– Tal vez al senador le interese saber que durante los últimos ocho meses los toynbianos se han dedicado a un solo proyecto: el reexamen de una tesis primordial, según la cual todas las civilizaciones siguen el mismo camino sociológico, que es inevitable. ¿Me equivoco, doctor Talbot?
– No, Su Majestad. Como cualquier otro ser humano, queremos estar en lo cierto, pero en el fondo deseamos desesperadamente descubrir un error. Nos aferramos de cualquier detalle. Examinamos el pasado para ver si no hubo algunos casos en los que el estado universal no acabara en la destrucción. Buscamos ejemplos de civilizaciones que hayan perdurado a pesar de la estratificación espiritual. Revisamos la historia de la esclavitud en procura de una sociedad esclavista que haya escapado a igual retribución. Comparamos nuestra época problemática, la Tercera Guerra Mundial, con las Guerras Púnicas que redujeron a la esclavitud a la tesonera clase granjera de los romanos; estudiamos también la Guerra Civil de nuestros antepasados norteamericanos sobre la cuestión de la esclavitud. Finalmente recordamos el tiempo que sobrevivió el Imperio Espartano una vez que la guerra del Peloponeso redujo a la servidumbre a su orgullosa soldadesca.
“Buscamos en el pasado comparaciones adecuadas para nuestra dividida alianza entre la veneración a los antepasados que enseñamos a los niños en las escuelas imperiales y el monoteísmo que practican nuestros mayores. Sabemos lo que el espiritualismo dividido lanzó sobre los griegos de Pericles, sobre el Imperio Romano, la incipiente sociedad escandinava, los celtas de Irlanda y los cristianos hestorianos. Comparamos nuestro cisma político actual (los Ladrones contra el gobierno) con las minorías sin representación, aunque fieramente contrarias, que acabaron por barrer al imperio otomano, a la liga austro-húngara y a la sociedad índica, así como a otras varias civilizaciones. Pero hasta ahora no hemos hallado excepciones a ese esquema.
– Usted mencionó varias veces la institución de la esclavitud como si estuviera socabando los cimientos del Imperio -objetó Donnan-. ¿Cómo llega a esa conclusión?
– El surgimiento de la esclavitud en el Imperio equivale precisamente a lo ocurrido en Asiria, Esparta, Roma y los otros imperios esclavistas -respondió Talbot, cauteloso-. No hay cultura capaz de mantenerse en guerra durante varias generaciones sin empobrecer a los campesinos; así es como una buena parte de la población, tanto en el bando de los vencedores como en el de los vencidos, se encuentra sin otro patrimonio que su propio cuerpo. Entonces los más ricos los sujetan con tratos de servidumbre. Puesto que el producto de su trabajo no les pertenece, no tienen medios para mejorarla suerte de su numerosa progenie y engendran una clase de esclavos perpetuos. La población actual del Imperio es de un billón y medio. Una tercera parte de esos habitantes son esclavos.
– Es cierto -aceptó Donnan-, pero en realidad no lo pasan tan mal. Tienen comida suficiente y un sitio donde dormir…, cosa de que no disponen muchos hombres libres.
Juana-María observó con sequedad:
– Naturalmente eso dice mucho en favor de la libre empresa y del sistema esclavista. A fin de comprar pan para sus hijos hambrientos el padre puede venderse siempre al mejor postor. Pero nos estamos saliendo del tema principal, ¿cuáles son sus métodos de evaluación, doctor Talbot? ¿cómo determinan ustedes cuáles son las muestras culturales a tener en cuenta y qué valor se les debe dar?
– El historiador sólo puede evaluar su propia sociedad como medida síntesis de sus componentes microcósmicos -admitió Talbot, tironeándose otra vez de la barbilla-. Puede establecer, cuanto más, una probabilidad en cuanto a la etapa que ha alcanzado dentro del esquema invariable de las civilizaciones. Sin embargo, al estudiar grupo tras grupo, como yo lo he hecho, desde las familias más nobles (con su perdón, Su Majestad) hasta las bandas de esclavos fugitivos en las mal aprovechadas provincias de Texas y Arizona…
– ¿Alguna vez se dedicó a estudiar los Ladrones, doctor? -preguntó Alar, interrumpiéndolo.
El toynbiano estudió con curiosidad al enmascarado.
– Los ladrones son inalcanzables, como se sabe, pero la Sociedad no es sino el sello de Kennicot Muir, y a éste lo traté con frecuencia algunos años antes de que lo mataran. Siempre tuvo conciencia de que el Imperio estaba subsistiendo con tiempo prestado.
– Pero ¿qué piensa usted de las pequeñas colonias establecidas en la luna, en Mercurio y en el Sol? -insistió Alar
En ellas debería hallar optimismo suficiente como para negar todo ese fatalismo que le inspira la Tierra.
– Con respecto a la Estación -Observatorio de la luna, supongo que sí -concordó Talbot-, siempre que la consideremos como sociedad independiente, aparte de las fortificaciones selenitas. El espíritu de esos pocos centenares de hombres debe estar muy cultivado por el constante fluir de conocimiento que reciben mediante el reflector de doscientos metros. En cuanto a la estación de Mercurio, es un mero derivado de las estaciones solares; perdurará o sucumbirá con ellas. Su observación, profesor, es muy interesante, pues ocurre que los toynbianos acabamos de recibir por fin la autorización de Eldridge, el ministro de Guerra, para que alguien de nuestro equipo visite un solario durante veinte días. La elección ha recaído en mí.
– ¡Qué maravilla! -exclamó la emperatriz- ¿Qué espera encontrar allí?
– La verdadera apoteosis de nuestra civilización -replicó Talbot con gravedad-, desprovista de todo fingimiento o desviación. Como ustedes saben, la civilización presente recibe el nombre de Toynbee Veintiuno. Naturalmente, se trata de un intento de esquematizar una situación extremadamente compleja, con exclusión de los factores prescindibles. Pero los solarios son únicos. Constituyen un producto puro y directo de nuestro tiempo. Específicamente, espero hallar en el Solario Nueve la esencia destilada de Toynbee Veintiuno: treinta dementes decididos al suicidio.
Alar oyó estas últimas palabras sólo por encima, pues los latidos de su corazón se estaban acelerando de un modo alarmante. Shey, Thurmond y alguien que podía ser Haze-Gaunt pasaban junto a él. Les volvió la espalda, encongiéndose contra la pared, pero los tres pasaron de largo hacia el estrado de la orquesta, sin prestarle la menor atención. Alar vio por el rabillo del ojo que Thurmond decía algo al director. La música cesó.
– Damas y caballeros -dijo al micrófono el Canciller, con su rica voz de barítono-. Creemos que un peligrosísimo enemigo del Imperio puede estar en el salón en este preciso instante. Por lo tanto debo pedirles que todos los caballeros se quiten la máscara, a fin de que la policía pueda apresar al intruso. ¡Pero nuestra fiesta no tiene por qué arruinarse por este episodio! ¡Que siga el baile!
El Canciller hizo una señal al director y la gran orquesta inició la interpretación de la Taya de Tehuantepec .
Por doquier surgió un entusiasta susurro; los machos de brillante plumaje comenzaban a quitarse las máscaras y miraban a su alrededor. Las parejas volvieron gradualmente a la pista de baile. Alar se deslizó a lo largo de la pared; levantó la mano a la máscara, pero la dejó caer lentamente. Su extraño corazón palpitaba con mayor celeridad aún.
Varias cosas clamaban por su atención. Los bailarines se fijaban ya en él, a pesar de que se había refugiado en el rincón más sombreado de aquella pared adornada por tapices. Varios hombres de gris, con los sables de la policía imperial, parecieron materializarse súbitamente a pocos metros de él, rodeándolo por ambos lados. Permanecían quietos en sus puestos, como si estuvieran absortos en la alegría del baile. Otros dos se recostaron discretamente contra una gran columna, a unos tres o cuatro metros de él, La máscara parda del Ladrón podía pasar tan desapercibida en ese sitio como un harapo rojo agitado frente a un toro. Era una locura dejársela puesta.
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