Charles Harness - Los Hombres paradójicos

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En un lejano futuro una minoría aristocrática, totalitaria y belicista domina los Estados Unidos de América, explotando el trabajo de hombres y mujeres que han preferido vivir como esclavos antes que morir en la pobreza. Las paradojas de Einstein y las concepciones históricas de Toynbee animan este libro singular, un clásico eminente de la ciencia-ficción contemporánea.
La novela Los Hombres Paradójicos puede ser considerada como el clímax del banquete de un billón de años.Entreteje el espacio y el tiempo con altura, amplitud y belleza; zumba dando vueltas por el sistema solar como una avispa enloquecida; es ingeniosa, profunda y trivial, todo a la vez, y ha demostrado tener una inventiva que muchas hordas de presuntos imitadores han tratado de alcanzar en vano.

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Todas las hileras de habitaciones para esclavos, a ambos lados de las calles angostas, estaban bien cerradas. Eso no era obra de unos pocos minutos; revelaba varias horas de preparativos por parte de Thurmond. Así debían estar todos los niveles, inclusive las Hileras del Infierno, donde los esclavos enfermos y desgastados trabajaban esposados en eterna oscuridad. De pronto giró sobre sus talones, alarmado. Un coche blindado corría hacia él por la callejuela oscura.

Comprendió entonces que, horas antes, se había emplazado estratégicamente bajo tierra toda la artillería ligera de que Thurmond disponía, más un considerable contingente prestado por Eldridge, del departamento de Guerra, solamente para acabar con él.

Y lo habían obligado a entrar al subterráneo para matarlo. ¿Por qué? ¿Qué lo hacía tan importante? No se debía a que fuera Ladrón, por cierto. Aunque el gobierno albergaba una vengativa amargura contra los Ladrones, aquello era una movilización de fuerzas equivalente a la que se llevaba a cabo para suprimir revoluciones. ¿Qué gigantesco peligro representaba él para Haze-Gaunt?

Haven y Corrips debían saber más al respecto de lo que habían admitido. Si alguna vez volvía a encontrarse con Haven (la posibilidad era remota) tendría varias preguntas que formularle.

Desde la izquierda, por la misma calle, se acercaba otro coche blindado. Casi simultáneamente ambos coches encendieron sus reflectores, cegando a Alar. Se dejó caer a tierra y ocultó la cara en el hueco del brazo. Las dos cápsulas estallaron contra la pared de acero que tenía a sus espaldas; la fuerza de la explosión lo lanzó al centro de la calle, entre los dos coches ya próximos. Tenía la chaqueta hecha harapos y le sangraba la nariz; además la cabeza le daba vueltas. Por lo demás estaba indemne. Decidió permanecer momentáneamente donde estaba.

Uno de los reflectores se movía por sobre la nube de polvo. Alar contempló aquel rayo que brillaba sobre él como un sol que intentara abrirse paso a través de un cielo cubierto. En tanto el polvo se iba asentando también la luz bajaba hacia él. Comprendió que venía marcando el tiempo, aguardanto el momento de alumbrar un cadáver: el suyo. El otro reflector se paseaba a lo largo de la calle. Por lo visto no dejaban pasar la posibilidad de que el disparo no hubiera sido fatal.

Alar examinó el suelo a su alrededor. Sobre el empedrado precariamente cubierto de macadán había ahora abundantes cascotes y una capa de polvo; ningún agujero, ninguna cavidad, ningún objeto lo bastante grande, como para servirle de escondite. La calle estaba abierta a su alrededor; estaba encerrado entre los coches y los edificios. Calculó sus posibilidades de huida y comprendió que no las tenía. Sólo le restaba permanecer agachado en su sitio y confiar. ¿Confiar en qué?. Dentro de pocos segundos el dedo acusador de la luz lo señalaría para que se reiniciara aquel maldito juego.

El juego no sería muy largo.

Echado allí, entre los escombros húmedos y malolientes, Alar deseó con fervor poseer las legendarias siete vidas del gato, para que una de ellas emergiera de entre aquella luminosa nube de polvo, para que avanzara a tropezones entre la neblina. Así podría rendir a los cañones una vida tras otra y ganaría tiempo suficiente para…

¿Qué era eso?

Tras repetidos parpadeos volvió a fijar la vista. Sí, era una silueta. Un hombre de chaqueta desgarrada, como la suya, caminaba tambaleándose entre el polvo. ¿Quién era? No tenía importancia. No tardaría en caer sin vida bajo los disparos. Pero ese hombre tenía perfecta conciencia del peligro. Alar le vio mirar hacia ambos lados, observar los coches de la policía, próximos ya, y echar a correr junto a la pared de acero, en dirección paralela a la calle.

Mientras Alar contemplaba petrificado aquella escena, el coche más alejado disparó contra el extraño e hizo blanco. Al mismo tiempo el otro vehículo pasó a pocos centímetros del Ladrón, listo para la cacería.

¡Y ahora, si el extraño saliera indemne de aquel golpe seguro…! ¡Allá iba! Entre las sombras, apretado contra la pared, el hombre continuó su carrera.

Se oyeron dos nuevas explosiones, casi simultáneas. Aun antes de oírlas Alar corría ya por la calle oscura, en dirección opuesta. Con un poco de suerte llegaría en cuarenta segundos a la escalera que un rato antes custodiaba el primer coche y podría volver a salir. Entonces tendría tiempo para pensar en ese extraño que, involuntariamente quizá, le había salvado la vida.

Tal vez fuera algún tonto que se había filtrado por el bloqueo policial, en lo alto de las escaleras, para encontrarse entre el polvo de las bombas. De inmediato rechazó esa explicación, no sólo porque la vigilancia de la Policía Imperial no lo habría permitido, sino también porque había reconocido aquella cara.

Sí, la había reconocido finalmente, cuando las luces lo enfocaron de lleno. La conocía bien: esa frente ligeramente abombada, los grandes ojos oscuros, los labios casi femeninos… ¡Oh, sí, la conocía!

Era la suya.

VI REFUGIO IMPERIAL

Una hora más tarde Alar estaba rígido como una estatua en el antepecho de mármol de una ventana, apoyado sobre una rodilla, con los dedos de acero clavados en la fría superficie de piedra, mirando fijamente hacia el interior del cuarto.

La mujer tenía aproximadamente su propia edad; vestía un traje blanco de noche, de tela muy suave y lujosa. Los largos cabellos, de un negro azulado, estaban reunidos en una ancha banda sobre el seno izquierdo, entrelazados con un imperceptible hilo dorado. Su cabeza, al igual que la de Alar, parecía muy grande en proporción. Estaba de pie, con la cadera izquierda levemente adelantada, de modo tal que la rodilla y el muslo izquierdo se destacaban nítidamente bajo la túnica; los labios, pintados con mano experta, contrastaban llamativamente con las mejillas pálidas y totalmente inexpresivas. Y sus ojos negros, enormes, lo observaban cautelosamente. Todo en ella expresaba un carácter altivo y despierto.

Alar experimentó cierto júbilo indefinible. Se deslizó silenciosamente hacia el interior de la habitación y dio un paso hacia el costado de la ventana, donde no pudieran verlo desde el patio. Cuando se volvía para enfrentarse nuevamente a la mujer, algo pasó rozándole la cara y se enterró en el panel de la pared, a la altura de su oreja. Quedó petrificado en su sitio.

– Me alegra que se muestre razonable -observó ella, serena-. Eso ahorrará tiempo. ¿Es usted el Ladrón fugitivo?

Alar vio un relámpago en sus ojos y evaluó rápidamente su temperamento: sereno y peligroso. No respondió. La muchacha dio varios pasos veloces hacia él, con el brazo derecho en alto, en un movimiento que ciñó a su cuerpo la túnica blanca, destacando sus curvas. En la mano llevaba otro puñal, al que la suave luz arrancaba destellos amenazadores.

– Le conviene responder pronto y con franqueza -aconsejó.

El siguió en silencio, con los ojos firmemente clavados en los de ella. Pero esa mirada fogosa sostenía la suya sin parpadear. Al fin la mujer soltó una sorpresiva carcajada y agitó sugestivamente el cuchillo.

– ¿Cree que me puede matar con los ojos? -comentó-. Vamos, si usted es el Ladrón, muéstreme su máscara.

El sonrió con ironía, se encogió de hombros y sacó su máscara.

– ¿Por qué no fue al escondrijo de los Ladrones? ¿Por qué vino hacia aquí?

Había bajado el brazo, pero el cuchillo seguía firme en su mano.

– Lo intenté -replicó Alar, sin bajar los ojos-. Todos los caminos estaban bloqueados por varios kilómetros a la redonda. La línea de menor resistencia me trajo hacia aquí, hacia la cancillería. ¿Quién es usted?

Keiris pasó por alto la pregunta, pero se acercó un paso más, examinándolo desde la punta de los zapatos blandos hasta la gorra negra. Por último le estudió el rostro con un leve e intrigado fruncimiento de ceño.

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