Charles Harness - Los Hombres paradójicos

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En un lejano futuro una minoría aristocrática, totalitaria y belicista domina los Estados Unidos de América, explotando el trabajo de hombres y mujeres que han preferido vivir como esclavos antes que morir en la pobreza. Las paradojas de Einstein y las concepciones históricas de Toynbee animan este libro singular, un clásico eminente de la ciencia-ficción contemporánea.
La novela Los Hombres Paradójicos puede ser considerada como el clímax del banquete de un billón de años.Entreteje el espacio y el tiempo con altura, amplitud y belleza; zumba dando vueltas por el sistema solar como una avispa enloquecida; es ingeniosa, profunda y trivial, todo a la vez, y ha demostrado tener una inventiva que muchas hordas de presuntos imitadores han tratado de alcanzar en vano.

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– De acuerdo, me mantendré lejos de él. Pero ¿por qué haces todo esto en mi favor?

– Me recuerdas a alguien -respondió ella, lentamente. En seguida miró por sobre el hombro y le instó: – ¡Por el amor de Dios, date prisa!

Alar le apretó los hombros con insistencia, exclamando ásperamente:

– ¿A quién te recuerdo?

– ¡Corre!

Tuvo que obedecer. En pocos segundos estuvo ante la boca de residuos, examinando la tapa con dedos frenéticos. No había manivela. Claro que no, porque se abría hacia adentro.

Se sumergió en aquella angosta oscuridad; cayó bruscamente, girando sobre sí mismo. Si se estrellaba contra algo sólido a esa velocidad se quebraría cuanto menos las dos piernas. Mientras intentaba aminorar el descenso extendiendo los codos y las rodillas chocó en la penumbra contra una masa de algo blando y maloliente. Se puso de pie antes de que se levantara el polvo.

La oscuridad era completa, con excepción de un rayo luminoso que provenía de un costado del incinerador. Parecía ser la mirilla de la puerta, que el operador utilizaba para vigilar la quema. Avanzó tambaleando hasta la mirilla y acercó el ojo a ella.

El gran cuarto estaba desierto. Sacudió la puerta con cautela; después probó el picaporte. Aquello estaba cerrado desde el exterior. El Ladrón se enjugó la frente con la manga, sacó el sable y lo insertó en el mecanismo de la cerradura, pero era demasiado sólido.

El suave chirrido del acero contra el acero levantó un eco burlón en los estrechos confines del incinerador. Alar guardó el arma. Cuando comenzaba a recorrer su prisión a tientas oyó pasos en el piso de cemento, fuera del cuarto. Se abrió la puerta del horno y una masa de basura en llamas pasó velozmente ante sus ojos horrorizados.

La puerta se cerró con estruendo en el preciso instante en que él saltaba para apagar el fuego con su pecho. El rayo de luz había desaparecido. Probablemente el portero esclavo tenía puesto el ojo en la mirilla y se preguntaba qué habría pasado dentro. El Ladrón oyó una maldición ahogada y un ruido de pasos que se alejaban. En un instante estuvo junto a la puerta. El esclavo debía regresar en el curso de uno o dos minutos.

Así fue. En esa oportunidad traía una antorcha más grande. La mirilla permaneció a oscuras durante largo rato, mientras el esclavo verificaba que la basura estuviese ardiendo como era debido. Al fin se alejó. El Ladrón pudo entonces retirar la punta del sable de la cerradura y abrir la puerta. Una ráfaga de aire frío le inundó los pulmones abrasados y la cara ampollada.

Cuando hubo salido se obligó a perder el tiempo necesario para cerrar nuevamente la puerta. Eran segundos preciosos, pero eso podía demorar a sus perseguidores, que se verían forzados a buscarlo en todos los cuartos de incineración.

Desapareció como un fantasma entre dos de los hornos y se dirigió hacia el ala oeste, donde estaba la fabulosa T-veintidós. ¿Pertenecería realmente el brillante Gaines a la Sociedad de Ladrones? En ese caso, ¿significaba eso que el gobierno de Haze-Gaunt estaba invadido por los Ladrones?

Había dos cosas indudables. Una: la manada de lobos sabía muchas cosas con respecto a él; parecían considerarlo algo más que un mero Ladrón. ¿Por qué algo ? ¿Acaso no era humano? Y la Sociedad de Ladrones había dado un increíble valor a su vida. Más aún, Haven sabía sobre él tanto o más que la manada de lobos. Si alguna vez volvía a ver a su amigo, tendría muchas cosas que preguntarle.

Abrió la puerta que conducía a la gran cámara; la abrió sólo medio centímetro y observó el interior. Todo estaba tranquilo. Desde el centro de la habitación le llegaba el siseo de los soldadores nucleares. Cautelosamente, en silencio, se deslizó por la puerta. De pronto quedó sin aliento.

Aún en aquella penumbra, la T -veintidós centelleaba con un pálido brillo azulado. Sus esbeltos flancos se alzaban cuarenta y cinco metros hacia lo alto, pero el contorno no llegaba a los dos metros y medio de diámetro. Un gran carguero lunar la centuplicaba en tamaño.

Pero lo que pasmaba a Alar, lo que cautivó inmediatamente sus pensamientos, haciéndolo insensible al rápido martilleo de su corazón, era que él había visto esa nave anteriormente… varios años antes.

Aun cuando la cachiporra se estrelló contra su tranco, aún mientras intentaba vanamente aferrarse a la conciencia, sólo pudo pensar: "T-veintidós, T-veintidós, ¿dónde? ¿cuándo?"

VIII DESCUBRIMIENTO MEDIANTE TORTURA

– Ya está volviendo en sí -dijo la voz, con una risita disimulada.

Alar se irguió sobre una rodilla y abrió los ojos doloridos. Estaba en una gran jaula de barrotes metálicos, apenas lo bastante alta como para permitirle estar de pie. La jaula ocupaba el centro de una gran habitación cuyas paredes eran de piedra. Un olor rancio y áspero lo inundaba todo. Notó, con un estremecimiento de las fosas nasales, que se trataba de olor a sangre. Era en esos cuartos donde los psicólogos imperiales practicaban sus artes inhumanas.

– ¡Buenos días, Ladrón! -balbuceó Shey, irguiéndose de puntillas.

Alar trató inútilmente de tragar saliva. Por último se levantó con esfuerzo. Por primera vez en su vida se sintió agradecido por estar completamente exhausto. En las prolongadas horas que sobrevendrían a continuación podría desmayarse con facilidad y frecuencia.

– Se me ha sugerido -gorjeó Shey- que bajo un. estímulo adecuado podrías demostrar poderes desconocidos por los seres humanos: ésa es la razón por la cual te hemos puesto en esa jaula. Nos gustaría presenciar una buena demostración, pero sin riesgos personales y sin correr el peligro de perderte de vista.

Alar guardó silencio. Nada ganaría con protestar. Además, su situación no mejoraría en absoluto si Shey reconocía su voz como la del Ladrón que lo había asaltado recientemente. El psicólogo se aproximó a la jaula.

– El dolor es algo maravilloso, ¿sabes? -susurró ansioso, mientras se levantaba la manga derecha- ¿Ves estas heridas? Me apliqué allí cuchillos al rojo y los mantuve tanto como me fue posible. El estímulo… ¡ah!

Aspiró como en éxtasis, agregando:

– Pero lo sabrás muy pronto, ¿verdad? Mi dificultad consiste en que siempre retiro el cuchillo antes de alcanzar el estímulo máximo. Pero con alguien que ayude como yo te ayudaré a ti…

Sonrió con simpatía y concluyó:

– Confío en que no nos desilusionarás.

Alar sintió que algo frío le corría lentamente por la espalda.

– Y ahora -continuó el psicólogo- ¿quieres extender el brazo y dejar que mi ayudante te aplique una inyección? ¿o prefieres que te estrujemos entre las paredes de la jaula para aplicártela? Es sólo una inocente cantidad de adrenalina para que no te desmayes por un buen rato.

No había forma de evitarlo. Y en cierto modo él tenía aun más curiosidad que Shey por saber qué ocurriría. Alargó el brazo en sombrío silencio; la aguja se clavó en él. En ese momento sonó el teléfono.

– Es de arriba -informó éste-. Quieren saber si ha visto usted a Madame Haze-Gaunt.

– Dígales que no.

El asunto pareció clausurado. Mientras tanto, otros ayudantes habían acercado un cajón de grandes bisagras, montado sobre ruedas; lo abrieron y comenzaron a sacar de él varios objetos que colocaron sobre la mesa. Otros cerraron las paredes de la jaula, una contra otra, de modo tal que el Ladrón quedó aplastado entre ellas como un bacilo entre dos placas de microscopio.

Alar sintió que el sudor le chorreaba por la barbilla y goteaba contra el suelo de piedra, agregando un demencial obbligato al tamborileo de su corazón, lleno de adenalina. Desde atrás le llegaba el olor del metal al rojo vivo.

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