– Tal vez lo haya visto alguna vez al pasar -murmuró débilmente-. De lo contrario no puedo explicarlo.
– ¿Has dado información a los Ladrones anteriormente?
– No lo sé.
La luz destelló con un vivido amarillo.
– No está segura -interpretó Shey, suavemente-, pero cree que ha revelado información en algunas ocasiones, evidentemente a través de intermediarios anónimos, y cree que llegaba a los Ladrones. Nos quedan dos minutos antes de que el verígrafo se torne inútil. Debemos darnos prisa.
– En esas ocasiones -preguntó Thurmond ásperamente-, ¿actuaba usted en forma independiente?
– Sí -susurró Keiris, y la luz pasó inmediatamente a rojo.
– Una categórica mentira rió Shey-. Trabaja para alguien. ¿Quién le da las órdenes?
– Nadie.
– Nuevamente la luz roja.
– ¿Algún miembro del gabinete? -inquirió Thurmond.
A pesar de su estado de semiestupor, Keiris se maravilló de que ese hombre esperara siempre la traición en los puestos más altos.
– No -susurró.
– Pero sí alguien del palacio. -¿El palacio?
– Sí, éste, el palacio de la cancillería.
La luz parpadeaba constantemente en verde. Ella lanzó un gemido de alivio: el Cerebro Microfílmico se albergaba en el palacio Imperial.
– ¿En el palacio Imperial, acaso? -sugirió Shey.
Ella no respondió, pero supo que la luz lanzaba destellos de color carmesí. Los tres hombres intercambiaron una mirada.
– ¿La emperatriz? -preguntó Thurmond.
La luz volvió a verde. El ministro de policía se encogió de hombros. Keiris tuvo la vaga idea de que era el momento de desmayarse, pero le era imposible. Y entonces llegó la pregunta. Haze-Gaunt desplegó una vez más esa deslumbrante intuición que le había llevado a ser jefe de la manada de lobos.
– ¿Recibes órdenes del Cerebro Microfílmico? -preguntó.
– No.
Era inútil. Keiris comprendió que la luz la habría traicionado, aunque ni siquiera la miraba. Cosa extraña: no sentía sino alivio. Se lo habían arrancado sin hacerla sufrir. No podía culparse por ello.
– En ese caso ¿es "Barbellion"? -preguntó Thurmond en tono de duda, citando al coronel de las Guardias Imperiales.
Keiris quedó petrificada. Habían pasado los tres minutos y el verígrafo ya no registraba las respuestas falsas; eso significaba que la luz había seguido en verde ante la pregunta que mencionara al Cerebro Microfílmico.
– Nos hemos pasado un poco del plazo -interrumpió Haze-Gaunt, frunciendo el ceño-. Su sangre ya está amortiguada; las respuestas a las últimas preguntas no valen de nada. Tendremos que esperar seis o siete días antes de hacer otro intento.
– No podemos aguardar -objetó Thurmond-. Usted sabe muy bien que no podemos.
Shey se adelantó para desconectar el verígrafo. Keiris sintió el pinchazo de otra aguja. De pronto volvió a pensar con horrible lucidez. Y entonces reparó en que Haze-Gaunt acababa de decir:
– Es suya, Shey.
– Mi queridísima Keiris -exclamó Shey, sonriente-, nuestro encuentro en este sitio era tan inevitable como la muerte misma.
La mujer, atada a la mesa de operaciones, aspiró profundamente mientras observaba el cuarto con los ojos dilatados. Allí no había más que una blancura deslumbrante y cajas con extraños instrumentos… además de Shey, enfundado en una blanca túnica de cirugía. El psicólogo seguía hablando, sin dejar de entremezclar risitas a sus palabras.
– ¿Comprendes la naturaleza del dolor? -preguntó, inclinándose sobre ella hasta donde su corpulencia se lo permitía- ¿Sabias que el dolor es el más exquisito de los sentidos? Muy poca gente lo sabe. En su tosca brutalidad, la mayor parte de la humanidad lo emplea tan sólo como advertencia de cualquier daño físico. Así se pierden por completo los más sutiles matices. Sólo unos pocos iluminados, como los fakires hindúes, los penitentes y los flagelantes, aprecian los supremos placeres que se pueden obtener utilizando nuestro sistema propioceptivo, tan lamentablemente descuidado.
De pronto se enrolló la manga y dejó al descubierto una mancha despellejada en la parte interior del brazo.
– ;Mira! -dijo- Me arranqué la epidermis y dejé caer allí ardientes gotas de etanol durante quince minutos, mientras estaba en mi palco de ópera, absorto en el Inferno que interpretaba el Ballet Imperial. Sólo yo, entre todos los del público, pude apreciarlo por completo.
Hizo una pausa y suspiró.
– Bien, comencemos. Cuando quieras, habla. Espero que no lo hagas demasiado pronto.
Acercó una caja llena de indicadores, de la que extendió dos cables coronados por agujas. Le clavó una en la palma de la mano derecha y la sujetó con cinta adhesiva. Con el mismo procedimiento le instaló la aguja restante en el bícep derecho..
– Comenzaremos con lo más elemental, para avanzar de poco hacia lo complejo -explicó Shey-. Podrás apreciar el estímulo más a fondo si conoces el mecanismo. Observa el oscilógrafo.
Así diciendo señaló un indicador circular de color blanco opaco, dividido horizontalmente por una línea luminosa. Keiris sintió un dolor agudo en el brazo derecho y lanzó un grito involuntario… El dolor se estableció allí, con un latido rítimico.
– Lindo aperitivo, ¿verdad? -observó Shey, con una de sus risitas- ¿Ves el rayo catódico? Eso indica que el impulso sube por ese nervio a determinada velocidad. Según sea ésta, el dolor es súbito y agudo, lo que marca el pico máximo en el tubo catódico, pues viaja a unos treinta metros por segundo; después baja a medio metro por segundo, lo que equivale al dolor sordo que se siente cuando uno se golpea los dedos del pie o se quema la mano. Esos impulsos se reúnen en fibras nerviosas cada vez más grandes, que a su debido tiempo pasan a la médula espinal para llegar al hipotálamo, que selecciona los diversos estímulos de dolor, frío, calor, tacto, etcétera, y dirige los mensajes al cerebro para que éste ordene la acción, Parece ser la circunvolución central posterior que está precisamente tras la fisura de Rolando la que recoge todos los impulsos de dolor.
Levantó la vista con expresión alegre y le ajustó la aguja clavada en el brazo.
– ¿Te aburriste ya de ese estímulo tan monótono? Aquí va otro.
Keiris se preparó para resistirlo, pero la sacudida no fue tan aguda.
– No es gran cosa, ¿eh? -dijo el psicólogo- Apenas sobrepasa el límite. Después de la estimulación la fibra no puede recibir otro impulso por cuatro décimas de milisegundo. En seguida se torna hipersensitiva por quince milisegundos y finalmente vuelve a funcionar por debajo de lo normal durante ochenta milisegundos. Desde ese momento en adelante torna a la normalidad. Son esos quince milisegundos de hipersensibilidad los que me resultan tan útiles.
Keiris soltó un alarido.
– ¡Espléndido! -cloqueó Shey, cerrando la corriente de la caja negra-. Y eso fue sólo con un nervio de un solo brazo. Es realmente fascinante ir agregando un par de electrodos y otro más hasta que finalmente los brazos quedan cubiertos de ellos; aunque por lo general el sujeto muere.
Y se volvió nuevamente hacia la caja.
En algún punto de la cámara un radiocronómetro marcaba los segundos con burlona languidez.
Alar contempló sin entender esa cara enflaquecida y barbuda que le mostraba el espejo. ¿Qué hora era, de qué día?
Una rápida mirada al reloj-calendario le indicó, para su sorpresa, que llevaba seis semanas encerrado en ese escritorio de la Estación Lunar, en frenética carrera contra el momento en que el poder combinado de los Ladrones y los de la policía Imperial lo descubrieran y lo eliminaran.
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