prestaron atención.

– A ver, Micah, lee eso que tienes allí -dijo Haven el etnólogo.

Corrips, hombre corpulento y vigoroso, de ojos azules y simpáticos, sabía dictar su cátedra de modo tan seductor que se le había asignado el gran auditorio de la universidad como salón de clase. Tomó el prefacio y comenzó a leer.

– "Podríamos imaginar, si quisiéramos, que en las primeras horas de cierta tarde, en el año cuarenta mil antes de Cristo, la vanguardia de los hombres de Neanderthal llegó al valle del Ródano, donde ahora se alza la ciudad de Lyon. Estos hombres y mujeres, expulsados de sus tierras de caza, allá en Bohemia, por los glaciares que bajaban lentamente, habían perdido una tercera parte de sus compañeros en su marcha hacia el sudoeste, tras cruzar el helado Rin en el invierno anterior. Ya no había niños ni ancianos en el grupo. "Esta gente, proveniente de la Europa oriental, no se caracterizaba por su belleza. Eran morrudos y encorvados: carecían prácticamente de cuello; la nariz presentaba un puente ancho y huidizo y fosas aplastadas. Marchaban con las rodillas flexionadas, apoyando el peso sobre el borde exterior de los pies, tal como lo hacen los antropoides superiores.

"Aun así eran mucho más civilizados que el brutal Eoántropo (¿Hombre de Piltdown? ¿Hombre de Heidelberg?) en cuyo territorio penetraban. La única herramienta del Eoántropo consistía en un trozo de pedernal astillado de forma tal que se ajustaba a su mano; le servía al mismo tiempo para escarbar las raíces y para tender alguna emboscada ocasional a los renos. Pasaba su breve y obtusa vida al aire libre. El de Neanderthal, por el contrario, fabricaba lanzas de piedra, cuchillos y sierras. Para eso empleaba con preferencia grandes astillas de pedernal, y no la parte más compacta. Vivía en cavernas y cocinaba sobre una hoguera. Debía tener alguna noción de la vida espiritual y del más allá, pues enterraba a sus muertos con armas y herramientas. El jefe del grupo… "

– Perdón, caballeros -interrumpió Alar, serenamente-. Registro ciento cincuenta y cinco.

Sus dedos siguieron ondulando sobre el teclado en el segundo movimiento de la Patética. No había vuelto a levantar la vista de los pentagramas desde que mirara por primera vez por la ventana, como respuesta a la cálida aceleración de su extraño corazón.

– "El jefe del grupo -prosiguió Corrips-, canoso, pálido e inexorable, se detuvo y olfateó la brisa que venía del valle. Olió sangre de venado a pocos cientos de metros y algo más, un olor desconocido, parecido en cierta forma a la fétida mezcla de mugre, sudor y excrementos que caracterizaba a su propia banda.

Haven se levantó, golpeteó suavemente la pipa contra el cenicero que estaba sobre la gran mesa, estiró con languidez de tigre su cuerpo menudo y nervioso y se acercó lentamente a la cafetera puesta a hervir junto a la ventana. Alar, que estaba ya en el movimiento final de la Patética, lo observó con atención.

Corrips proseguía con la resonante lectura, sin cambiar la inflexión de su voz, pero Alar sabía que el etnólogo vigilaba a su colaborador por el rabillo del ojo.

– "El anciano se volvió hacia la pequeña banda y meneó su espada de pedernal, en señal de que había hallado un rastro. Los otros hombres alzaron las espadas para expresar su acuerdo y lo siguieron en silencio. Las mujeres desaparecieron entre la escasa espesura de la ladera.

"Los hombres siguieron por el barranco las huellas del reno; pocos minutos después descubrían tras una mata un grupo formado por un viejo Eoántropo macho, tres hembras de distinta edad y dos niños; todos yacían enroscados, con expresión estupefacta, bajo una cascada de ramas y pedregullo que colgaba del barranco. Bajo la cabeza del viejo se veía la carcaza de un reno medio devorado que manaba todavía un poco de sangre".

Alar siguió a Haven con los ojos entornados. El pequeño biólogo se sirvió una taza de café cuya consistencia era la del lodo, le agregó un poco de crema del frigorífico portátil y lo revolvió con aire ausente, sin dejar de mirar por la ventana desde las sombras del cuarto.

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