– ¿Dirías que es totalmente imposible revertir ese proceso?
– ¿Revertirlo? Eso equivaldría a que, cuando el cerebro concibe una imagen la haga pasar por el nervio óptico hacia la retina, de modo tal que la púrpura visual así estimulada emita fotones, enfocados por los fluidos refractivos del ojo y proyectados en forma de imagen. ¿Quieres preguntar si tus ojos podrían ser capaces de proyectar una imagen tanto como de recibirla? ¿Es eso lo que quieres decir?
– Precisamente. ¿Es imposible?
Los hombres se inclinaron hacia adelante, atentos, intrigados.
– Tienes tres minutos -recordó secamente el empleado, paseando la mirada entre Alar y Haven.
EI anciano fijó en su protegido los ojos dilatados por muchas conjeturas.
– Se ha predicho que la proyección visual puede ser una dé las características de la criatura que siga al Homo Sapiens en la escala evolutiva. Esa propiedad puede desarrollarse en el curso de cincuenta o cien milenios, pero ahora… el hombre moderno… Me parece muy improbable: Sin emargo…
Levantó la mano en un gesto cargado de intención.
– … sin embargo, en el caso de que alguien fuera realmente capaz de proyectar rayos luminosos con su vista podría revertir otros sistemas de estímulo-respuesta. Por ejemplo, podría transformar el tímpano en una membrana parlante, mediante la- activación de los nervios cocleares por medio del conducto cerebral auditivo. En una palabra, podría reproducir aural, no oralmente, cualquier sonido que imaginara.
Alar echó una rápida mirada al mortecino tubo fluorescente conectado en el cielorraso. Un cálido rubor le trepó por la garganta. Ahora estaba seguro de salvar la vida; podría entonces desentrañar esa red opaca que amortajaba su pasado. Supo también que abandonaría la Sociedad de Ladrones para iniciar la ardua búsqueda de sí mismo. Pero aún quedaban muchas cosas por hacer. El peligro estaba lejos de haber sido conjurado. La voz del juez lo obligó a reaccionar:
– ¿Qué quieres probar por medio de esa absurda discusión con el doctor Haven?. Te quedan sólo treinta segundos para la defensa.
A su alrededor se oyó el escalofriante deslizar del acero contra el acero. Todos los Ladrones, con excepción de Haven, habían desenvainado las espadas y lo contemplaban con felina atención.
Alar alzó la vista y la clavó en la vetusta luz fluorescente, acordándose del rayo que había iluminado la nube de polvo mientras él permanecía atrapado en el subterráneo de los esclavos. Aquella extraña huída ya no era un misterio… La aparición de aquella silueta vestida con una chaqueta desgarrada como la suya tenía su explicación: era en verdad su propia silueta, una imagen de su cuerpo proyectada contra el polvo. Aunque entonces no conocía su capacidad de revertir el sistema de estímulo-respuesta había creado mediante el subconsciente, gracias al deseo de verse escapar, una imagen fótica de sí mismo. Y el deseo había sido realizado.
Cerró un ojo y se concentró febrilmente en el tubo mortecino, tratando de reactivar su maravilloso poder. En esa oportunidad quizá volviera a salvarlo, aunque de otra manera. Si lograba proyectar suficientes fotones sobre la cubierta fluorescente en la debida cantidad y frecuencia podría, tal vez, saturar los haces de ondas emitidas y dejar la sala a oscuras.
La luz pareció vacilar levemente.
Jadeaba como un perro agotado y el sudor le caía a chorros por el ojo abierto. Alguien a poca distancia, levantó la espada apuntándole al corazón con una mirada fría. A sus espaldas Haven susurró, nervioso:
– La luz fluorescente es algo más alta dentro del espectro. Aumenta un poco tu frecuencia.
El verdugo arremetió contra él.
En el mismo instante la sala quedó a oscuras.
Alar apretó con la mano izquierda la fea herida que tenía en el pecho y se alejó subrepticiamente unos pocos metros. Tenía que permanecer en ese sitio despejado para dominar la lámpara. Su vida dependía de una atrevidísima improvisación.
Nadie se había movido. A su alrededor se oía la respiración acelerada y expectante de quienes se preparaban para matarlo en cuanto pudieran distinguirlo en la oscuridad. Y entonces…
Su oído derecho percibió los sonidos que provenían del oído izquierdo:
– ¡Que nadie se mueva! Alar debe estar todavía en la sala. Lo hallaremos en cuanto dispongamos de luz. Número veinte catorce, ve inmediatamente a la oficina exterior y trae alguna lámpara de emergencia.
Era una imitación bastante razonable de la voz del juez. Quedaba por ver si el juez pensaba lo mismo. Alar retrocedió dos pasos y musitó, cambiando el tono:
– Sí, señor.
¿Cuánto tardarían los otros en recordar que el número veinte catorce estaba en la otra punta del corredor? Volvió a reinar el silencio en tanto él se dirigía hacia la puerta, caminando hacia atrás para no perder su dominio sobre la lámpara. Tropezó contra sus camaradas, pidiendo disculpas, siempre de espaldas. Si perdía de vista al tubo surgiría un relámpago de luz y él quedaría atravesado por diez o doce espadas.
Al fin tocó la puerta y rozó al guardia que la vigilaba.
– ¿Quién es? -preguntó el guardia, con voz tensa.
– Veinte catorce -respondió Alar en un rápido susurro.
La sangre caliente le goteaba ya por la pierna. Tenía que encontrar vendas sin pérdida de tiempo. En algún punto de la sala se había iniciado una apasionada discusión en voz baja. En cierto momento le llego la palabra "veinte-catorce". En seguida se oyó una voz nasal:
– ¡Excelencia!
Notó que el guardia vacilaba en el acto mismo de correr los cerrojos. En pocos segundos su treta quedaría al descubierto.
– ¡Date prisa! -susurró, impaciente.
– ¡Tienes la palabra! -respondió el juez al Ladrón de la voz nasal.
El guardia permaneció inmóvil, escuchando.
– Si Alar escapa debido a tu tardanza -siseó Alar-, tu serás el responsable.
Pero el hombre siguió impasible. La voz nasal volvió a alzarse en el otro extremo de la sala.
– Excelencia, algunos de nosotros creemos recordar que el número veinte catorce está apostado en el otro extremo del corredor de salida. Si las cosas son así, ha de ser el mismo Alar quien respondió a su orden de abandonar la sala.
Todo estaba descubierto.
– ¡ Mi orden! -fue la pasmada respuesta- No he dado orden alguna. ¡Creí que era el sargento de la guardia! ¡Custodia, que nadie salga de la sala!
Los cerrojos se cerraron con sombría determinación frente a Alar. Con un último y desesperado esfuerzo mental, éste reactivó el tubo fluorescente con un destello de cegadora luz azulada. El salón se convirtió en un pandemonio.
Una fracción de segundo después había derribado ya al guardia cegado para descorrer los cerrojos y se lanzaba hacia afuera, mientras quince o veinte hombres se atropellaban en el interior del cuarto. Pero la excesiva estimulación de la retina pasaría muy pronto; tenía que darse prisa. El número veinte catorce y sus hombres bloqueaban el corredor hacia un extremo. Apretó los puños y se volvió hacia el pasillo sin salida que se abría a sus espaldas. De inmediato echó la mano hacia la vaina del sable, en un gesto inútil: alguien lo esperaba de pie en el extremo cerrado.
– Puedes huir por aquí.
– ¡Keiris! -exclamó Alar, suavemente.
– Será mejor que te des prisa.
En un segundo estuvo junto a ella, preguntando:
– Pero ¿cómo?
– No es momento para hacer preguntas.
Keiris abrió un angosto panel en la pared. Ambos pasaron por él en el preciso instante en que la sala del tribunal se abría estruendosamente. A través de la madera les llegaron las voces coléricas, aunque apagadas.
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